Panteón (70 page)

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Authors: Laura Gallego García

Desde donde estaba, Shail no podía ver lo que estaba haciendo, y tampoco podía prestar mucha atención, puesto que debía mantener activo el hechizo. Pero los feéricos prorrumpieron en exclamaciones llenas de asombro y alegría, y el mago los miró, interrogantes. «Ya puedes soltarlo», dijo Gaedalu, con calma.

Shail notó que nada oponía ya resistencia a la fuerza de su hechizo. Se preguntó si Alexander se habría dormido por fin bajo los efectos de los hongos. Con cautela, deshizo el conjuro. Nada sucedió.

Se acercó a la celda, intrigado. Cuando, bajo la luz de las lunas, vio lo que estaba pasando, la sorpresa le impidió hablar.

La garra que asomaba por la abertura ya no era una garra: era una mano humana.

En torno a su muñeca, Gaedalu había puesto una pulsera. Era un adorno femenino, probablemente suyo, y no parecía tener nada especial, salvo la piedra que había engastada en ella. No encajaba del todo bien en aquella ajorca; a simple vista, parecía que Gaedalu había arrancado la gema originaria para incrustar aquella piedra en su lugar.

Y era una piedra de un raro color negro metálico: una piedra que parecía emanar oscuridad, o tal vez absorberla. Shail supo que era una gema poderosa, pero también tuvo la intuición de que ninguna magia podría haber creado algo así. Un estremecimiento recorrió su espalda, y miró a Gaedalu, anonadado.

La Madre advirtió aquella mirada y sonrió.

«¿Lo ves, hechicero? ¿Qué es la magia comparada con el poder de los dioses?»

Sacaron a un Alexander completamente humano de su prisión de árboles. Estaba inconsciente.

—Tenemos que alejarlo de los hongos —dijeron los feéricos—. Si no, no despertará.

Lo tendieron un poco más lejos, sobre la hierba, y lo dejaron respirar.

Momentos después, el joven abrió los ojos, aún algo aturdido.

—¿Qué...? —empezó, pero no fue capaz de formular la pregunta—. Me duele... la cabeza —fue todo lo que pudo decir.

—Apartaos, dejadle espacio —ordenó Shail.

Alexander tardó un poco en hacerse cargo de la situación. Cuando por fin alzó la cabeza hacia el cielo, y vio a Erea en su soberbio plenilunio, se miró las manos, sorprendido.

—Soy... ¿qué me ha pasado?

Gaedalu debió de decirle algo, solamente a él, porque se volvió bruscamente hacia ella. La varu asintió con gravedad. Alexander se miró el brazalete, maravillado.

—De modo que es cierto —murmuró—. Funciona.

Shail los contemplaba a ambos, incómodo, consciente de que ellos dos sabían algo que no le habían contado.

«Dejadme a solas con él», ordenó la Madre.

—Pero... —empezó Shail; no obstante, Alexander lo interrumpió:

—Por favor, Shail. Quiero hablar con ella.

El mago se rindió. El y los feéricos se retiraron un poco, inquietos, sin atreverse todavía a perderlo de vista.

—No puedo creerlo —susurró Alexander; sus hombros temblaron en un sollozo reprimido—. No puedo creerlo.

«Créelo, príncipe», dijo Gaedalu. «Los dioses han obrado el milagro. Te regalo esa pulsera, es tuya; úsala hasta que encuentres algo más apropiado para engarzar la gema».

El alzó la cabeza para mirar a la varu.

—¿Cómo puedo agradecéroslo?

Gaedalu sonrió.

«Ya lo sabes. Ya sabes que mi plan es factible. ¿Me ayudarás a llevarlo a cabo?».

Alexander sonrió. Hincó una rodilla ante ella e inclinó la cabeza en señal de lealtad.

—Podéis contar conmigo, Madre Venerable. Soy vuestro más devoto servidor.

Shail vio todo esto desde el otro extremo del claro; y, aunque no llegó a oír lo que decían, su corazón se llenó de inquietud.

Jack y Victoria alcanzaron los límites de Alis Lithban cuando el primero de los soles ya empezaba a declinar. El dragón sobrevoló ampliamente la zona antes de decidirse a aterrizar, para hacerse una idea del entorno. Situada sobre su lomo, Victoria contemplaba el paisaje en silencio.

La enorme extensión de Alis Lithban seguía siendo en su mayor parte un bosque marchito. A lo lejos se veía una tímida mancha verde, en el lugar donde había estado situada la Torre de Drackwen. Pero, un poco más hacia el sur, el mismo corazón del bosque se había inflamado en una explosión de colorido. Allí, los árboles no solo parecían más altos y verdes, sino que mostraban una vitalidad que no habían exhibido ni siquiera cuando los unicornios poblaban aquella tierra. Y, aunque ni Jack ni Victoria conocían este detalle, aquel estallido de vida no provocó en ellos el alivio y la alegría que habían esperado experimentar; al contrario: sintieron miedo.

Jack descendió a una distancia prudencial, cerca de las ruinas de la Torre de Drackwen. Ninguno de los dos recordaba con cariño aquel lugar y, no obstante, fue el único terreno más o menos despejado que encontró el dragón para poder aterrizar.

