Pasiones romanas (7 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

En el baño, se lava la cara. Rectifica el nudo de la corbata, se ajusta la chaqueta y se mira al espejo. Los altavoces anuncian la salida del vuelo que le llevará a Roma. No piensa entretenerse. Ha calculado cada uno de los pasos que tiene que dar: desde el aeropuerto, un taxi que le conduzca a la dirección que ha encontrado en la cartera. Se imagina que es el domicilio del hombre que busca; tal vez también ella vive allí. El objetivo es encontrarla. Lo que suceda después forma parte de una historia que no se ha escrito todavía. No quiere entretenerse en imaginar los posibles argumentos. Predomina la necesidad de moverse, el deseo de una acción rápida que le lleve hacia Dana. Ha tenido bastante tiempo para reflexionar, años enteros para dar vueltas a un único tema: el sentimiento de haberla perdido. Se imponen las ganas de saltar escollos, de escalar montañas, de hacer proezas. Se siente un hombre distinto. «Es curioso —piensa— el poder que llega a tener un pedazo de papel encontrado por azar.»

Antes de subir al avión, ha acumulado los últimos restos de sensatez que le quedaban. Con la mente fría —inusualmente despejado tras la noche insomne—, llama a Marta. El único objetivo es ahorrarse problemas, aplazar el momento de decir la verdad. Como es un experto en el arte de la simulación, mantiene la voz firme:

—¿Marta?

—¿Sí? Ignacio, ¿eres tú? Creo que merezco una explicación.

—Antes que nada, tranquilízate. No tienes ningún motivo para preocuparte. Simplemente, tengo un trabajo complicado entre manos.

—¿Un trabajo complicado? No te entiendo. Dime dónde estás. Iré hoy mismo.

—No. Te telefonearé todos los días, pero no puedo darte demasiadas explicaciones. Todo está todavía algo confuso. Ha surgido un buen proyecto y he de evitar que alguien se lo lleve.

—¿Un proyecto? ¿Realmente es un problema de trabajo?

—¿Qué pensabas? Sabes que a menudo tengo que cambiar los planes.

—Sí, pero todo me parece muy raro. ¿Por qué desconectaste el móvil?

—Necesitaba dormir. Se trata de un proyecto complicado. Tendré que dedicarle toda mi energía. De verdad, me molesta esta actitud tuya. Eres incomprensible, Marta, y me lo pones muy difícil —añadió un punto de dureza al tono de voz.

—Quizá tengas razón. No sé qué decirte.

—No tienes que decir nada más. Ya hablaremos. Un beso.

—Un beso.

La reacción de Marta le resulta molesta. Hace diez años que viven un pacto de recuperada felicidad. Una felicidad entre comillas, con todos los interrogantes del mundo. Nunca hablan de lo que sucedió. No lo mencionan, ni buscan reconstruir la historia pasada. Es como si hubieran abierto una brecha en la vida. Hay un período de existencia que han borrado del mapa: algún diablillo se ha entretenido en recortar el rostro de una persona en todos los álbumes familiares. Pero, en este caso, no hay ningún álbum, sólo la sensación de una presencia que aparece para interrumpirles la cotidianeidad. Viene de vez en cuando; es volátil y huidiza. En el avión, intenta descansar un poco. Apoya la cabeza en la ventanilla, que sólo es un paisaje de niebla blanca, mientras cierra los ojos. Los párpados le pesan y, por un instante, le vence la sensación de agotamiento. La fatiga física gana a la sorpresa que todavía persiste. La búsqueda de reposo no dura demasiado. Se mueve en la butaca, cambia de posición, trata de respirar pausadamente, pero es imposible.

