Authors: Laura Gallego García
—Kirtash luchó a nuestro lado en la Torre de Drackwen —intervino Jack, alzando la voz—. No sabes de qué estás hablando porque no estabas allí. Si no hubiese sido por él, ahora nosotros dos estaríamos muertos, y Ashran seguiría gobernando en Idhún.
Entonces, todos habían empezado a discutir. Los celestes habían permanecido en silencio, con la vista baja, hasta que habían sido incapaces de soportar tanta tensión y, uno por uno, habían salido de la habitación. La última fue Zaisei.
El Padre Venerable, sin embargo, se quedó allí, con el rostro oculto entre las manos, aguardando en silencio a que los demás bajaran la voz. Cuando quedó claro que nadie iba a dar su brazo a torcer, Ha-Din se puso en pie, con un evidente gesto de sufrimiento en el rostro, y pidió la palabra.
Por fin, todos se fueron sentando, malhumorados. Se hizo un silencio tenso e incómodo.
—Estamos muy alterados hoy —dijo Ha-Din, apaciblemente—. No me parece que vayamos a solucionar nada discutiendo. Madre Venerable, vuestro odio manifiesto hacia Kirtash es una cuestión personal que, aunque comprensible, y respetable, no debería interferir en vuestro juicio sobre lo que estamos debatiendo hoy —la riñó con suavidad.
«En tal caso, la insana atracción que Lunnaris siente hacia ese shek tampoco debería nublar su criterio», contraatacó Gaedalu.
—No he sido yo quien ha mencionado a Kirtash, Madre Venerable —replicó Victoria, con helada cortesía.
—Basta, por favor —intervino Ha-Din—. Así no vamos a llegar a ninguna parte. Tenemos que seguir investigando acerca de lo que está sucediendo en nuestro mundo, y la manera de detenerlo. No tiene sentido que sigamos acusándonos unos a otros.
Nadie replicó. Algunos bajaron la cabeza, ligeramente avergonzados.
—Los soles están ya muy altos —concluyó el Padre, con una suave sonrisa—. Propongo que vayamos a tomar un refrigerio. Seguiremos por la tarde, y mientras tanto, espero que reflexionemos sobre todo lo que Yandrak nos ha contado.
Todos parecieron aliviados. Salieron de la habitación y, uno a uno, descendieron por la escalinata que formaban las raíces del gran árbol, para llegar al patio.
Había un pequeño grupo de feéricos aguardando allí. Cuando vieron a Victoria, sus rostros se iluminaron con una amplia sonrisa de alivio.
Jack le dio un suave codazo.
—Creo que alguien va a suplicarte que le concedas la magia —le susurro al oído, sonriendo.
Victoria sonrió también, pero no dijo nada.
No obstante, Jack se equivocaba. El portavoz de los feéricos, un silfo cuyo rostro parecía tallado en madera, y cuyos cabellos, semejantes a largas ramas de saúco, caían por su espalda hasta su cintura, se inclinó brevemente ante ella.
—Dama Lunnaris..., sabemos que estáis ocupada, pero nos hemos atrevido a molestaros porque querríamos consultaros acerca de una cuestión que para nosotros es de vital importancia.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, intrigada.
Los feéricos se miraron unos a otros. Finalmente, el silfo habló:
—¿Es cierto que sois vos el último unicornio?
Victoria se quedó helada. Hacia tiempo que nadie se lo preguntaba de forma tan directa.
—Sí, es cierto. Suponía que todo el mundo lo sabía.
—Sabemos que ese aspecto humano no es más que una envoltura para vuestra verdadera esencia. Sabemos que sois un unicornio. Pero, decid... ¿sois, de verdad, el último? ¿No existe la posibilidad de que quede alguno más?
Jack creyó comprender el sentido último de la pregunta.
—Existe otra persona capaz de consagrar magos —dijo—, pero no es un unicornio. Victoria... Lunnaris es la última.
