Authors: Laura Gallego García
Se reunió con Victoria y la cogió por la cintura con delicadeza. Aunque ella ya podía sostenerse en pie sola, se había acostumbrado a tenerla siempre sujeta, por si se caía.
—Siento lo de esta mañana —le dijo en voz baja.
—No tiene importancia —respondió ella—. No fue culpa tuya.
—Sí, sí que lo fue. Es mi responsabilidad mantener esta parcela de la torre aislada para que nadie te moleste. No sé cómo pudo entrar aquí.
A pesar de todas sus precauciones, se había corrido la voz de que el unicornio había recuperado la conciencia, y todos los días había alguien que trataba de subir a verla. Por los alrededores de la torre pululaban siempre curiosos, cantores de noticias y enfermos diversos, que aspiraban a que Victoria utilizase su poder para curarlos y de paso, por qué no, transformarlos en magos. Aquella mañana habían tenido que echar a un silfo que había conseguido colarse hasta casi la misma habitación de Victoria.
En otro tiempo, nadie habría podido entrar en la torre sin el consentimiento de los magos. Pero la Orden Mágica pasaba por el peor momento de toda su historia, y los hechiceros que vivían en la torre mantenían su magia protectora a duras penas. Por este motivo, Jack contribuía personalmente a mantener alejada a la gente.
Sin embargo, cada vez se sentía más agobiado en su encierro y, por esta razón, se ausentaba con mayor frecuencia. Le sentaba bien transformarse en dragón y dar una vuelta, y a veces tardaba demasiado en regresar. Luego se sentía culpable por haber dejado sola a Victoria tanto rato... pero, por otro lado, tenía la impresión de que ya nada lo retenía allí. Y eso lo asustaba.
Victoria ya había hablado con él acerca de eso. Le había dicho que no quería atarlo a ella, que si tenía que marcharse, que lo hiciera. Jack sabía que ella no quería ser una carga, y que, por mucho que le doliera, aceptaría cualquier decisión que él tomase al respecto. Pero el joven aún no tenía claro qué era lo que quería.
Aquella mañana, en concreto, no había aguantado más y se había dirigido a las montañas. Sabía que no debía hacerlo, pero el instinto había sido más fuerte. Y el instinto lo había llevado directamente a una quebrada donde se ocultaba un shek.
Era joven, y tenía un ala herida. Probablemente se había refugiado allí, hostigado por los Nuevos Dragones o por las patrullas de aldeanos que, asistidos de vez en cuando por algún guerrero bárbaro con ganas de gresca, perseguían y exterminaban serpientes en los escondrijos de las montañas.
Jack se había arrojado sobre aquel shek con garras, dientes y fuego. Se había desahogado con él, ensañándose más de lo necesario. Había disfrutado con la matanza.
«Soy un dragón», le recordaba su instinto. «He nacido para esto. Me crearon para esto».
Después había aterrizado en la orilla del río y se había lavado bien, despojándose de los restos de sangre, aquella sangre fría y oscura, de corazón de serpiente. Cuando emprendió el vuelo de regreso a la torre ya sabía que no se lo iba a contar a nadie. Ni siquiera a Victoria.
—Me marcho mañana —les recordó Kimara a los dos—. He de reunirme con el resto de la escuadra en Thalis, y me llevará un par de jornadas llegar hasta allí.
—Que tengas buen viaje —le deseó Victoria—. Y ten cuidado, ¿vale? Quiero volver a verte sana y salva.
—Descuida; ya sabes que el desierto es mi territorio; nada puede dañarme allí.
Jack cambiaba el peso de una pierna a otra. Victoria lo notó.
—¿Querrías ir con ellos?
«Claro que sí», pensó él.
—No. Quiero quedarme aquí, contigo.
Victoria le dirigió una mirada de reproche.
«Sabe que no soy sincero», comprendió Jack.
Kimara los miró alternativamente a uno y a otro.
—Voy a probar mi nuevo dragón —anunció, para aliviar un poco la tensión—. ¿Te vienes, Jack?
—Anda, ve —lo animó Victoria—. Vete a estirar las alas un rato. Estaré bien, en serio.
Jack pareció dudar un poco, pero finalmente siguió a Kimara en dirección a la planta baja, al cobertizo donde había guardado su dragón artificial.
Momentos después, Victoria los vio volar a los dos: Yandrak, el dragón dorado, y la dragona roja de Kimara, un armazón de madera sostenido por la magia y por el piloto humano que era su corazón, y su alma. Los vio hacer piruetas bajo la luz de los tres soles en declive. «Tal para cual», pensó, sonriendo con tristeza.
Entonces un escalofrío recorrió su cuerpo, y se llevó la mano al anillo, de forma inconsciente. Comprendió lo que significaba aquella señal: Christian estaba cerca.
Jack no estaba tan a gusto como Victoria pensaba.
Y la culpa la tenía aquel dragón.
Porque no se trataba de un dragón artificial cualquiera: era una dragona. Apestaba a hembra por todos los poros de su piel, y Jack se dio cuenta de pronto, horrorizado, de que se sentía extrañamente atraído por ella.
«¡Por favor, si es una
máquina!».
