Pasiones romanas (17 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

—No hablemos más de ello, mujer. Era una broma. Escucha, ¿crees que hay algo mejor que un bolero para definir el amor?

—Me encantan —suspiró aliviada por el giro de la conversación.

—Un buen bolero y una copa de cava. —Hizo un gesto al camarero—. ¿Qué te parece?

—Una combinación acertada. Me gustaría saber por qué los boleros son siempre tristes.

—A la gente le gusta escuchar historias que hablan de amores desgraciados. Después pretenden vivir un amor feliz, pero no todo el mundo lo consigue. Algunos ya hemos renunciado, tras comprobar que la vida puede ser un auténtico bolero.

Los ojos se les acostumbraron a la penumbra de la sala. Empezaron a distinguir las siluetas de los demás. Debía de haber una veintena de noctámbulos, que no hacían demasiado ruido. El murmullo de las conversaciones, de alguna risa subida de tono, de las copas que tintineaban se unía a la canción. Sin darse cuenta, se habían situado cerca del escenario. Algunos metros las separaban del hombre que tenía la voz de terciopelo desgarrado. «Me recuerda el sofá de la casa de los abuelos», pensó Matilde, mientras sonreía, extrañada por la comparación. La voz se asemejaba a la tela en apariencia fuerte, pero deteriorada por los años, que mantenía una textura que recordaba antiguas glorias, pese a estar ajada. Habría querido acariciarla. Aunque parezca imposible llegar a tocar la voz de alguien, estaba segura de que la sensación debía de resultar grata. Cuando el hombre acabó
Tatuaje
, aplaudieron. Estaban sumergidas en un ambiente cálido, donde los humos de los pitillos dibujaban espirales y los secretos podían convertirse en un rumor. Julián las saludó, haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Tenía el aspecto de un solitario a quien la vida ha robado la sonrisa. El aspecto serio concordaba con las letras de las músicas que interpretaba. Inició los acordes de
Si tú me dices ven
.

«Dejarlo todo por alguien no debe de ser fácil», pensó Matilde, mientras le observaba de reojo. Desde que se miraron, reconoció una vieja señal de alarma.

Hay indicios que nos recuerdan experiencias vividas. Amores que empiezan evocándonos otros amores, aunque cada pasión sea única. Enamorarse puede ser el resultado de mucho tiempo, o puede surgir en un instante. Hay quien no cree en las historias que nacen del desconocimiento del otro, pero Matilde nunca las había cuestionado. Consideraba que el amor exige grandes dosis de insensatez. Una capacidad de dejarse llevar, cuando se desconoce el rumbo de la travesía. Habría querido saber protegerse. Ante cualquier signo de peligro, estaba dispuesta a actuar con firmeza. La situación la pilló desprevenida. ¿Cómo podría haber imaginado que volvería a caer en el mismo error? Habría jurado por la memoria de sus muertos que estaba curada del mal de amores. Había padecido demasiado sus miserias. Pero la carne quiere carne, y no escucha demasiado las recomendaciones de la razón.

Los boleros tuvieron la culpa. Se lo repetía, cuando intentaba aclararse aquella noche. Son más peligrosos que el alcohol, la tristeza, la soledad. Se embriagó con ellos y la voz de un hombre llenó su mente, anulando las otras voces que la advertían. Los boleros son los culpables de ciertas reacciones absurdas. La historia que cuentan queda retenida en algún rincón de nuestro cerebro; transforma nuestra percepción de las cosas. Quizá no son las historias, sino el sentimiento que transmite alguien cuando los canta. No se puede interpretar un bolero con la boca chica, con prisas, ni como si se padeciera estreñimiento. Tienen que significar un vómito de sensaciones, la capacidad de desafiar el ridículo, la propia vulnerabilidad, los días grises.

Bebían cava. Cuando tenían la copa vacía, un camarero volvía a llenarla. Les dijo que era una gentileza de don Julián Ramírez, el cantante, y las dos le agradecieron la atención levantando la copa a la vez, en un gesto que el alcohol hacía descomedido. María, que no era de reacciones demasiado rápidas, murmuró:

—Tengo la sensación de que ese hombre te mira mucho. Canta para ti.

—¿Qué dices? —le preguntó la otra, disimulando.

Durante una pausa en la actuación, les pidió permiso para sentarse a su mesa. Tenía los ademanes de un caballero de otra época, pero añadía una ampulosidad innecesaria, una exageración en el movimiento de las manos. Era parlanchín, pensó María, a quien le resultaba difícil abrir el corazón a los desconocidos. En cambio, Matilde tenía la impresión de conocerlo de siempre. Les contó que hacía treinta años que actuaba en el local. Tenía un extenso repertorio. Se dedicaba en cuerpo y alma a la interpretación de las piezas, porque los artistas tienen que dejarse la piel en cada actuación. Lo aseguraba sin sonreír, con un rictus en los labios que Matilde leía en silencio. Había estado dispuesto a quemar la vida por la música, mientras otro fuego lo devoraba. Padecía ataques de bronquitis, que le dejaban fuera de juego durante semanas. Tenía las cuerdas vocales cansadas, la garganta oscurecida por el tabaco, el cuerpo vencido, pero no habría abandonado el trabajo por nada del mundo. Volvía a sentir la ilusión del adolescente que sube a un escenario, aunque no tuviera ningún escenario ni fuera un adolescente. Cuando se iban, interpretó una última canción para Matilde. Se titulaba
Contigo en la distancia
, y ella la escuchó con una tristeza que le resultaba difícil de comprender.