Los feéricos cruzaron una nueva mirada. Jack leyó la decepción y el desconcierto pintados en sus rostros de suave color glauco. Daba la sensación de que la noticia de que alguien más podía otorgar la magia no los había impresionado.
—¿Por qué lo preguntáis? —quiso saber.
—Nuestros hermanos de Alis Lithban afirman que el bosque está reviviendo de una forma espectacular —dijo un hada—. Y nosotros pensamos... quisimos creer... que tal vez los unicornios habían regresado. Disculpad nuestra ignorancia, dama Lunnaris... mi señor Yandrak —añadió, con una profunda reverencia.
Ni Jack ni Victoria pudieron hablar durante un momento. Cuando los feéricos se alejaron, el joven miró a su compañera, que se había quedado muy seria.
—¿A qué crees que se debe? —preguntó con suavidad.
—El bosque revivió, en parte, gracias a la magia que Ashran me extrajo en la Torre de Drackwen —dijo Victoria—. Además, los sheks estaban colaborando con algunos feéricos para devolverle el esplendor de días pasados. Puede que Gerde esté detrás de todo esto; puede que haya encontrado la manera de reverdecer el bosque con mi cuerno, o con su nuevo poder de diosa.
—O puede que se trate de otra cosa —dijo Jack.
—Sí —asintió Victoria.
Quedaron un momento en silencio.
—Porque no es posible que hayan regresado los unicornios, ¿verdad? —preguntó entonces ella.
Jack la miró.
—¿Estás pensando en ir a investigar?
—Yo... no sé. Me gustaría ver de qué se trata. Alis Lithban es para mí lo que Awinor fue para ti, ¿te acuerdas? Si te llegaran noticias de que la tierra de los dragones está recuperando su antiguo esplendor, ¿no querrías ir a verla?
Jack meditó sus palabras.
—Sí —admitió—. Pero tienes que pensar que la opción más probable es que haya llegado otra diosa a Idhún. Y ya sabes cómo te afecta la proximidad de los dioses. Cuando Yohavir se acercó a la Torre de Kazlunn estabas a punto de estallar, y eso que aún no habías recuperado tu poder.
Victoria no dijo nada.
—Vas a ir de todos modos, ¿verdad? —dijo Jack.
—Christian está allí —se limitó a responder ella.
—Oh. Claro. Lo había olvidado.
En la reunión de la tarde, Jack informó a Ha-Din y a los demás de las noticias de los feéricos. Todos convinieron en que la súbita resurrección de Alis Lithban era un fenómeno que merecía ser investigado.
—Muy bien —asintió Alexander—. Voy con vosotros, entonces.
—No me parece buena idea —dijo Jack, con suavidad.
—¿Por qué? Según tus informes, Gerde, la Séptima diosa, está allí. Puede que ella tenga algo que ver. ¿No es eso lo que temes?
—En realidad, no. Tememos que la diosa Wina haya llegado por fin a Idhún.
—Mejor todavía: es nuestra oportunidad de ponerlas frente a frente. Si es cierto todo lo que dices, Wina estará encantada de que le sirvamos en bandeja a la Séptima, ¿no crees?
—Puede ser. Pero, precisamente por eso, si las dos diosas se encuentran, no debería haber nadie cerca. Puedes salir malparado, Alexander.
—En tal caso, tampoco tú deberías ir.
—Yo soy un dragón. Y Victoria es un unicornio.
Alexander miró a Jack fijamente. El joven percibió la ira de su amigo y, aunque le dolía apartarlo de aquella manera y sabía que acabarían discutiendo, también sabía que no tenía otra elección.
Nadie más hablaba. Todos percibían la tensión existente entre Jack y Alexander, entre el dragón y el que había sido su maestro, un príncipe sin reino, un guerrero que buscaba desesperadamente recuperar su lugar en un mundo que ahora parecía gobernar su discípulo. Y Jack también captaba todo esto, pero no sabía cómo arreglarlo. Alexander estaba demasiado anclado en sus ideas y sus convicciones como para asimilar todo lo que estaba pasando, y que su mundo se había vuelto del revés.