El mundo se ha ido empequeñeciendo, hasta que la tierra ha desaparecido. Se pregunta a quién busca. Diez años pueden ser una eternidad en la vida de alguien. Pueden servir para retomar el ritmo de una existencia diferente. Por primera vez desde que encontró la fotografía, se cuestiona qué hace, hacia adónde va. Ignora si encontrará a la mujer que persigue con la desesperación de aquel que corre tras un recuerdo, quién sabe si tras un fantasma. ¿Sabrán reconocerse si se produce el encuentro? Él ha acumulado disfraces, máscaras. Ella quizá también. Ignora si vuela persiguiendo un espejismo. Son dos desconocidos que han trazado rutas diferentes por espacios remotos. Cuando la azafata le ofrece una bebida, le observa el rostro. Tiene unas facciones correctas, poco interesantes, que intuye olvidará pronto. Hay caras que actúan como un imán, que nos atraen hacia un abismo, porque son imposibles de olvidar. Sabemos que irrumpen en nuestra vida definitivamente. Le ocurrió con los ojos de Dana. Aquella mirada se conserva en la fotografía: la misma profundidad, una expresión idéntica. Lo ha comprendido y ha sabido que nada detendrá las ganas de verla. No permitirá de nuevo que la vida le pase de largo.

Roma le recibe con una vorágine matinal. El tráfico es caótico, ruidoso, circunstancia que tendría que hacerle reaccionar. Actúa con la decisión de un autómata. Todos los pasos están medidos, aunque los dé con una sensación de irrealidad. La claridad del cielo le deslumbra, pero percibe el frío; una frialdad en el aire que invita a despertarse de golpe, a moverse. En el avión, antes del aterrizaje, cuando el mundo adquiría formas precisas, ha decidido su destino. El registro de la cartera, hecho con minuciosidad, le ha dado pistas concretas. Hay un diminuto papel, arrugado, que lleva escrita una dirección. No lo había visto en una primera ojeada, pero decide que puede ser el inicio de su búsqueda. No se dirigirá directamente a la calle que figura en el carnet de identidad del hombre del aeropuerto. No se ve con ánimos de ir a su casa sin tener alguna información previa; sería como lanzarse desprotegido a las zarpas del lobo. ¿Qué le dirá, si le ve aparecer tras una puerta? ¿Le hará un gesto amable, mientras le da la cartera, contándole con una sonrisa que ha cogido un avión para ir a devolvérsela? Se burla de sí mismo, con una risa que se le hace extraña. Existe, además, la posibilidad de que en esa calle no encuentre a nadie. El documento está a punto de caducar. Tiene exactamente diez años, curiosa coincidencia. En la otra dirección, en cambio, no hay nada concreto que la identifique con nadie. Puede significar un primer intento de aproximación, la posibilidad de hacer preguntas, de saber. Tal vez no le sirva de nada. ¿Quizá es la dirección de ella? Todo es posible, en ese laberinto en que se ha convertido la vida.

El taxista no tiene nada que ver con los taxistas italianos de las películas. No gesticula en exceso, ni saca la cabeza por la ventanilla para imponerse al desorden de la ciudad. Tampoco hace preguntas ni inicia ninguna conversación. Ese hecho, que tendría que tranquilizarle, le pone nervioso. Habría preferido un torrente de palabras que le aturdieran, ideas surgidas de un mundo distinto que pudieran distraerle. El silencio sólo sirve para acentuar la confusión. El recorrido es largo, dividido entre la carrera acelerada y la lentitud que propician los otros vehículos. Piensa que debe tener paciencia. El taxista adelanta sin nerviosismos, como si adivinara su desazón y quisiera contrarrestarlo con inesperadas dosis de aplomo.

