Pasiones romanas (15 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Ignacio respiraba tranquilo a su lado. El cuerpo amado se transformaba en una presencia extraña. Tensa, se esforzó por relajar los músculos: los tobillos y las piernas, el nudo del vientre. Se adormeció de madrugada, cuando ya se intuía la claridad. Antes de cerrar los ojos, la vio. Camille, la hermana, la desconocida, le daba la mano para que conciliara el sueño.

TERCERA PARTE
XI

Empezó un tiempo feliz. Una época de proyectos que se concretan después de haberlos soñado largamente. Nunca habría creído que fuera posible alcanzar la felicidad sin encontrar resquicios. Ignacio le ayudó a vencer los recelos, aquella hebra de reticencia que se esconde en el corazón para repetirnos que no puede ser, que la ilusión falsea la vida. Le decía mil veces que no existían las dudas. Hay frases que acompañan al amor. Son expresiones que los amantes pronuncian convencidos. Esas frases se firmarían con la propia sangre. Deseaban un amor eterno que traspasara los límites del tiempo y del espacio. Era el egoísmo de quienes lo quieren todo al instante porque los empuja la urgencia del otro. Sentían la necesidad de verse, la prisa por abrazarse. Después de Lavardens se hacía difícil volver a recluirse, actuar como si el miércoles fuera el único día de la semana, resistir la espera. Creyeron que se merecían ese amor. No era una cuestión de méritos ni de voluntad, sino la certeza irracional de que era su momento para amarse. Se habían acabado los dobles juegos, el disimulo que mata la energía de vivir, las mentiras que nos traicionan incluso antes de decirlas, la obligación de confundirse con las sombras.

Cuando Ignacio le aseguró que había decidido separarse, ella enmudeció, como si no se lo acabara de creer. Lo que hemos deseado con fuerza parece irreal si se hace posible. El corazón le pedía que se dejara llevar por la alegría; una alegría en estado puro que no se parecía a ninguna otra sensación de gozo conocida, sino que se relacionaba con los sentimientos de la infancia. La niña que fue había vivido obsesionada por descubrir la vida. Se sumergía en ella sin miedo porque nada la asustaba. Todavía no se había dado cuenta de que los demás podían amenazar o destruir nuestros sueños. Creía que las cosas que se deseaban con intensidad se conseguían. No temía los obstáculos, ni había aprendido a mentir. Con los años, llegó a pensar que la inocencia es sinónimo de estupidez. Las personas mienten por necesidad, como un subterfugio para sobrevivir. Recordaba el cielo de sus siete años. Le parecía de un azul imposible. Los colores de la isla oscilan entre la realidad de los sentidos y las invenciones que propicia el mar. Con Ignacio recuperaba el cielo y el mar.

Le dijo que había hablado con Marta. Intentó convencerla de que amaba a otra mujer, de que no quería continuar manteniendo una historia de ficción que existía sólo de puertas afuera. Ella no había querido escucharle. Se negó a comprenderle: le miraba desde muy lejos. Reaccionó con una mezcla de dolor e indignación. Predominaba la rabia porque había demasiadas cosas que perder. Dana se preguntaba qué lugar ocupaba Ignacio en la lista de las pérdidas. Se lo preguntaba en silencio, decidida a no intervenir en la ruptura. Estaba tranquila. Nunca se sintió culpable de la separación. Podía comprender el dolor de la otra, la impresión de robo, porque había cometido el error de creer que la vida de alguien puede ser una posesión. Había vivido vencida por la inercia de un mundo fácil, pensando que todo le pertenecía por derecho y gracia de su persona. No hacía falta luchar por el amor, porque el sentimiento se había convertido en un acuerdo de comodidad compartida, de bienestar familiar, de pacto con la sociedad.

Los hijos reaccionaron con toda la violencia de la juventud. Hay jóvenes que pueden ser más dogmáticos que la gente mayor. Cuando la propia vida está llena de dudas, se construyen un entorno de certezas, se aferran a ellas con la desesperación de quienes no tienen demasiados recursos frente a la adversidad. Las personas que han vivido intuyen que tienen que ser flexibles como las ramas de los árboles en las tormentas. Sólo así podrán sobrevivir, crecer, fortalecerse. Eran dos adolescentes que adoraban a sus padres. Habían recibido afecto y generosidad. Ignacio había trabajado toda la vida por ellos. Les dio la mejor educación, la mejor casa, las mejores vacaciones. Toda la dedicación personal de un hombre comprensivo con las flaquezas de los hijos, siempre dispuesto a la conversación, incondicional a sus deseos. Cuando les pidió que entendieran el amor que vivía, reaccionaron con dureza. Fueron intransigentes con un padre que nunca les había enseñado a serlo.

Le dijo que no le importaba. Con el tiempo llegarían a entenderle. Mientras, vivirían amándose:

—¿Serás capaz de soportar que te den la espalda, que se nieguen a verte?

—Son casi adultos. Les he dado la vida, pero no puedo morir por su causa. Si me alejan de ti, me matan. Lo tienen que comprender.