Se dio cuenta entonces de que Alexander ladeaba la cabeza y fruncía el ceño, como si estuviese escuchando algo. Y Gaedalu lo miraba fijamente.
—Iré con vosotros, Jack —dijo por fin—. Y no hay más que hablar.
Jack movió la cabeza, preocupado. Podía adivinar qué le había dicho Gaedalu. Seguro que tenía que ver con Christian.
—No, Alexander, no insistas.
—Insisto. ¿O es que acaso vais a reuniros con alguien cuya compañía no consideramos recomendable?
—Pues no deberías insistir —dijo Jack, lentamente—. Ya deberías saber que esta noche, Erea está llena. Creo que si hay alguien cuya compañía no es recomendable, por lo menos cuando se pongan los soles, ese eres tú.
Alexander palideció y le disparó una mirada dolida; Jack habría preferido no tener que decir aquello, pero no lo lamentó.
—Nosotros partiremos en cuanto el Padre Venerable dé por concluida esta reunión —prosiguió Jack—. El príncipe Alsan no está en condiciones de acompañarnos hoy; muchos de vosotros sabéis que le aqueja un terrible mal que lo vuelve violento las noches de plenilunio.
Alexander se dejó caer sobre su asiento y se limitó a escuchar lo que decía Jack, con la mirada perdida.
—Seremos capaces de cuidar de él —asintió Ha-Din—. Los feéricos se ocuparán de que no cause daño a nadie. Nos hacemos cargo del dolor que todo esto supone para Alsan, así que propongo que no hablemos más del tema.
Siguieron las indicaciones del celeste, y no se volvió a hablar de ello; pero tampoco se tocaron otros temas. Nadie tenía ganas de seguir allí después de todo lo que había sucedido a lo largo del día.
Al salir, Alexander alcanzó a Jack y lo retuvo por el brazo.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —siseó.
—No he disfrutado, créeme —replicó Jack, muy serio—. Pero es hora de que abras los ojos. Esto no es la Tierra, no luchamos contra Ashran, la Resistencia ya no existe. Y nos enfrentamos a algo mucho más serio, mucho más importante, que un asesino medio shek. Las cosas han cambiado. Y me duele que, mientras nosotros estamos luchando por salvar el mundo... una vez más, tú no seas capaz de ver más allá de Kirtash..., como de costumbre. Así que, por favor... despierta. Porque te necesito a mi lado, pero tú te empeñas en luchar en una guerra que ya no tiene razón de ser. Tengo que seguir mi camino y pelear en otras guerras. ¿Vas a acompañarme... o prefieres seguir de pie en un campo de batalla en el que ya nada se mueve?
Alexander no contestó. Jack le palmeó el brazo, amistosamente.
—Nos vamos —dijo—, pero volveremos pronto. Cuídate. Hablaremos con más calma a mi vuelta, ¿vale?
Él lo miró, pero seguía sin hablar. Preocupado, Jack se despidió y se reunió con Victoria, que lo esperaba un poco más lejos. Juntos, cogidos de la mano, subieron a su habitación para hacer el equipaje.
Alexander los vio marchar.
«Duele que te dejen de lado cuando sufres una tragedia», susurró una voz en su mente. «Duele que resten importancia a algo que ha cambiado tu vida».
—Son muy jóvenes —dijo Alexander a media voz—. Creen que lo saben todo.
«Sí», asintió Gaedalu, colocándose junto a él. «Y por eso se equivocan».
Alexander no respondió. La varu lo miró de reojo.
«Ese mal del plenilunio del que hablaba Yandrak», dijo con suavidad, «¿se lo debes a Kirtash?»
