Papelucho en vacaciones (5 page)

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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Sin decir nada, me calé la polera y el pantalón y le hice seña a mi amigo el Bartolo.

—¡Chao! —dije cuando llevaba unos pasos caminados.

—¡Eh, tú! —Gritó alguien—. ¿Dónde te vas? ¿Y qué te crees que te llevas al Bartolo?

El Bartolo, que lo entiende todo, se me enroscó en el cogote y les sacó la lengua a los siete Pumas.

—Cuando encuentre a mi gente, vuelvo donde ustedes. Ahora me acordé de que me andan buscando…

—Pero si no sabes dónde están —dijo alguien.

—La cuestión es encontrarlos y si me quedo aquí es mucho más difícil que si camino…

—Depende —dijo el Negro— porque si tú caminas para un lado y ellos para otro…

—Total, el mundo es redondo y tenemos que toparnos —alegué.

Alegando y alegando se iban vistiendo todos. Caupolicán nos miraba esperando ordenes. Un puma sabe que él es bestia y no trata demandar al hombre, pero al amigo lo ayuda si lo ve entontecido.

Apenas se vistieron todos, partió el Caupo adelante a todo trote. Teníamos que correr para no perderlo de vista y sólo se detuvo cuando llegó a la orilla de un arroyo con harta corriente. Ahí se puso a olfatear y dar saltos, entre la orilla y el agua.

—Debe ser un mensaje —dijo el Japo.

—¡Claro, nos da la idea de irnos por el agua! —dije yo—. Es lo más rápido…

—Y más suave… —dijo el Japo que estaba más rasguñado que un banco de colegio. La verdad es que todos teníamos cara, piernas y cuerpo bien estropeado.

Hicimos unas canoas con cáscara de árboles, las ensayamos y aterrándonos fuerte cada uno a la suya, nos largamos al agua con tilimbre de risa. La corriente nos llevaba a todo chancho, saltando entre las piedras, tropezando y tambaleando entre raíces y troncos, chocando y dando brincos en olitas sulfurosas.

Vimos pasar bosques y más bosques, pájaros raros y ejércitos de bandurrias formando arcos en el cielo. Unos tiuques inmensos e insolentes nos seguían como queriendo atacarnos, pero el Bartolo, con su lengua relámpago, los espantaba desde el agua.

Todo se volvía ruidos y chapoteo, salpicadas y enredos de canoas.

Entre el alboroto de gritos y demases, estoy casi seguro de haber oído allá lejos la voz de mi mamá llamando: «¡¡Papeluchooo!!».

Pero no había caso de frenar las canoas. Cada vez la corriente nos tiraba más lejos y ahora los árboles se veían como un solo borrón. El viento nos doblaba atrás las orejas y a cada rato había que agachar la cabeza para que no la cortara alguna rama.

—¡A este paso vamos a caer al mar! —chilló Cote.

—Menos mal que el mar tiene playa —grité yo— y en las playas hay siempre pescadores y mariscos.

Junto con decir esto ¡zas! Un tirabuzón de remolino… Olas, peñascos, vertientes desde el cielo, acantilados de rocas lujurientas, volteos y tornillos de corriente alterna.

El primero en elevarse en una ola gigante, fue Andi Panda, que salió disparado contra el cielo y anduvo desapareciendo unos minutos… Pero volvió a caer entre las olas muy aferrado a su canoa gloriosa. Y tras él, enredadas las canoas del Sedri con el Rodri, se dieron vuelta en el aire y siguió viaje. Parecía un avioncito de mar, las dos canoas como alas. El Negro y yo quisimos imitarlos; con los brazos abiertos nos pescamos de los hombros ajenos, agarrados con fuerza de orangutanes, firmes las piernas de cada uno en su canoa. Pero llegaron el Cote y el Japo a hacer lo mismo y ahí se armó la crema. Logramos librarnos del enredo de piernas y canoas y ensayamos de nuevo. Con la potente intención de no morir, nos elevamos con otro remolino, bajamos y volvimos a subir hasta el cielo y así, subiendo y bajando al galope en las olas, sentíamos lo que siente un astronauta, sin gravedad o con y volviendo a tenerla golpe y golpe.

Resulta que de repente se nos acabó el asunto. Un mar inmenso, sin orillas de ramas ni de bosques, nos columpiaba con blandura.

El Negro metió la mano adentro y se la llevó a la boca:

—¡Oye! —dijo—. Este mar no tiene sal. A lo mejor es el Mar Muerto…

—Si es el Mar Muerto, floto —dije yo, y me tiré sin soltar mi canoa. Pero me hundí definitivamente. Se ve que no era el mar ese, y a no ser por el Negro que me pescó de las mechas y me ayudó a salir, ahí mismo me ahogo.