Se casaron tres semanas después. Así era la vida de Matilde: una vorágine del corazón. Habría querido ser de naturaleza reflexiva, reposada en la forma de vivir las emociones, pero nunca supo. Le habría gustado no dejarse llevar por los impulsos que convertían la razón en una ridiculez, pero se enamoraba con la intensidad de una chica de quince años; vivía los amores con el convencimiento de una mujer adulta, y los perdía ignorando las causas, víctima de la servidumbre de los sentimientos. María no se lo acababa de creer. Como no era muy decidida, le sugirió con poca convicción que esperara un tiempo.

—Os acabáis de conocer —le dijo—. ¿Qué sabes de ese hombre?

—Cuando canta boleros, se deja la vida en ellos.

—¿Y ésa es una buena razón para casarte con él?

—Le quiero como dicen los boleros: como no había querido nunca a nadie.

—¿Ni a Joaquín, cuando bailabais aquella noche de San Juan en nuestro barrio? ¿Ni a Justo, que te hacía muy feliz?

—No me hables de ellos. Los dos se murieron.

—Perdóname. Quiero que seas feliz, que estés segura.

—Lo supe la primera noche. No hacen falta los días, que siempre son escasos, ni las razones, que son demasiado prudentes.

—De acuerdo —suspiró María con una sonrisa—. ¿De qué color vestiremos esta vez a la novia?

Se abrazaron con la complicidad de toda una vida. María le cosió una falda con un volante en la cintura. Matilde se puso flores de jazmín en el pelo. Cuando se movía, desprendía un olor penetrante. Julián decía que se mareaba al olerlos. Llevaba el corbatín que fue de su tío músico, porque pensaba que les daría buena suerte. Era la primera vez que se casaba. Ella se reía, mientras le pedía que le cantara un bolero que dice: «El día que me quieras, las estrellas, celosas, nos mirarán pasar.» La noche de bodas fue estrellada. Desde la ventana de un hotel del puerto de Alcudia, vieron estrellas fugaces que caen del cielo, para que las podamos alcanzar. Cada una significaba un deseo. Pensó tantos como puntos de luz fueron capaces de contar en la bóveda azul. Ella se dijo que, aunque tan sólo se cumpliesen unos pocos, sería feliz.

En los primeros tiempos de vida en común, Matilde se acostumbró a cambiar la noche por el día. Todas las noches se vestía de fiesta para acompañarle al bar. En un puesto del mercado compraba retales de tela por cuatro reales. Elegía los colores del arco iris. Por las tardes se entretenía cosiéndose faldas, blusas, vestidos. Siempre le había gustado la costura. Hacía los patrones, cortaba las telas, cosía con unas puntadas minúsculas. Como era creativa, mezclaba los colores, que le alegraban la vida.

Se sentaba a una mesa, mientras le escuchaba. No se cansaba nunca de oír su voz. Cada canción la enamoraba todavía más de Julián. Entornaba los ojos, imaginándose que todas las frases eran para ella. «Siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: “Quizá, quizá, quizá”», le decía junto al oído, pero el corazón de Matilde le ofrecía una rendición incondicional, que habría hecho saltar las luces del local, y habría dejado el mundo a oscuras, si no se hubiera esforzado por reprimir la intensidad. De madrugada, volvían a casa. Andaban, ebrios de música. Se cogían la mano en silencio, porque él tenía la voz rota.

La actuación suponía un esfuerzo inmenso. Hacía años que los médicos le habían recomendado que dejara de cantar, pero él nunca les hizo caso. Ella tenía que morderse la lengua para no insistir, pero amaba su música. Le comprendía. ¿Qué habría hecho Julián sin voz, enmudecido de pronto por el dictado de alguien? Seguro que se habría transformado en un hombre diferente, amargado. En casa, le preparaba infusiones de hierbas que calman las inflamaciones. Le hacía tomar miel con limón, para que encontrara algo de consuelo. Le obligaba a no decir palabra, a acostarse y a dormir muchas horas, porque sólo un largo sueño cura todos los males. Mientras tanto, buscaba hilo dorado, trozos de tela azul, encajes, sedas relucientes. Ponía en ello toda la ilusión, porque quería que Julián no tuviera ojos para ninguna otra mujer.

No se murió en la ducha como Joaquín, víctima de un resbalón. Ni tampoco de un accidente en la carretera, como Justo. Julián murió en la cama, de una larga enfermedad.

—Tiene una enfermedad grave —decía María, consternada ante la desgracia de Matilde.

—Los boleros le matan —murmuraba ella—. No podemos hacer nada. Aunque sólo le quede un hilo de voz, continuará cantando.