El hecho de que Tanawe le hubiese dado aspecto de hembra no la convertía automáticamente en una hembra.
Jack había tenido la oportunidad de conocer a Tanawe en persona un par de meses atrás, cuando ella se había presentado en la torre para tratar de convencerlo de que se uniera a ellos. Entonces le había mostrado cómo funcionaban sus dragones. Cierto, olían a dragón; Tanawe le explicó que los untaban con una especie de pasta que incluía polvo de escamas de dragón. Era eso lo que hacía que los dragones artificiales tuvieran algo de la esencia de los dragones de verdad. Eso volvía locos de odio a los sheks.
«¿Tanawe sabía que las escarnas que ha usado para ese dragón pertenecían a una hembra?», se preguntó Jack. Tenía que ser así; era demasiada casualidad que aquella máquina, que tenía aspecto de dragona, oliese como una dragona.
«Domínate, estúpido», se reprendió a sí mismo. «Es una máquina, no es de verdad». Pero aquella incómoda sensación no se le iba. La dragona era hermosa, y Jack suspiró para sus adentros. «Despierta, atontado. No es real. No hay ninguna más, ninguna como ella. Estás solo».
Solo. Completamente solo.
Rugió con fiereza, en un intento por conjurar el dolor que le causaba el hecho de ser el último dragón del mundo. Antes, esto no era tan terrible, porque estaba Victoria, el último unicornio del mundo. Ella no era una dragona, ni lo parecía. Y, sin embargo, latía en su interior un espíritu grande y brillante, como el suyo propio. Y, por fortuna, ambos tenían también un cuerpo humano que les permitía estar juntos, amarse. Por eso, no importaba que él no fuera un unicornio, ni que ella no fuera una dragona.
Pero ahora... ahora, Jack la miraba y solo veía a una humana. Y aquella tarde, al contemplar juntas a Victoria y a Kimara, se había sorprendido a sí mismo fijándose antes en Kimara que en Victoria. Kimara era solo una chispa en un mundo donde Jack era una poderosa hoguera, pero ambos estaban hechos de lo mismo. En cambio ahora... ¿qué era lo que lo unía a Victoria? Tenían un pasado juntos, y por ese pasado, Jack estaba dispuesto a seguir esperando, a dar una oportunidad a aquel sentimiento que los había unido. Pero... ¿tenían acaso un futuro?
Fue consciente entonces, de pronto, de que estaba volando en círculos en torno al dragón de Kimara. Por instinto sabía que aquello era un ritual de cortejo. Sintiéndose avergonzado, se separó un poco y se obligó a volar en línea recta. Por suerte, dudaba mucho que Kimara supiera lo que significaba esa maniobra. Se detuvo en el aire y dejó que la dragona roja se alejara un poco.
No, no iba a caer otra vez en lo mismo. Ya se había sentido atraído por Kimara con anterioridad, para darse cuenta, casi enseguida, de que era a Victoria a quien amaba. No pensaba volver a caer en ello otra vez, volver a hacer daño a Kimara y a Victoria por culpa de un capricho.
De pronto, un sonido escalofriante vino a turbar sus pensamientos: el chillido de un shek lanzándose al ataque... y el rugido de un dragón respondiéndole. Se le congeló la sangre en las venas al ver que una serpiente alada se abalanzaba sobre la dragona roja, también atraída por su olor, pero por razones bien distintas. La ira y el odio se adueñaron de su razón y de sus sentidos y, con un gruñido, se arrojó contra el shek, para defender a la hembra roja.
Christian no daba crédito a sus ojos.
Un dragón. Una hembra roja, para ser exactos. Volaba hacia él desde poniente, de modo que no podía verla bien a contraluz, pero olía a dragón, a hembra de dragón, y eso era imposible, porque todos los dragones habían muerto años atrás. Todos... menos uno, pero ese uno era un macho y, además, sus escamas eran de color dorado. Lo sabía muy bien, porque había luchado contra él en varias ocasiones.
Sin embargo, el instinto no podía equivocarse. Y su instinto le exigía que matase a aquella dragona.
Se había jurado a sí mismo que respetaría a Jack para no causar más dolor a Victoria. Pero nada le impedía pelear contra la dragona y destrozarla entre sus anillos. Se estremeció de placer solo de pensarlo. Con un chillido de ira, se arrojó sobre ella, abriendo al máximo sus alas y enseñando sus letales colmillos, impregnados de veneno. Y el odio lo cegó, igual que había cegado a miles de sheks antes que a él a través de generaciones, igual que había dominado también a los dragones.
Kimara se asustó al ver al shek precipitarse sobre ella, pero reaccionó deprisa. Había peleado en la batalla del bosque de Awa y, aunque no era tan buena pilotando dragones como lo había sido Kestra, ni poseía su experiencia en el combate contra los sheks, sabía defenderse. Tiró de las palancas para abrir las alas todavía más, en un movimiento que la hizo elevarse en el aire. Echó hacia atrás la cabeza de la dragona y vomitó una breve llamarada de advertencia. Esperaba con ello hacer retroceder al shek. Sabía, sin embargo, que no debía abusar del fuego del dragón, puesto que no era inagotable. Los dragones Escupefuego requerían renovar su magia ígnea cada cierto tiempo, tarea que estaba reservada a los hechiceros.