—Lo que pasa es que debe ser un lago del sur —dije escupiendo agua hasta por las orejas.

Suspiramos con pena. Ya que estábamos en plena aventura acuosa, habría sido más refulgente un océano de verdad y poder llegar a islas desconocidas. Habría sido choro encontrar una cápsula flotante de esas que se han perdido…

Miramos con desprecio estas aguas sin sal ni peligros, sin siquiera tiburones ni ballenas. Los otros, allá adelante, se reían felices, y despistados, convencidos de que iban a llegar al otro lado del mundo. No valía la pena desconvencerlos y tampoco era fácil, porque ya estaban lejos.

Por suerte se levantó una ventolera y las olitas suaves se alborotaron grandes y violentas, y como si las canoas fueran veleros, nos arrastró una corriente a todos a un rincón. Ahí nos juntamos como en islita flotante de canoas chocadas y enredadas.

—Viene un huracán —dijo el Negro y se le pusieron bien redondos los ojos—. Un temporal en el lago es cosa seria —explicó.

Más vale que no hubiera dicho nada, porque las caras de todos se pusieron bien jaras y estupidizadas. Por suerte no había tiempo de seguir conversando, sino que apenas podíamos sujetarnos cada uno en su canoa. Se llenaban de agua y con el mismo bailoteo se vaciaban sólitas.

El único tranquilo era el Bartolo y le sacaba la lengua al mismo huracán.

Cuando menos pensábamos, ¡zas! un tremendo sacudón y las siete canoas rechinaron chocando para quedar completamente autógrafas. Molidas. Puros pedazos y nosotros enrollados entre sus cáscaras.

¡Pero estábamos en tierra!

Empezamos a desenchufarnos unos de otros tratando de saber de quien era una pierna, un brazo o un cogote, pero felices de estar en tierra firme.

—¡Bendito huracán! —Dijo el Negro—. Por él nos salvamos…

—Chitas que eres mamerto —al Andi Panda le gustan los peligros.

—Yo tengo la esperanza de que no estamos bien salvados —dije—.

Total no sabemos ni dónde estamos ni si hay caníbales aquí —trataba yo de animarlos.

—Aunque sea un lago del sur, puede haber una tribu del tiempo de los indios, que no esté civilizada… —dijo alguien.

—No hay caminos ni seña de excursionistas intrusos. No tiene nada de raro que algún nieto de Lautaro haya salvado su tribu de la civilización.

—¡Qué choreza sería! —suspiramos.

—Habría que buscar armas para defendernos —dijo alguien.

—Con el Caupolicán y el Bartolo no hace falta armamentos.

Pero, por si las pulgas, nos dedicamos a buscar palos filudos para fabricar flechas. El viento se había ido a otro lado y la recogida de flechas fue bien rotunda. Como nadie tenía cordeles ni cuestiones de esas, cada uno tiridizó su camisa retorciendo las tiras para usarlas como cordeles y armamos así los arcos. Disparaban de lejos…

—Hay que envenenar las flechas —dijo el Andi— para que sean mortales.

—El Bartolo puede hacerlo cuando llegue la hora de guerrear. Primero hay que encontrar al enemigo. No hay que gastar la radioactividad del Bartolo.

Con las flechas bien metidas en la parte de atrás del pantalón y el arco al hombro, partimos por las selvas con el oído intento para sorprender nosotros primero al enemigo.

Mirábamos los árboles esperando ver saltar de entre sus ramas alguna fiera desconocida y antidiluviana. Pero nada. El cuchillo del Sedri volvía a funcionar abriendo paso y los pechos y espaldas otras vez se iban poniendo rojos de rasguños y demases. Al Japo le salió sangre de uno de ellos y aprovechamos para hacernos dibujos, pintarnos la cara y parecer apasionadamente feroces.

Pero otra vez empezaron a sonar las tripas lujuriosamente. Daban ganas de volverse a la casa y comer aunque fuera un pan duro.

—Busquemos alguna ensalada —dijo el Negro—. Total si le falta aceite, limón o sal, al ratito nos acostumbramos.

Y ahí mismo encontramos una mina de berros, fresquitos y sin uso. Nos tiramos al suelo y para no perder tiempo, mordisqueamos igual que las ovejas, en su propia mata, hasta quedar bien llenos. Y el berro es pura vitamina, porque nos levantamos sintiéndonos la muerte y listos para la peor batalla.

De repente, descubrimos un coleóptero raro, pero lindo, de color tornasol. El Negro fue a tomarlo y le salió un olor fétido, así que lo dejó irse con toda su hediondez. Cada uno tiene su modito de defenderse en este mundo.