No hicieron ningún comentario al respecto. Se sentaron un momento a descansar, bajo los restos de la gran torre; Victoria sacó algo de comida de la bolsa que llevaba, y los dos cenaron en silencio, sumidos en hondos pensamientos.

—Deberíamos ponernos en marcha antes de que anochezca —dijo entonces Victoria.

—¿No sería mejor esperar a mañana?

—No quiero pasar la noche aquí. —Alzó la cabeza para mirarle y le preguntó—. ¿Tú sí?

—Lo cierto es que no —reconoció Jack con un estremecimiento—. Vamos, pues. Ya encontraremos otro refugio por el camino.

Se puso en pie, resuelto, y echó a andar. Victoria recogió su bolsa y lo siguió, apresurando el paso para ponerse a su altura.

Se internaron en el bosque con las luces del primer crepúsculo. No tardaron en abandonar la zona verde que había generado la Torre de Drackwen en tiempos pasados. Cuando alcanzaron el Alis Lithban reseco y marchito, Victoria oprimió la mano de Jack con fuerza, pero no dijo nada. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar.

Después del segundo atardecer, cuando ya solo el último de los soles iluminaba el bosque, empezaron a encontrar signos de la súbita revitalización de Alis Lithban.

Al principio el reverdecimiento era suave y sutil. Nuevos brotes crecían en los árboles, hierba joven volvía a tapizar el suelo... Pero la fuerza de la naturaleza presentaba cada vez más vigor: conforme iban avanzando, la maleza era más verde, y los árboles nuevos, más altos; macizos enteros de flores alfombraban los rincones, y las aves piaban con más fuerza.

—Mira esto, Victoria —dijo Jack, sobrecogido, señalando un pequeño árbol.

Se acuclillaron junto a él y lo observaron con atención. Podían verlo crecer. Lentamente, las ramas se iban desplegando, el tronco se hacía más ancho y más alto, y pequeños brotes verdes empezaban a cubrir sus ramas.

Ambos cruzaron una mirada, pero no dijeron nada.

A medida que avanzaban, aquello fue más evidente. El bosque crecía a su alrededor, se regeneraba, y si los árboles eran más grandes no se debía a que llevaran allí mucho más tiempo, sino a que se desarrollaban cada vez más deprisa, conforme se acercaban al corazón de la perturbación.

—Si sigue así, no tardará en repoblar el bosque entero —murmuró Jack, admirado—. Si esto lo provoca la diosa Wina, desde hoy tiene ya mi más profundo reconocimiento; ya era hora de que alguno de los Seis demostrara que puede hacer algo más que destruir.

—No sé, Jack —dijo Victoria—. Ella no está aquí realmente. Todavía sigue lejos y, sin embargo, mira lo que provoca, incluso en la distancia. ¿Qué sería capaz de hacer si estuviera más cerca?

Pronto encontraron la respuesta a aquella pregunta. Alcanzaron una zona del bosque donde los árboles eran ya auténticos gigantes vegetales, y seguían creciendo, y generando, al mismo tiempo, nuevos frutos que caían al suelo para germinar de forma instantánea y convertirse, a su vez, en jóvenes árboles en cuestión de minutos. Llegó un momento en que la maleza no les permitió avanzar. Jack estuvo tentado de sacar a Domivat y de abrirse paso con ella, pero no lo hizo, porque temía que el fuego prendiera y provocara un incendio en el bosque.

—Quizá deberíamos parar aquí —opinó.

Victoria no lo escuchaba. Se había detenido junto a uno de los árboles, un enorme ejemplar de ramas bajas y espinosas, y contemplaba algo que había clavado en una de ellas. Jack lo miró con curiosidad, y retrocedió un par de pasos, horrorizado.

Era un hada. La rama le atravesaba el pecho de parte a parte, y la muerte había congelado su rostro para siempre en un gesto de sorpresa, dolor y terror.

El árbol había crecido tan deprisa que no había tenido tiempo de apartarse.

—Vámonos de aquí —murmuró Jack, con un escalofrío.

Cogió a Victoria de la mano, pero tuvo que soltarla, porque brotó un violento chispazo del contacto. Cruzaron una mirada. —Vámonos —repitió Jack—. Estás empezando a cargarte de energía. Dieron media vuelta y echaron a correr, alejándose del corazón del bosque. Cuando anocheció del todo, se dieron cuenta de que tendrían que detenerse. Las lunas debían de estar brillando sobre ellos, pero eran incapaces de verlas: las ramas de los árboles lo tapaban todo, sumiéndolos en una oscuridad profunda e inquietante. Jack desenvainó a Domivat y su llama iluminó el entorno. Estaban atrapados. Las plantas habían seguido creciendo tras ellos, lentamente, pero lo bastante deprisa como para cerrar el camino que habían tomado. El joven apretó los dientes. De pronto, el sonido del bosque creciendo a su alrededor ya no le pareció tranquilizador.

—Voy a cortar esos árboles —anunció.

—No creo que sea buena idea.