Por la escotilla lateral vio que Jack acudía en su ayuda con un rugido salvaje, y se le llenó el pecho de orgullo y alegría. Por fin, su amigo estaba empezando a comportarse como un auténtico dragón.
Como lo que era, al fin y al cabo.
Jack vio que el shek retrocedía un poco ante la llamarada de la dragona. Le obsequió con un rugido con el que pretendía llamarle la atención sobre su presencia. El shek se volvió hacia él, siseando, y le enseñó los colmillos... pero entonces sus ojos tornasolados brillaron de forma extraña.
Jack también parpadeó, confuso. Lo reconoció unas centésimas antes de que la voz telepática de la serpiente resonara en su mente:
«¿Jack?»
Sí, no cabía duda, era él. El dragón se preguntó cómo había identificado al shek entre los cientos de sheks que pululaban todavía por Idhún. No hacía mucho, todos le parecían iguales. Pero ahora era capaz de distinguir a Christian de entre todos los demás. Igual que había hecho Victoria... desde el principio.
«¡Christian!», pensó. Sabía que el shek había establecido un vínculo telepático con él y captaba sus pensamientos con claridad.
Los dos se miraron un momento; los ojos esmeralda del dragón se encontraron con los ojos irisados de la serpiente. Jack dejó escapar un gruñido, Christian un breve siseo. El odio seguía latiendo en ellos; el deseo de luchar, de matarse mutuamente, de destrozarse, aumentaba a cada instante, y resultaba cada vez más difícil de controlar.
«Por Victoria», se dijo Jack. Pero el recuerdo de la joven que lo aguardaba en la torre no sirvió, en esta ocasión, para calmar su odio. ¿Realmente valía la pena renunciar al placer que le produciría matar al shek... por ella?
Pero Christian batió las alas suavemente y retrocedió, y cerró la boca con un nuevo siseo; y el brillo letal de sus pupilas se apagó. Y Jack, con un soberano esfuerzo de voluntad, giró la cabeza para romper el contacto visual. Su cresta, que había erizado amenazadoramente, descendió de nuevo, con lentitud.
Kimara tardó un poco en comprender lo que estaba sucediendo. ¿Qué les pasaba a esos dos? ¿Por qué no peleaban? Cuando se dio cuenta de que el dragón y la serpiente se estaban comunicando de alguna manera, lo primero que pensó fue que Jack los había vendido a los sheks, había pactado con el enemigo... luego entendió que aquel shek debía de ser Kirtash, con quien Jack y Victoria habían establecido una extraña alianza. Apretó el puño con fuerza, tratando de controlar su furia. No lograba entender cómo era posible que ellos dos hubiesen perdonado a Kirtash todo el daño que había causado.
Alzó la cabeza, y sus ojos relucieron con el fuego del desierto. Bien, se dijo. Jack no dañaría a Kirtash porque aquella serpiente significaba mucho para Victoria, y él no quería herirla. Pero Kimara no tenía por qué respetar aquel acuerdo. Odiaba a Kirtash y, tiempo atrás, había jurado que encontraría el modo de matarle. Y, por una vez, el shek ya no era mucho más grande y poderoso que ella. Por primera vez, ella era igual de grande, y podía pelear contra él como lo haría un dragón.
Con una sonrisa de triunfo, hizo batir las alas a la dragona roja y se arrojó sobre Kirtash, con las garras por delante. Contaba con que Jack se apartaría y la dejaría matar a su enemigo. Es más, seguramente agradecería que Kimara hiciese por él lo que Victoria no le permitía hacer.
Por eso se llevó una sorpresa cuando el dragón se interpuso entre ambos y los separó con un gruñido de advertencia y un furioso batir de alas.
—¡Basta, Kimara! —le gritó—. ¡Es Kirtash!
—Ya lo sé —masculló ella. Trató de hacer girar a su dragón para esquivar a Jack, pero él volvió a interponerse. Bajó la cabeza hasta que sus ojos quedaron a la altura de la escotilla delantera.
—Basta, Kimara —repitió.
La semiyan se estremeció y bajó los ojos, incapaz de sostener la intensa mirada del dragón dorado. Temblaba de ira cuando hizo retroceder a la dragona, pero no dijo nada más. Jack la intimidaba como humano y le daba miedo como dragón, pero eso era algo que nunca reconocería, ni siquiera ante sí misma.
«¿Qué es eso?», preguntó Christian, que no apartaba los ojos de la dragona roja. Jack advirtió su mirada.
«No pierdas el tiempo, no es de verdad», respondió despreocupadamente; pero Christian detectó un tinte de amargura en sus pensamientos.
Jack dio media vuelta y reemprendió el vuelo hacia la Torre de Kazlunn. Christian se reunió con él, no sin antes dedicarle un suave siseo amenazador a la dragona de Kimara. Ella esperó que se alejaran un poco y después los siguió, a cierta distancia. Hizo que la dragona dejara escapar un resoplido teñido de humo, mostrando su disgusto.