Authors: Laura Gallego García
—¿Regresarán a su propio plano? —repitió Alsan con sarcasmo—. Eso no puedes saberlo. Tal vez se queden por aquí y sigan destruyéndolo todo. ¿Cómo puedes sugerir siquiera que nos quedemos a cubrir la retirada a Gerde y a los sheks, que dejemos que huyan? ¿Cómo puedes creerte esa patraña? ¡Está claro que todo eso se lo han inventado los sheks para que no luchemos contra ellos! ¡Porque saben que no pueden ganar!
Jack cruzó una mirada con Victoria.
—Te dije que no era buena idea contárselo —comentó.
—Lo sé —respondió ella con suavidad—, y por esta razón Christian no quería decirnos nada de todo esto. Pero tienen que saber la verdad.
—¡La verdad! —dijo Alsan—. ¿La verdad que te ha contado Kirtash? ¿O tal vez Gerde?
«No sé por qué estamos hablando de todo eso», intervino Gaedalu. «Está claro que es una de ellos...».
—¿Y yo? —cortó Jack—. ¿También yo soy uno de ellos?
«Actúas cegado por tus sentimientos», observó Gaedalu. «Te niegas a creer que ella te ha engañado y que solo te está utilizando. Ha demostrado repetidas veces su amor por el hijo de Ashran».
—Cierto —asintió Alsan—. Siento decírtelo, Jack, pero yo no me creo que a Victoria le importes tanto como te hace creer. Está claro para qué ha regresado, y de quién es el hijo que espera y al que defiende con tanta pasión.
—Hay un lazo entre nosotros —declaró Jack, con rotundidad.
Todos miraron a Ha-Din y a Zaisei. La sacerdotisa desvió la mirada, turbada, y el Venerable murmuró:
—No es así como deben hacerse las cosas.
Miró a Victoria, que sostuvo su mirada sin pestañear.
—Ella no quiere que hagamos pública esa información —dijo—. Mientras no diga lo contrario, la existencia o no de un lazo solo podemos revelarla a las personas unidas por ese lazo, y a nadie más.
—¡Pero yo puedo declararlo! —dijo Jack—. ¡Sé que hay un lazo, cualquier celeste me lo confirmará, aunque sea en privado!
—Estás loco por ella —gruñó Alsan—. Harías cualquier cosas por ella, incluso aceptar que tenga un hijo con un shek. ¿Crees que no sé que también mentirías para protegerla?
Jack suspiró y miró a Victoria, pero ella se mantenía imperturbable.
—No sabía que pudieses llegar a ser tan testaruda —le reprochó.
Ella le dedicó una sonrisa, pero no cedió.
—Yo confío en ellos dos —intervino entonces Shail—. Lucharon contra Ashran, que fue, también, quien no hace mucho torturó brutalmente a Victoria y le arrebató su cuerno. Piensa con lógica, Alsan. ¿Crees de veras que ella defendería esas ideas si no creyese que son verdad?
—Estoy harto de discutir —cortó Jack—. Hemos venido desde Alis Lithban y estamos cansados. Así que, Alsan, decide ya si nos echas, nos acoges o nos encarcelas, nos juzgas y nos ejecutas por traidores.
—No estamos hablando de ti...
—Estás hablando de mí, porque no permitiré que pongas la mano encima a Victoria ni a mi hijo, ¿queda claro?
Había alzado la voz, y miraba a Alsan fijamente. Este sostuvo su mirada un momento, pero no fue capaz de aguantar mucho más. Procuró que su voz siguiera sonando firme cuando dijo:
—Hablaremos más tarde. De momento, podéis alojaros donde siempre. Ya conocéis el camino.
El monte Lunn era el lugar donde, según las leyendas, el primer unicornio había recibido el poder de los dioses a través de su cuerno y lo había transformado en magia.
Todos los magos solían visitar el lugar alguna vez a lo largo de sus vidas, no solo por lo que simbolizaba, sino también porque, según se decía, todavía flotaba algo de energía en el ambiente, pese a que habían transcurrido más de quince mil años desde entonces. Pero también otro tipo de personas habían acudido con frecuencia a rezar frente al pequeño templo que se había construido en su cima. A lo largo de cientos de generaciones, semimagos de todas las razas y condiciones habían ido allí a suplicar a los dioses que les concediesen la magia completa.
Porque allí, en el monte Lunn, lo mágico y lo sagrado se daban la mano. No había hechicero que no hubiese descendido de su cima sin elevar una fervorosa plegaria a los Seis, ni sacerdote que no hubiese deseado, tras pisar el lugar donde la magia había tocado el mundo por primera vez, haber visto un unicornio.
El templo del monte Lunn era más un refugio de peregrinos que un auténtico lugar de culto. Lo atendía un anciano ermitaño celeste que llevaba allí muchos años, más de los que nadie podía recordar. Si le hubiesen preguntado, habría respondido que no recordaba haber dado cobijo a ningún hechicero particularmente ilustre.
