—¿Tu casa? —preguntó el Japo sorprendido.
Pellín dijo que «sí» con la cabeza.
—¿Eres príncipe? —le preguntó el Sedri. Y Pellín no dijo nada, pero cerró sus ojitos de ojales como si fuera un sí.
—¿Podemos verla? —Andi Panda no se aguantaba las ganas de entrar a ese castillo hecho de piedra, con subterráneo, cañones de verdad y foso choros. El Pellín debía ser muy feliz de vivir ahí. ¿Dispararía alguna vez esos cañones?
Nos llevó a dar la vuelta alrededor del castillo y nos mostró el calabozo para los prisioneros, que era un horrible hoyo. Tuvimos que bajar una escala hecha en la tierra, pero tremenda de larga…
Si Pellín era príncipe, ¿dónde estarían sus soldados y dónde los prisioneros para ese calabozo? Pellín mostraba todo pero no explicaba… Ni siquiera nos llevó a su dormitorio ni a ver su corte. Me estaba sonando raro. Un príncipe sin corte ni soldados, y un castillo sin gente… Una isla desierta y un puro príncipe ahí solitario…
Mientras los otros hurgueteaban los cañones, yo me acerqué a Pellín y le dije en su oreja: ¿Cómo se llama esta isla?
—Isla Mancera —dijo—, río Tornagaleones y Valdivia —volvió a indicar con su uña rosada.
Así que era isla y este castillo de Mancera a lo peor no era tan maravilloso sino que una pura ruina… Pero, ¿qué pito tocaba ahí el Pellín? ¿Sería una momia de verdad? ¿O quizá un ánima…?
—Quiero ver dónde duermes? tú… —le dije al Pellín.
—¿Por qué? —preguntó.
—La cuestión de la curiosidád…
Se quedó pensaroso y después dijo:
—Cuando es noche yo duermo —y nada más.
Así que no era príncipe; no tenía dormitorio… Tampoco tendría lacayos con bandejas ni lanzas, ni menos trono o cosa por el estilo. ¿De qué le servía el castillo, entonces?
Saqué la cuenta de que si no le servía a él, podría servirnos a nosotros, estando desocupado. Ahí podíamos instalarnos y reconstruir la capilla, la casa del castellano y usar el calabozo para criar animales. Teníamos mucho que hacer. Pero la banda se había largado a recorrerlo todo y gritaban jugando a guerrilleros, saltando de un muro a otro, cayéndose a los fosos, etc.
El Pellín le había perdido el susto al Bartolo y le tocaba poco a poco la cola. El Caupo no se apartaba de mi lado.
Quise llamarlos a todos para organizar un plan, pero nadie me oía.
Trepé al muro más alto con el Pellín y desde ahí les grité…
¡Nada! Seguían su guerra churumbélica y estaban completamente sordos. Yo miré alrededor y vi otra vez mar por todos lados.
—¿Todo mar? —dije mostrándole el agua que rodeaba la isla.
—No —dijo—, Tornagaleones…
Pensé: el Pellín es mapuche. A lo mejor en mapuche Tornagaleones es mar… Y a lo peor tampoco sabe lo que nosotros llamamos isla… Otra vez el problema de las olas y temporales y canoas. Por ahora era preferible vivir en el castillo un tiempo hasta que se nos olvidara lo que es luchar con las olas. Lo mejor sería trazar mi plan con el Pellín y después explicarles a los otros el asunto y lo que íbamos a hacer.
—¿Tú vives solo aquí? —le pregunté. Tenía que averiguar si la demás gente del castillo habría salido de paseo y podía volver. Pellín se rió con su risa misteriosa sin contestar.
—¿Eres guardián del castillo?
—No. Huecuvi…
—¿Huecuvi? ¿Dónde está?
—Nunca se sabe —dijo—. Mejor no verlo…
¿Quién sería Huecuvi? Si era mejor no verlo, que se quedara desaparecido…
Yo quería explicarles a los otros la cuestión del Huecuvi desaparecido y que era él el guardián del castillo. Pero nadie contestaba a mis gritos y poco a poco me di cuenta que también toda la banda había desaparecido… ¿Los habría hecho aire el Huecuvi? ¿Se habrían perdido para siempre? ¿Qué iba a hacer yo ahí solo? ¿Dónde estarían todos? ¿En algún mundo brujo o convertidos en piedras o cañones? Me empezaron a picar las pestañas, algo así como que no me cabían los ojos en su hueco. Y también, yo que nunca tuve manzana de Adán como Javier, ahora tenía una que subía y bajaba a cada rato…
Ahí estaba yo solo, muy dueño del castillo de Mancera en medias con Pellín y dos amigos que ni hablan: Bartolo y Caupolicán. ¿Qué haríamos?
Conseguí tragarme la maldita manzana y le pregunté a Pellín:
— ¿Dónde están mis amigos? ¿Los robaría Huecuvi?
Pellín se puso casi blanco, él que tenía un color lindo de ladrillo.