Y cuando menos pensábamos, crujió el gancho de un árbol y saltó un puma gigante. (Claro, gigante al lado del Caupolicán, pero bastante grandote y medio flaco). Por suerte saltó a otra rama y todos soltamos el susto que nos habíamos tragado… Pero, justo cuando ya nos creíamos seguros, ¡paff! crujió el suelo y gruñeron montones y montones de pumas rugientes e inflamables. Parecía una horrible pesadilla. La selva se había llenado de fieras y de ojos furiondos, de hocicos llenos de jugos comilones…

— ¡Apuntar y disparar! —chilló el Cote creyéndose jefe.

—¡No! —grité yo—. No asustemos a los pumas… Hay que parlamentar con ellos.

—Guardemos las flechas por si nos atacan los indios… —dijo el Japo.

Pero en ese momento uno de los pumas avanzó blando pero rotundo y nos mostró sus dientes. Fue como una orden, y todos los demás abrieron sus hocicos llenos de dientes filudos y ojos refulgientes, avanzando… avanzando… cataclípticamente.

Muchos de la banda dieron un paso atrás, pero otros no tu vimos miedo y avanzamos igual. Bartolo se me había enroscado en la cintura y yo llevaba al Caupolicán en los brazos. Un valor genial me recorría el espinazo.

El puma jefe se me enfrentó nauseabundo y abrió su choro hocico.

Yo no me moví y le alargué al Caupolicán, para que él parlamentara.

En realidad pensaba en ese momento que si el Caupolicán les explicaba algo a los pumas momios, los convencería de que éramos amigos y hasta podríamos llevarnos a varios con nosotros para darle compañeros al Caupolicán, tan huérfano.

Pero el Caupo, en vez de explicar, se quedó sintético. No dio un paso ni adelante ni atrás.

Los de la banda quedaron suspendidos, esperando, pero listos para atacar o arrancar. ¿Dónde iban a refugiarse si los pumas se trepan a los árboles? Más valía seguir parlamentando…

Mi corazón marca pasos iba haciendo sentir cómo corría el tiempo.

Yo le pedí socorro al Bartolo y él respondió.

No sé cómo logró alargarse tanto ni con qué se hinchó como una inmensa salchicha de colores fulgurantes, sicodélicos, quemantes. Su cabeza avanzó algo como un kilómetro y de su lengua de fuego empezó a salir una cuestión como laca diabólica pulverizada.

El puma jefe dio un paso atrás y cerró su hocico. Los otros lo imitaron. En el fondo a mí me dio como desengaño: el puma es tan valiente y tan chileno. ¿Podría tenerle miedo a un simple culebro como Bartolo?

Entonces comprendí que transmitía. Nosotros no tenemos carácter de animales y por eso no entendemos algunas de sus cosas. El Bartolo estaba haciéndole ver a los pumas que nuestra banda era una banda amiga y un poco perdida en el sur de Chile. Los pumas le habían entendido y nos dejaban en paz.

Sin ninguna ceremonia perdían todo interés por comernos o atacarnos y se volvían por distintos caminos…

Quizá el Bartolo les dijo que no teníamos carne sabrosa para pumas.

A medida que retrocedían los pumas, se desinflaba el Bartolo hasta quedar ídem que antes. En cambio el Negro y Cote se inflaron de protesta.

—¡Qué se han creído los pumas que no tenemos carne! —dijo uno.

—¿Y dónde dejan los músculos choros míos?

—¿Y mi sangre llena de violencia? Debe ser exquisita.

Pero los pumas no se habían ido. Se habían escondido y nos miraban raros… Yo pensé que eran desconfiados de nosotros. Y quise darles confianza. Me acerqué a uno amigosamente, pero gruñó. Los de la banda me garabatearon.

—¡Tarao!

—¿No ves que se están puro dominando?

Total le hice cariño al Caupo para mostrarles que éramos buena gente.

En ese momento el Bartolo, flaco y todo, partió haciendo tobogán por la selva y tuvimos que seguirlo. Era nuestro guía. Los pumas se apartaron entonces para darnos paso y se quedaron mirándonos mientras nos enredábamos entre las ramas y demases. Parecían estar montando guardia. Quizá era su guarida y nosotros fuimos unos intrusos.

Seguimos caminando hasta llegar a un campo sembrado de extraños seres. Cuestiones sin vida, bastante antidiluvianas, especies de esqueletos de profetas fallecidos antes de Cristo. Porque tenían unos cuernos grandes.

Bastante inmensos que seguramente usaban como armas en los tiempos de entonces. Yo pensaba en la media sonajera y el medio enredo que se armaría cuando entraban en la batalla. Porque batalla hubo, y tan tremenda que todos quedaron de función.

—¡Chitas la batalla esta! —dijo el Sedri.

—Son esqueletos… —dijo Andi Panda—. Sin olor…

—Esqueletos de ciervos —dijo el Negro.

—¿Siervos de los españoles? —pregunté.

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