Y, no obstante, durante muchas generaciones, los magos más poderosos habían visitado el monte Lunn, porque era allí donde se ocultaba uno de los mayores secretos de la Orden Mágica, un secreto que, a lo largo de la cuarta Era, solo había estado en manos de los Archimagos... y que, en la actualidad, solo Qaydar conocía.
El Archimago había abandonado Vanissar poco después de haber llegado allí en busca de Victoria. Alsan le había dejado claro que para él era más urgente tratar de controlar a Irial antes de que todos sus subditos perdieran la vista, y, por otra parte, la conversación que había mantenido con él y con Shail le había abierto nuevas posibilidades, al lado de las cuales el asunto de la pérdida de Victoria parecía algo irrelevante.
Ahora avanzaba por un largo pasadizo que se hundía en las entrañas del monte Lunn, acompañado solo por una esfera de luz mágica que bailaba ante él, alumbrando su camino.
Sabía lo que iba a encontrar al final del túnel, porque no era la primera vez que visitaba aquel lugar. No obstante, aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, más de doscientos años atrás, si no le fallaba la memoria. En aquel tiempo, la Torre de Drackwen había sido una escuela de magia floreciente. Antes de que los sacerdotes obligaran a los magos a abandonarla.
Qaydar frunció el ceño. Los sacerdotes siempre habían temido el poder de los hechiceros, y habían hecho todo lo posible por restringirlo. Era cierto que los dioses eran mucho más poderosos, y que podían obrar milagros que no estaban al alcance de los magos. Pero los dioses pocas veces se dejaban ver y los milagros escaseaban, mientras que los prodigios de los hechiceros eran mucho más frecuentes y, por otra parte, los unicornios, dadores de magia, eran criaturas de carne y hueso que podían verse y tocarse, al menos en algunos casos. Era inevitable que las Iglesias temieran perder su influencia en favor de la Orden Mágica. A pesar de que los magos siempre habían sido una minoría, la gente solía confiar más en ellos que en los sacerdotes.
Excepto cuando los hechiceros abusaban de su poder... como en la Era Oscura.
Qaydar sonrió amargamente. Después de la derrota de Taimannon había llegado la Era de la Contemplación, y los magos habían sido perseguidos y exterminados de forma sistemática. Por aquel entonces, los unicornios empezaron a verse como criaturas malditas, a pesar de que habían ayudado a Ayshel a derrotar a Talmannon. En otras épocas, ser tocado por un unicornio se consideraba una bendición. Durante la Era de la Contemplación fue una desgracia.
No era de extrañar, se dijo Qaydar, que desde la Era Oscura los magos guardaran secretos que nadie debía conocer jamás. Mucho menos los sacerdotes.
Suspiró para sus adentros. La Cuarta Era, la llamada Era de los Archimagos, estaba tocando a su fin, puesto que él era el último. ¿Qué vendría después? Sin unicornios, la Orden Mágica moriría irremediablemente. Y se abriría en Idhún una nueva Era de la Contemplación, mucho más árida y estricta que la anterior. Porque, por muchos hechiceros que hubiesen ejecutado los sacerdotes, nunca habían logrado ponerle las manos encima a un unicornio.
Mientras que Ashran los había exterminado en un solo día.
Tenían razón. Aquel condenado mago tenía que haber sido el Séptimo. Y si aquello lo había hecho un dios, solo otro podía repararlo.
Y las leyendas decían que la diosa Irial siempre había sentido predilección por los unicornios.
Desembocó, por fin, en una amplia sala hexagonal iluminada por seis antorchas que daban una luz lúgubre, irreal. No había nada de magia en aquel lugar. Las antorchas las mantenía encendidas un ser vivo, alguien que, con toda probabilidad, era la criatura más desdichada de Idhún. Alguien que llevaba allí abajo mucho más tiempo que el ermitaño que vivía en la cumbre, alguien que no había visto la luz de los soles en más de dos mil años.
—Custodio —llamó—. Un hechicero desea verte.
Sabía que él sabía que estaba allí. Pero había que llamarlo para que él se atreviese a mostrar su rostro a otras personas.
Lo llamaban el Custodio, pero también, el Imperecedero, o el Sempiterno. Nadie recordaba su verdadero nombre. Había vivido allí desde la misma noche de la caída de Talmannon, y había permanecido oculto. Los más leales servidores de Talmannon lo habían escondido allí, junto con otros tesoros que habían rescatado de su castillo; y posteriormente, durante la represión religiosa, aquel había sido el lugar elegido para guardar los más preciados tesoros de la Orden Mágica de la severa mirada de los sacerdotes.
El Custodio los protegería, como había hecho siempre. Y lo haría por toda la eternidad, porque ningún futuro lo aguardaba en el exterior, y porque mucho tiempo atrás lo habían bendecido o condenado con el don de la inmortalidad.
Qaydar lo observó, sobrecogido, cuando avanzó hacia él, portando un candil, con el rostro cubierto por una amplia capucha que ocultaba sus rasgos.
—Soy Qaydar, el Archimago —dijo el hechicero con gravedad.
—Oh —respondió el Custodio, sin mucho entusiasmo—. Esperaba a otra persona.
—Esperabas a Ashran, ¿verdad? El estuvo aquí hace mucho tiempo.