—Palma es una sociedad pequeña. Por fuerza, el rumor se hará público. Habrá gente encantada de difundir la noticia. Dirán que soy una mala mujer. No me importa en absoluto. Pero, ¿y tú? Siempre has vivido pendiente de la opinión de los demás. Has vendido la imagen de hombre serio, de padre de familia responsable.

—Soy todo eso. No he renunciado a serlo. Estoy decidido a no hacer una exhibición pública de nuestro amor. No quiero herir a mis hijos; tampoco pretendo humillar a Marta. Actuaremos con discreción pero con firmeza. Despacio, pero no daremos pasos atrás.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente.

—Estoy acostumbrada a vivir nuestra relación entre sombras, a escondernos, a actuar como si fuéramos culpables de un extraño pecado. He pensado muchas veces que sería feliz de poder llevar una vida normal contigo. No sé, cosas sencillas: ir al cine o a un restaurante, caminar por el paseo Marítimo. Seré paciente. Sabes que puedo tener toda la paciencia del mundo. Si quieres que actuemos sin prisa, respetaré los ritmos que me indiques. Para mí, la separación es un gran paso. Nunca me había atrevido a pedírtelo. Pensaba que tenía que ser una decisión tuya.

—Te lo agradezco, pero estoy convencido de lo que hago. Tú no eres mi amante, sino mi mujer.

—¿Y Marta?

—Hace demasiados años que compartimos cartelera en una curiosa película. No sé si era una comedia italiana o un drama con un tinte de opereta. Somos dos actores que han sabido interpretar bien sus papeles. Estoy harto de hacer teatro.

La felicidad es difícil de describir. Cuesta definir la sensación de plenitud que te puede invadir justo al despertarte. Todas las mañanas, Dana se preguntaba si lo había soñado. Durante algunos segundos, vacilaba en un estado de duda. Entonces sonreía, porque era cierto. Tenían la existencia entera para inventarse. Los proyectos que habían hecho irían tomando forma, adquirirían la consistencia de la vida. Los deseos que nunca se realizan quedan escritos en el cuerpo. Estaba segura: dejan en la piel una marca, una huella de impotencia. Cuando se concretan, dan alas. Estaba dispuesta a emprender el vuelo. Echada en la cama, notaba la claridad que entraba por la ventana y la abrazaba. Se dejaba envolver por la luz. Se sumergía en ella como si estuviera hecha de una materia resplandeciente. Cerraba los ojos mientras se sucedían las escenas en el pensamiento. Desfilaban con una velocidad prodigiosa. Ignacio y ella compartiendo el mundo. En una secuencia, andaban por Palma. Iban cogidos de la mano, con el aire tranquilo de quienes no se esconden de nadie. En otra, tomaban una copa en un bar de la Lonja. Debía de ser verano, porque la fachada de piedra se proyectaba en el suelo. La gente tomaba el fresco en las terrazas. Una mañana de sábado aparecía ante sus ojos. Recorrían las Ramblas y él le compraba una rosa amarilla. Le hablaba al oído mientras Dana se moría de risa. La carcajada sonaba alegre como el agua de una fuente. Entraban en una galería de arte, se paraban delante de un cuadro. Compartían la fascinación de los descubrimientos. Hacían cola en un cine, andaban por la playa, entraban en una tienda de ropa. Se sentaban en un banco de la plaza de la Reina, recorrían el parque del Mar, los jardines del Huerto del Rey. El pensamiento iba deprisa. Las visiones se alternaban sin orden ni concierto. Se precipitaban en una loca carrera. Las estaciones se mezclaban: era verano, pero en seguida se imponía el ocre del otoño, la desnudez del invierno o la suavidad de la primavera. Ocurría de una forma parecida con las horas del día: la noche ocupaba el lugar de la mañana, y el mediodía convivía con el crepúsculo.

Se preguntaba si tendrían vida suficiente para hacer todo cuanto imaginaba. Tenían que recorrer muchas tierras, pisar calles. Encontrarían gente que envidiaría su amor. Tenían que vivir historias que podrían contar a los demás, compartirlas como si fueran tesoros. La riqueza de lo que se ha vivido intensamente. Acostada entre las sábanas, estiraba los brazos, abría las manos hasta que las palmas se asemejaban a una concha. Cuando se sentía feliz, su cuerpo estaba hecho de olas. Entre los labios abiertos, el sabor del agua.

Ignacio hizo las maletas. No es sencillo introducir media vida en un espacio reducido, pensar qué nos llevamos, qué objetos son imprescindibles. Dejó los cuadros, los muebles. Seleccionó los enseres personales. Colocó la ropa de cualquier manera, con prisa. Percibía cien ojos vigilando sus movimientos. Se sentía incómodo. Rápidamente, abrió cajones, armarios, ficheros. Es curioso cómo la vida se escribe en las cosas. Todo lo que había vivido le salía al encuentro en cualquier nimiedad: un papel olvidado, la fotografía que nos muestra el propio rostro sonriente junto a los que pretendemos dejar atrás; extrañas contradicciones en las que se junta pasado y presente para confundirnos. Vio un retrato de Marta, de cuando tenía veinte años y un universo de promesas. Las imágenes de los hijos todavía pequeños. Perdió un rato en la biblioteca. ¿Qué libros de los que le habían acompañado a lo largo de su vida se tenía que llevar? Era una elección complicada. Cada volumen representaba un descubrimiento. Mientras pasaba las páginas, el olor a la tinta y la textura del papel le devolvían antiguas imágenes.