El entrecerró los ojos. A su mente acudieron imágenes de un tiempo pasado, pero que parecía tan real como si acabara de suceder el día anterior. Kirtash desarmándolo, dejándolo inconsciente, capturándolo... para entregarlo a Elrion, el imitador de nigromante que lo había transformado en lo que era. «Haz lo que quieras con él», había dicho el muy bastardo. Y después lo había mirado con aquella fría indiferencia suya, y se había limitado a comentar: «No me gustaría estar en tu pellejo».
Luego, la agonía.
Alexander había deseado morir muchas veces después de aquello. Y todo se lo debía a él, a Kirtash. Por el bien de la Resistencia lo había aceptado tiempo después como aliado, pero ya no podía soportarlo más. No podía soportar que Jack confiase en Kirtash más que en él mismo, no podía soportar imaginar a Victoria, a quien había visto crecer, en brazos de aquella despiadada serpiente. Tenía la sensación de que todos le traicionaban y se burlaban de él, de su dolor.
—Sí —respondió—. Se lo debo a él. Todo es culpa suya.
Gaedalu asintió en silencio. Después, dijo:
«¿Te gustaría acabar con él?»
Alexander se imaginó por un momento hundiendo a Sumlaris en el pecho del shek. Sonrió.
—¿Por qué no? Pero es un enemigo poderoso, Madre Venerable.
Gaedalu le dedicó una larga sonrisa.
«Pronto, ya no lo será. Pronto, príncipe Alsan, podremos castigar a esa serpiente por todos sus crímenes. Y nadie, ni siquiera Lunnaris, será capaz de salvarlo».
Alexander la miró un momento y asintió.
—Hablad, Madre Venerable. Me interesa lo que tenéis que decirme.
También en el árbol de Gerde se había celebrado una importante reunión aquella tarde. Christian tenía muchas cosas que contarle, y el hada le escuchó con atención, sin interrumpirle en ningún momento. El shek le habló de cosas que ya sabía, y de cosas que no sabía; y le expuso con todo detalle el plan que había trazado. Cuando, por fin, Christian dejó de hablar, Gerde quedó un momento en silencio, pensando.
—Es arriesgado —comentó por fin, sacudiendo la cabeza—. Y no me gusta arriesgarlo todo a una sola jugada. Son demasiadas las cosas que pueden salir mal.
—No tienes por qué decidir ahora. Puedo continuar investigando por mi cuenta, mientras tú sigues adelante con tu plan. Es bueno saber que, cuando llegue el momento, tendrás dos opciones. Así es como hemos funcionado siempre, ¿no?
—Sí —dijo Gerde, con una sinuosa sonrisa—. Así es como hemos funcionado siempre. Con un plan establecido y otro de reserva... por si acaso.
Pero volvió la cabeza con cierta brusquedad. No era un gesto propio de ella, y Christian pudo ver que sus ojos negros brillaban más de lo habitual.
—¿De veras no lo sospechabas? —le preguntó, con suavidad.
—No —dijo ella—. De hecho, es una revelación tan sorprendente que no me extrañaría que me hubieses engañado —añadió, alzando la cabeza para mirarlo con cierta ferocidad.
Christian le devolvió una media sonrisa.
—¿Por qué iba a querer engañarte?
Gerde se rió, con una risa dulce y cantarina.
—Ah, mi retorcida serpiente, tienes muchos motivos para querer engañarme. Casi tantos como yo para querer matarte. Pero, ¿por qué sigues con vida? ¿Lo sabes, acaso?
—Por la misma razón por la cual te estoy diciendo la verdad —respondió Christian, con calma—. Porque nos conviene a ambos. Porque, si queremos sobrevivir, tenemos que formar una alianza.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia. Se inclinó hacia adelante, fijando en él la mirada de sus ojos negros, una mirada llena de promesas. Pero de pronto se quedó inmóvil, y su rostro se congeló en un extraño gesto de miedo. Se levantó de un salto, ligera como un junco.