Pensé que no le caía bien Huecuvi, por eso le pregunté:
—¿Malo Huecuvi?
—Malo, malo… —dijo y se cruzó las manos sobre el pecho.
La cosa se iba poniendo fea. Si Pellín, que vivía en ese castillo, le tenía tanto miedo a Huecuvi y si Huecuvi andaba suelto… Bueno… Traté de consolarme pensando que las aventuras sirven por lo menos para contarlas. Saqué pecho y decidí ser valiente:
—¿Brujo Huecuvi? —pregunté rezando para que me dijera que no.
—Huecuvi mismo malo —dijo emblanqueciéndose otra vez. ¡Chitas! La cosa se ponía cada vez peor… Y no crean, mis queridos radioescuchas, que porque cuento el cuento no era eso tremendo. ¡Casi no lo cuento!
Se me pararon los pelos y al Caupolicán ídem. Parecía un pelotón redondo de pura pelería, y el Bartolo se largó a disparar su lengua metralleta, y a mis piernas le empezaron a sobrar las rodillas que chocaban…
—Tú… tú… tú… tú… —no me salió la palabra.
Ensayé de nuevo.
—Huecú… Huecú… Huecú… — ¡Nada!
—¿Será el dia… dia… diablo? —pregunté por fin
Pellín dijo «sí» con la cabeza.
No crean que yo tenía miedo. Era mucho peor. Eso que sienten los héroes y hasta los más valientes cuando tienen delante un fenómeno ultraterrestre, de esos invencibles.
Miré al castillo y pensé que no era tan atroz convertirse en cañón o en piedra de la casa del castellano, o a lo mejor de la capilla. Total una piedra no se mueve ni tiene hambre. Uno es piedra definitivamente. Me consolé y le pregunté al Pellín:
—¿Cómo saber si el Huecuvi anda suelto por aquí? ¿Te atreves a recorrer el castillo? Tenemos con nosotros un puma y un culebro supersónico —y conseguí sonreír. Es lo bueno de cuando otro tiene más miedo que uno, se hincha uno de valor para darle al otro.
Le di la mano al Pellín. Era una mano media tiesa, y parecía más chica que la mía. Él se había achicado bastante ahora… Caminamos.
Primero bajamos los escalones de tierra que iban al calabozo.
No había nadie. Fuimos a la capilla y llamamos. No contestó ninguno. ¿Podrían contestar las piedras? Cada vez me iba convenciendo más que todos se habían convertido en piedra. Nadie de las familias de los de la banda lo sospechaba. El Japo tenía un hermanito chico que lo quería mucho… ¡Pobre Japito! con un hermano convertido en piedra y sin tener ni la mayor idea.
Entramos a la casa del castellano. El Caupo se me había trepado a los brazos y tenía frío. El Bartolo se enroscaba y desenroscaba como tornillo suelto. La casa del castellano estaba desierta.
Pero encontré en ella un hueso de ciervo de los que usábamos antes de llegar. Los de la banda habrían pasado por ahí antes de convertirse en piedras. Al menos era una pista.
Con el hueso-lanza comencé a escarbar entre los huecos de piedras. De repente saltó algo brillante… Tuve miedo que fuera el ojo de alguno de la banda. Podría ser del Sedri… que los tiene tan grandes. Ni me atrevía a mirarlo. Un ojo es un ojo y da respeto. Por fin me decidí. No era un ojo, era una piedra, quizás si preciosa o hiper-valiosa. Serviría para el collar de alguna reina petrificada. Yo, nada que ver con reinas, pero, por si las pulgas, la guardé. Seguí escarbando. Otra piedra, de un rojo maquiavélico, pesada como bala, y también la guardé. Me servían para cuando yo fuera piedra: tendría algo distinto de las otras. Yo, al menos, me reconocería.
Aunque registrábamos todo y corríamos de un lado a otro, me empezaba la angustia de los demás. Hasta que por suerte encontramos en la casa del castellano, una cueva misteriosa. Era como para ratones gigantes y oscuros tremendos. Daba tilimbre asomarse y el Pellín remecía la cabeza como una coctelera.
Yo, todavía valiente, metí la cabeza, estirando el cogote como si fuera el Bartolo, para no meter nada de mi cuerpo. Creí oír algo raro. Era como un guru-guru de agüitas sonrisosas. ¿Sería otra vez el Tornagaleones o chucaos marinos?
Le dije al Pellín que se asomara y como él no se atrevía, puse al Caupo en la puerta de la cueva. Partió hacia dentro muy tranquilo y no volvió nunca más. Así que obligados a esperarlo o entrar para sacarlo.
Me persigné y partí por el hoyo. Es lo malo de hacerse el valiente: tiene uno que seguir siéndolo aunque se arrepienta.
A medida que avanzaba, los gorgoritos se hacían cada vez más gordos… Y cuando más susto daba, de repente reconocí la risa de Andi Panda. Y también la del Japo, que es como salpicón. ¡Eran ellos, los muy taraos, escondidos de mí!