Para Ignacio, Roma no existe. Sólo es real su impaciencia. Las calles crecen, mientras recorre la ciudad. Tiene la impresión de que todas las distancias se multiplican. A través del cristal, le llegan los sonidos de unas vidas en movimiento que no le inspiran curiosidad. Cuando los semáforos le obligan a pararse, mira a los demás sin verlos. El taxi deja las principales vías y se adentra en un entramado de calles casi idénticas. Las casas son fachadas sin color. El coche se para: enfrente, el rótulo de una pensión. No se lo acaba de creer. ¿Es la dirección que tiene en la cartera? Lo comprueba mientras paga al conductor el importe del viaje. De pie en la calle, midiendo con la vista la altura del edificio, no sabe qué tiene que hacer. Se trata de un viejo hostal, con un cierto encanto que cuesta describir. En las ventanas bajas hay cortinas. No se percibe ninguna presencia ni hay indicios de movimiento. Cuando se decide a entrar, sale a recibirle una patrona con aspecto triste. Quiere saber si busca alojamiento, y él improvisa un gesto con la cabeza que no sabe muy bien qué significa, pero que ella interpreta a su favor. Escribe el nombre de Ignacio en un registro de entradas. Entonces le acompaña por un pasillo hasta una habitación que tiene el techo alto.

Justo cuando le ha abierto la puerta, mientras se vuelve para marcharse, abandonado el cuerpo a la inercia de un gesto repetido, él reacciona. Le dice que busca a alguien. Lo comenta en voz baja, mientras pronuncia el nombre del desconocido:

—No sé si le conoce —le dice—. Quizá hace tiempo que se hospedó aquí.

La mujer levanta la cabeza, cuando le mira a los ojos. Intuye en su interior un rastro de estupidez. Comprende que no sabe de qué le habla, que tiene prisa. Observa cómo se encoge de hombros, juntando las cejas.

—¿Por qué le busca? —le pregunta.

—Somos amigos —improvisa con voz extraña.

—Yo no sé nada —responde ella.

Lo dice como si tuviera que justificarle que es cierto, que sabe pocas cosas, pero que no lo siente, porque a menudo es mejor no saber. Ignacio está a punto de darle la razón. Querría decirle que él preferiría ignorar ciertas historias, que querría vivir como ella, con los ojos medio cerrados, para que la luz de la calle no nos haga daño. Se produce un instante de silencio, indecisos los dos. Sin pensarlo, saca la fotografía de Dana.

—¿La conoce?

—No, ¿quién es?

—Una amiga. ¿De verdad no la conoce? —Es incapaz de reprimir la impaciencia.

—¿También la busca?

—Sí.

Se siente observado con desconfianza y piensa que todo es absurdo, que la vida es ridícula, que él es el hombre más ridículo del mundo. Se pregunta qué pretende, diez años después.

Una mujer sale de la habitación que hay en la otra parte del mismo pasillo. Es mayor, a pesar de los cabellos teñidos de un rubio llamativo. Le sonríe, como la señora de la casa que da la bienvenida al nuevo huésped. Se acerca con pasos cortos, mientras acentúa el gesto amable. Ignacio se da cuenta de que le observa. Como si fuera un cobaya, inicia un experimento que ha repetido muchas veces. Quiere saber si el recién llegado tiene una actitud receptiva a la conversación. Aun cuando no disimula la curiosidad, tampoco manifiesta las ganas de saber. Nada tiene que resultar fuera de lugar en ese ritual de aproximación que repite de memoria. Está demasiado nervioso para percibir la estrategia. Querría esconder el rostro entre las manos, acurrucarse, dormir. Le sonríe de nuevo.

—Buenos días.

—Buenos días —murmura Ignacio.

—¿Cansado del viaje?

—Un poco, gracias. Creo que me retiraré a la habitación. Tengo sueño.

—Yo en su lugar no lo haría. No se lo recomiendo. Si ahora se duerme, se despertará por la noche. Cambiar el ritmo del día y de la noche no es bueno. ¿Por qué no compartimos una taza de café? En el comedor se está realmente bien a esta hora.

—No. Prefiero descansar.

—Joven, soy una mujer mayor. He vivido mucho. Sinceramente, su cara no tiene muy buen color —suelta una risita.

—Mejorará si puedo descansar.

—Como quiera. No querría que me malinterpretara: soy una vieja inoportuna. Hace demasiados años que vivo aquí y me tomo unas confianzas poco afortunadas. Discúlpeme.