El Custodio no respondió a la pregunta.
—¿Has venido a hacer una consssulta?
Qaydar se estremeció. De vez en cuando, el Custodio siseaba sin darse cuenta. Decían que tenía la lengua bífida, pero no había tenido ocasión de comprobarlo.
—He venido a entregarte esto —dijo, y le mostró una pequeña urna marcada con el símbolo del Séptimo dios—. Ashran —dijo solamente.
El Custodio dio un paso atrás y, aunque Qaydar seguía sin verle la cara, notó que había quedado conmocionado.
—Lo conocías, ¿no es cierto?
El Custodio recuperó la compostura y se irguió para decir:
—Sígueme.
Echó a andar por el corredor, y Qaydar lo siguió. Atravesaron hasta siete puertas distintas, que el Custodio abrió con cada una de las siete llaves que portaba colgadas al cuello, hasta que llegaron a la Sala de las Reliquias.
A pesar de ser el hombre más poderoso de Idhún, Qaydar se sintió intimidado al entrar en aquella habitación, que databa de los tiempos del mismo Talmannon. Aquello había nacido como un santuario dedicado al Séptimo dios, y los seguidores de Talmannon, aquellos que seguían sirviéndole incluso después de que Shiskatchegg dejase de ejercer su influencia sobre ellos, habían ocultado allí todos sus tesoros, incluyendo sus restos mortales, una urna de cenizas que aún se conservaba en el nicho más profundo de la sala.
El resto de hechiceros debieron haber destruido aquel lugar, y a su Custodio, en cuanto descubrieron su existencia. Pero el Custodio no podía ser destruido, y, por otro lado, aquel fue el único lugar de Idhún en el que pudieron refugiarse durante los años más lóbregos de la Era de la Contemplación. Sin la Sala de las Reliquias, la Orden Mágica jamás habría podido recuperarse, y ellos lo sabían.
En agradecimiento, permitieron al Custodio seguir con su tarea, y adoptaron la costumbre de llevar allí las cenizas de todos los grandes hechiceros. De vez en cuando, alguien utilizaba parte de aquellas cenizas para realizar una invocación y consultar al espíritu del difunto. Pero nadie, jamás, habría osado invocar al mismísimo Talmannon y, por otra parte, daban por sentado que el Custodio no lo permitiría.
El Custodio lo guió hasta una hornacina que quedaba libre. Después, le tendió las manos para que le entregara el recipiente con las cenizas de Ashran. Qaydar no pudo evitar fijarse en que aquellas manos estaban cubiertas por una fina capa de escamas traslúcidas. Le dio la urna, y el Custodio la colocó en su lugar.
—Séllalo —dijo.
Qaydar pronunció un hechizo de protección sobre la vasija, que emitió un breve resplandor azulado y después recuperó su aspecto habitual.
Los dos permanecieron un instante en silencio.
—¿Hemos acabado? —preguntó el Custodio.
—Aún no —dijo Qaydar—. Necesito que me respondas a algunas preguntas.
La criatura se rió amargamente.
—¿Qué puedo saber yo, que hace tanto tiempo que no sssalgo de aquí?
—Cosas que ocurrieron en este lugar —hizo una pausa—, hace más de veinte años.
El Custodio no respondió. Dio media vuelta y se alejó de él, en dirección a la entrada de la Sala de las Reliquias. Qaydar lo retuvo por el brazo.
—¡Espera! Vino un joven hechicero llamado Ashran, ¿verdad? ¿Cómo entró aquí?
—No lo sé. Vosotros, los magos, sabréis cómo mantenéis protegido este lugar, y qué requisitos exigís para entrar. Solo sé que desde que estoy aquí, solo poderosos hechiceros han logrado traspasar sus puertas.
Qaydar reflexionó.
—Está bien —dijo—. Es difícil que Ashran averiguara la existencia de este lugar, y más aún que encontrara la clave para hallar la entrada y traspasarla... pero no es del todo imposible. ¿Qué fue lo que te dijo? ¿Te pidió cenizas para una invocación?
—¿Para qué otra cosa, si no, vienen aquí los magos?
—¿Quién fue el hechicero al que invocó? ¿Lo recuerdas, Custodio?
La criatura se estremeció.
—No podría olvidarlo —dijo—. Me pidió invocar al más grande hechicero de todos los tiempos. A mi Amo y Señor, Talmannon.
Nadie había osado jamás hacerme una petición semejante. Nadie se habría atrevido a profanar sus cenizasss.
—¿Le dijiste que no, entonces?
El Custodio alzó la cabeza hacia él.
—Le dije que ssssí. Pero no le permití que se llevara la urna, ni siquiera un saquillo de cenizas. Realizamos la invocación aquí mismo.
Qaydar dio un paso atrás, anonadado.
—¿Dejaste que invocara a Talmannon? ¿Por qué razón?
—¿Por qué razón invocan los hechiceros a personas que murieron mucho tiempo atrás? Para preguntar. Para saber. Nada de lo que vuestros magos muertos tengan que decir me interesa lo más mínimo. Pero mi Amo... tenía que preguntarle... quería saber...