Así que me estaban jugando chueco.
Se habían arrancado para dejarme solo.
¿Se reían de mí? Yo iba a reírme de ellos, haciéndome el que ni me había dado cuenta que estaban desaparecidos. Ni siquiera sentí la felicidad de saber que no era el Huecuvi el que la revolvía. La rabia que tenía con ellos me tapó la alegría. De ahora en adelante, el Pellín y yo íbamos a formar una banda propia secreta y mapuche. No los veríamos nunca más.
—Tú y yo amigos —le dije al Pellín.
—Mucho mucho —dijo sonrisoso.
—¡Ellos no! —apunté hacia la cueva definitivamente.
—¡No! —repitió el Pellín por fin serio.
—Tú y yo banda Panguipulli —le dije.
—¿Sin Pangui? —preguntó. Se me había olvidado que pangui es puma en Mapuche, y panguipulli, tierra de ídems. El Pellín tenía razón: si no estaba el Caupo, no le venía el nombre a nuestra banda.
—¿Cómo llamarla? —pregunté.
—Paillaco —dijo y me apuntó el agua.
Mientras yo pensaba qué podríamos hacer los dos sin ellos, oí allá lejos un sonido de campana. Era una cosa un poco musical, como sonora y suave, sin nervios ni mandato, difícil de explicar. Algo como si un picaflor chocara con la luna.
—¿Qué es eso, Pellín?
En sus medias palabras de chileno y mapuche me explicó que era una campana de oro. Parece que hace muchos años, en tiempos de los españoles, y justo cuando ellos hicieron el castillo de Mancera, amontonaron mucho oro y, para que estuviera seguro, lo fundieron en una inmensa campana. A los araucanos les cargaba el oro, porque eran distintos de la gente de ahora que pelea por él. El oro los había hecho sufrir… Tampoco querían que lo tuvieran los españoles. Así que un buen día, mientras los españoles andaban de picnic, se robaron tranquilamente la campana de oro y la echaron al río Calle Calle. Este es un secreto, que me contó el Pellín, un secreto de nuestra banda secreta Paillaco, y uno de estos días, cuando tengamos tiempo, la vamos a ir a sacar. Porque parece que esta campana tañe algunas veces, al anochecer, cuando va a pasar algo choro aquí en Mancera. Si suena con tañidos de oro es mejor que cuando parece puramente de plata, que es un modo de disfrazarse.
Hablando con el Pellín, me había olvidado que ahora yo era enemigo de la banda de los Pumas, y cuando vi acercarse al Sedri con el Caupo y los demás, olvidé ponerme en guardia. O sea en facha de ataque.
Venían sudorosos y mugrientos, con los ojos plomizos de tierra y las pestañas blancas con hartas telarañas.
Yo me hice el que no notaba su disfraz.
Empezaron a sacudirse y a fantochear y tirarse pinta de lo tremendo que era trepar por la cueva hacia afuera, de lo sofocante que era dentro, de la tierra que había y chorreaba encima de ellos, de los tesoros que habían encontrado.
No les dije ni pío de la campana de oro ni de la misteriosa banda Paillaco del Pellín y yo.
—Te encantará allá dentro —dijo el Negro revolviendo sus ojos lacrimógenos de telarañas.
Yo arrespingué los hombros con un «na que ver» de esos que sacan pica.
—Estamos seguros de que ahí hay tesoros… —dijo el Cote.
—¿De éstos? —pregunté desprecióse, mostrando las piedras que tenía guardadas.
Los seis se me vinieron encima, a tocarlas, a morderlas, a pesarlas. Los ojos les daban vueltas como hélices.
—¿Dónde las encontraste?
—¿Tienes más?
—Son piedras preciosas.
—¡Hemos descubierto un tesoro!
—Al pasito —interrumpí yo—. Uds. no han descubierto nada… Estas piedras son mías.
—Bueno, pero tú eres el jefe de la banda, el jefe de nosotros. Así que son de todos…
— ¿Desde cuándo soy jefe? —pregunté.
Se miraron los seis y con ojos cataclípticos dijeron:
— ¡Desde ahora!
—Así que yo soy jefe porque tengo un tesoro… —dije pensando fuerte para estar bien seguro. De todos modos me convenía ser jefe, porque el que manda, manda y se acabó. También es muy aburrido estar peleando con los amigos. ¿Qué sacaba con mis tesoros y mis piedras preciosas? También no me aguantaba las ganas de contarles la cuestión de la campana de oro… Y cataplún, se las conté.
A medida que hablaba, sentía que ellos se iban poniendo como más chicos, o quizás si yo más grande, pero me sentía más duro y ellos más reverentes. Yo tenía esa cosa que llaman «vanidad» de que le hablan a uno. Pero yo creo que es vanidad cuando no hay motivo y no es vanidad cuando hay. Y yo tenía motivo.