Una lenta melancolía iba ganando su voluntad. No era un hombre que exteriorizara fácilmente lo que vivía, pero nunca le había gustado entretenerse en hurgar en sus propios sentimientos. Se apresuró a acabar de hacer las maletas con rapidez. No lo pensó mucho: llenó una caja de cartón con unos cuantos libros, dobló las camisas, desperdigó las corbatas. Recogió algunas carpetas, y pocas cosas más. Nunca había estado demasiado atado a las pertenencias. Le gustaba vivir bien, pero no convertía la comodidad en una razón de vida. No le resultaba difícil prescindir de los objetos que le habían acompañado. Sabía que no echaría de menos los cuadros que había ido coleccionando durante años, las piezas de arte, los muebles que le gustaban. Podía hacer tabla rasa, porque la nostalgia sólo tenía sentido en las personas. Añoraba el cuerpo de Dana, pero podía abandonar el piso donde había vivido. Marta estaba en el sofá, deshecha en llanto. Los hijos permanecían junto a ella, como si formaran un escudo humano, hostil al que se marchaba, protector de su víctima. Se alegró: era mejor que estuvieran junto a Marta, ella los necesitaba. Él no tardaría en recuperar su afecto. Les había enseñado la fe en la libertad de los demás. Esa creencia germinaría de algún lugar. Se reencontrarían.

Se instaló en un hotel cerca del despacho. No dijo a demasiadas personas que había cambiado de vida. No aumentó la frecuencia de los encuentros, que continuaron de forma clandestina. Mientras los días pasaban, procuraba trabajar mucho. Ella no le hizo preguntas. Se limitaba a esperar, con una ilusión que, a veces, creía que se convertiría en un río que se desborda. Cuando se veían, le preocupaba que no estuviese bien, que no se alimentara adecuadamente. Sabía que mantenía un ritmo frenético de trabajo. Habría querido estar a su lado, hacerle compañía, pero Ignacio prefería vivir los primeros días en soledad. Al mismo tiempo, temía perturbarle, en un período de cambios. Le costaba encontrar el punto justo de su presencia. Tenían que aclarar la situación, decidir adónde se trasladaría cuando fuera capaz de abandonar aquel refugio temporal, conversar con algunas personas de su estricta confianza. Se llamaban: la despertaba todas las mañanas; se despedían antes de dormirse. Él se esforzaba por transmitirle una imagen de confianza en un futuro próximo, de ganas de vivir.

Dana tampoco se lo contó a demasiada gente. Incluso aunque parecía extrovertida porque tenía un carácter alegre, era reservada con las historias del corazón. Las situaciones que le afectaban quedaban ocultas en un rincón profundo, del cual no resultaba sencillo rescatarlas. Prefería callar el entusiasmo, porque las palabras no tenían bastante fuerza para describir lo que vivía. Actuaba con la precaución de los animales que protegen su madriguera. Se movía con la habilidad de quienes escuchan antes de hablar, de aquellos que no dan pistas sobre su mundo. No era desconfiada por naturaleza, pero podía transformarse en una criatura recelosa, que protege lo que quiere. Se lo contó a sus padres y a una amiga de la infancia con quien compartía secretos. Habían vivido historias paralelas y sabía que hablar con ella era situarse frente a un espejo que devuelve, precisa, la imagen propia. Se entendían con la mirada, con las palabras, y con aquellos códigos inexplicables que los años construyen. La complicidad se edifica como una casa. Hace falta que tenga cimientos sólidos, una estructura firme. Se llamaba Luisa y era farmacéutica. Pasado el tiempo de las confidencias, no volvió a hablar con nadie. Sabía que no era el momento, que no tenía que tomar la iniciativa. Para una persona inquieta, la pasividad forzosa no es una opción fácil, pero le había prometido que tendría paciencia, y estaba dispuesta a cumplir su palabra.

La habitación del hotel de Ignacio no era grande ni pequeña, acogedora ni inhóspita. Respondía a una dorada medianía, con elementos de confortable mediocridad. Quizá constituía una alternancia de todas esas percepciones, dependiendo del estado de ánimo con que él llegaba después del trabajo. Exhibía el aire de provisionalidad que tienen los hoteles, aunque haya algún mueble de diseño, reproducciones de obras de pintores holandeses en las paredes. Desde el principio, se sintió enjaulado. No había bastante espacio para todos los pensamientos que hacía volar cuando no podía conciliar el sueño. Vivía oscilando entre la euforia de haber sido capaz de alejarse de Marta y la preocupación involuntaria por los hijos. No pretendía pensar, porque hay situaciones que hacen daño, pero lo hacía sin querer. Todavía confiaba en su propia capacidad para contarles lo que vivía, para transmitirles la necesidad de comprensión.

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