Los últimos tiempos fueron duros. Las medicinas que tenía que tomar le calmaban el dolor, pero le hacían padecer alteraciones en la percepción de la realidad. Confundía las mañanas con las noches. Creía que era la hora de ir a actuar y se levantaba de la cama con un ímpetu que quería ser valiente, pero que resultaba penoso. Se indignaba con Matilde, a quien, en pleno desvarío, acusaba de tenerle encarcelado. Cuando ella, rota por el agotamiento de pasar la noche en vela, empezaba a llorar, Julián, lleno de ternura, intentaba cantarle: «Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.» La voz era un gemido vacilante, que le recordaba el gorjeo de los pájaros cuando huyen del árbol al que apunta un cazador. Le abrazaba sin hablar, porque todas las palabras las ponía él y no les hacían falta más. Con una torpeza en los dedos que era una reacción del cuerpo vencido, intentaba abrocharse el corbatín en el cuello del pijama. Se iba de la habitación, de la casa. Quería salir a la calle con el afán de encontrar un teatro donde el público le esperaba. Matilde no le dejó. Recibía la llamada de María, que no podía asumir que los acontecimientos se precipitaran:

—Cuando te conoció, tendría que haberte dicho que estaba enfermo —aseguraba, dolida—. Os casasteis demasiado deprisa. Te uniste a un moribundo sin saberlo.

—Siempre lo he hecho —respondía Matilde—. Esta vez la muerte no me pillará desprevenida. Es un consuelo.

—Debería habértelo contado.

—¿Para qué? ¿Crees que no me habría casado? —Se hizo un silencio—. Contéstame.

—Sí. Te habrías casado para acompañarle en la muerte.

Había padecido las muertes de Joaquín y de Justo como accidentes imprevisibles. En el primer caso, un percance doméstico absurdo se llevó de este mundo al hombre para quien había imaginado una muerte heroica. En el segundo matrimonio se sintió abandonada. Cuando la desaparición de alguien llega por sorpresa, resulta difícil asumirla. Esta vez tenía que ser todo muy diferente. Lo anunciaron los astros, en la noche de bodas. Las estrellas también se equivocan. Se repetía que tenía que hacerse a la idea: se cerraban de nuevo las puertas de la felicidad. Intentaba consolarse diciéndose que conservaría para siempre los buenos recuerdos. La voz de Julián, las palabras de amor que no se inventó, pero que repetía como nadie, la intensidad de su historia.

El destino no lo quiso. No le dejó la ilusión de pensar que Julián había encontrado en ella a la mujer que siempre imaginó. Un amor inmenso que no podía acabarse con la muerte. Fue el descubrimiento definitivo; el tiro de gracia. Lo comprendió una mañana, cuando su marido estaba empecinado en hablarle de la oscuridad. Abría las cortinas para bañarlo en una lluvia de luz, pero él decía que la noche era larga. Pese a que sólo podía intuirlo, eran los últimos momentos de vida de Julián. Estaba inquieto. En un letargo intranquilo, miraba a la nada. Habría querido aprisionar sus ojos, hacerlos reposar en los suyos. Intentaba tranquilizarle murmurándole palabras que describían bellos paisajes, proyectos que no cumplirían. No la escuchaba. Se preguntó si sabía dónde estaba, si la reconocía. Él inició un monólogo casi ininteligible. Frases que surgían con un hilo de voz. Pronunció un nombre. Repetía aquel nombre, como quien reclama la vida:

—Gisela, Gisela.

—¿Cómo? —preguntó Matilde—. ¿Por quién preguntas?

—¿Eres tú, Gisela, amor mío?

Murió en sus brazos repitiendo el nombre de otra. Pasó el tiempo. Acunaba al muerto, mientras recordaba la letra de una canción que le había enseñado: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer.» No quería que nadie entrara en la habitación. Estaba convencida de que nada borraría el último episodio. Era una mujer loca que abrazaba el cadáver de un pobre cantante de boleros.

XIII

En el piso de la calle Sant Jaume, los días tenían un ritmo propio. Desde que habían empezado a vivir juntos, Dana habitaba un mundo casi perfecto. Es muy sencillo acostumbrarse a la felicidad. Lo hizo de forma natural, casi sin darse cuenta, como si viviera una situación que le pertenecía por el derecho de los sentimientos. Se sentía conciliada con la vida. Era un estado de plenitud que no analizaba. No era tiempo de reflexiones, sino de dejarse llevar por el gozo del descubrimiento mutuo. Alguna noche se despertaba. Alargaba un brazo explorando las sombras, hasta el cuerpo dormido. La presencia de Ignacio le resultaba tranquilizadora. Le acariciaba y volvía a conciliar el sueño. Se levantaba de buen humor. Mientras oía el agua de la ducha o la máquina de afeitar, estiraba el cuerpo debajo de las sábanas. Pensaba en alguna anécdota que hubiera olvidado contarle, en una pregunta que no le había formulado. Experimentaba una urgencia absurda de decirle que le amaba.

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