—Pero es la única opción que tenemos. Hay que alejarse de aquí cuanto antes.

Jack enarboló la espada de fuego y empezó a abrir un camino en la maleza. Las llamas prendían en los arbustos y árboles más jóvenes, pero, por fortuna, el fuego no se propagaba. La fuerza vivificadora que estaba regenerando todo el bosque lo envolvía con un refrescante manto húmedo: las ramas eran demasiado tiernas, estaban demasiado verdes como para arder con facilidad; el musgo había crecido sobre los troncos, como si llevaran siglos allí; cada hoja estaba cubierta de perlas de rocío y bebía de ellas ávidamente. El fuego de Domivat lograba quemar algunos arbustos y abrir un estrecho camino para Jack y Victoria, pero el propio bosque lo sofocaba.

Por fin, Jack se detuvo, sin aliento, en un espacio que le pareció un poco más amplio.

—Tenemos que defender este claro, Victoria —dijo.

Despejó la maleza a base de mandobles, mientras Victoria cavaba con las manos en el húmedo suelo, en busca de rocas más o menos grandes. Encendieron una hoguera en medio del claro y la rodearon con piedras. Jack clavó a Domivat en el centro mismo del fuego y lo alimentó con hojas y arbustos.

—No se apagará —aseguró.

Se acurrucaron cerca del fuego, inquietos. A su alrededor, Alis Lithban continuaba creciendo, lenta pero inexorablemente.

—Wina está avanzando hacia el sur —dijo Victoria—. El hada que hemos visto antes murió porque el árbol creció demasiado deprisa. Yo todavía no he visto que las plantas crezcan a semejante velocidad, así que supongo que eso sucedió hace uno o dos días. Y si los árboles ya no crecen tan deprisa por aquí, es que ella se está alejando.

—Ojalá tengas razón —murmuró Jack—. Si eso es cierto, mañana todo estará mucho más calmado. Con la luz del día podré despejar esto con mayor eficacia... lo bastante como para poder transformarme en dragón y salir volando de aquí. Pero hemos de aguantar hasta entonces.

Victoria asintió en silencio. Ambos escucharon el crepitar del fuego, un sonido que les parecía cálido y tranquilizador en medio de aquel bosque inquietantemente vivo. Tuvieron la sensación de que las ramas, movidas por la brisa, susurraban palabras de odio hacia aquellas insignificantes criaturas que se atrevían a encender una hoguera en el bosque.

—¿Recuerdas lo que he dicho antes? —dijo entonces Jack—. Algo acerca de mostrarle a Wina mi más sincero reconocimiento. Bien..., pues lo retiro.

—No deberías acercarte más —dijo Christian—. Si se fija en ti, te reconocerá.

Gerde no lo escuchó.

Se habían subido a la rama de un árbol; era una rama baja cuando se habían encaramado a ella, pero el árbol había seguido creciendo, y generando más follaje, y ahora contemplaban el frenético resurgir de Alis Lithban desde una altura considerable, desde una posición privilegiada.

Lo que Jack y Victoria habían visto era solo lo que quedaba del efecto que Wina había producido al pasar por allí un par de días atrás. Pero Christian y Gerde habían llegado lo bastante lejos como para contemplar a la diosa en acción.

Un poco más allá, a lo lejos, los árboles crecían a una velocidad vertiginosa, desarrollaban ramas, hojas y flores, se entrelazaban unos con otros, tejiendo redes arbóreas en varios niveles. La maleza seguía aumentando, como la espuma del mar, y las flores eran cada vez más grandes, de una belleza más misteriosa y salvaje.

Por no hablar de los animales. Las criaturas que poblaban Alis Lithban —aves, mamíferos, pequeños reptiles, insectos..., incluso los peces de los arroyos— habían sido impactadas de lleno por la energía vivificadora de Wina. Muchos animales se habían visto aplastados por la marea vegetal que crecía con desesperación. Ahogados por la maleza, ensartados por ramas que se desarrollaban casi instantáneamente, atrapados en un laberinto de raíces, habían muerto antes de ser capaces de huir.

Y los que podían escapar, no lo hacían. También el reino animal acusaba la presencia de Wina, a su manera. Contagiados por su furia creadora, se buscaban unos a otros por todos los rincones que aún no habían sido invadidos por el mundo vegetal.

Se estaban reproduciendo; con urgencia, de la misma forma que crecían y se reproducían los árboles. Las hembras que lograran sobrevivir al violento resurgimiento de las plantas repoblarían el bosque con sus retoños.

Gerde observaba todo esto con una extraña expresión pintada en el rostro. Por un lado, la fuerza vivificadora de Wina la maravillaba; por otro, había algo grandioso y terrible en todo aquello, algo incluso más sobrecogedor que la magia más destructiva.

Por fin, el hada suspiró, con cierto pesar.

—Alis Lithban no es así. Cuando vivían aquí los unicornios tenía un aspecto muy distinto; y ahora ella lo está estropeando todo, ¿no crees?

—Lo cierto es que no recuerdo cómo era Alis Lithban antes de la extinción de los unicornios —dijo Christian—. Yo era muy pequeño entonces.

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