Matilde esboza una última sonrisa, mientras se dispone a continuar el camino.

—¿Cuántos años hace que vive en esta pensión? —Él parece haberse espabilado de golpe.

—Muchísimos años.

—Habrá conocido a mucha gente, ¿no? —La pregunta tiene un tono cauteloso que ella identifica en seguida. Se para de nuevo y le mira a los ojos.

—Mucha gente.

De pronto, ha cambiado la situación. Ahora, la prudente es la mujer. Matilde le observa con recelo, tenso el cuerpo. Ha desaparecido aquel interés superficial, que no significaba nada más que voluntad de divertirse. Nota que duda. Intuye que quiere preguntarle algo, pero no hace nada para facilitarle la conversación.

—Busco a una mujer. Quizá la conoce.

—He conocido a muchas mujeres.

—Ella es diferente. Si la ha visto, tiene que recordarla. Tengo una fotografía. Mírela.

Se hace un silencio. Ninguno de los dos dice nada, mientras la imagen del retrato parece agrandarse hasta ocupar todo el espacio. Tienen la frente inclinada, la vista puesta en un rostro de papel. A la vez, se observan con el rabillo del ojo: se vigilan. La actitud de Ignacio es expectante; ella intenta ocultar la desconfianza.

—Se llama Dana —insiste Ignacio.

—¿Dana? —La pregunta es un intento de ganar tiempo.

—Sí.

—Y tú, ¿cómo te llamas?

Ignacio mira a Matilde. Intuye que esa mujer sabe muchas historias, aunque está dispuesta a callarlas. ¿Conocerá también la suya? Sin darse cuenta, hace un gesto casi imperceptible de súplica. Le pide en silencio que hable. Están en el pasillo de la pensión, incapaces de avanzar o de retroceder. La luz hace un juego de claroscuros en las paredes. Con el pomo de la puerta en la mano, piensa que tiene que encontrar palabras convincentes, que le hagan cómplice, amiga. ¿Su nombre? Se imagina que ha podido adivinarlo, pero no se atreve a decir nada. Actúa con prudencia, como si cada palabra se convirtiera en un conjuro que puede arruinarle la vida. Intenta sonreírle, pero ella no le devuelve la sonrisa. En ese preciso instante, Matilde maldice la hora que le ha llevado a Roma.

SEGUNDA PARTE
VI

Tiempo atrás: Dana e Ignacio se conocían de vista. A menudo frecuentaban los mismos lugares, tenían conocidos en común, discutían sobre temas parecidos. De vez en cuando, coincidían en un lugar de la ciudad. Se encontraban en una calle y se saludaban con una sonrisa. Intercambiaban algunas frases a la entrada de un cine o en la inauguración de una exposición. Ambos se iban con una sensación de fugacidad que no habrían sabido describir. Sentían —sin pensarlo— que el encuentro había sido de una brevedad hiriente. En una ocasión, ella bajó de un taxi, justo cuando él levantaba la mano en un intento por parar uno entre la vorágine de la circulación. Era un atardecer de otoño y caía una lluvia fina, transparente. Se miraron un instante sin reconocerse: Dana con los ojos fijos en el hombre. La sorpresa fue simultánea. Sonrieron, ignorantes de la alegría de encontrarse. Hay ocasiones en que dejamos pasar una chispa de felicidad, un momento placentero que se nos escapa porque no sabemos identificarlo. Más tarde, cuando ya está lejos, somos capaces de reconocerlo. Lo echamos de menos sin haberlo vivido. Ignacio ocupó el asiento que ella había abandonado haciéndole un gesto de complicidad. Los dos tenían prisa y no se entretuvieron demasiado en hablar, pero el hombre se fue con una extraña sensación. Era consciente de que ocupaba el espacio que ella acababa de dejar libre, donde perduraba el rastro de su perfume. La mujer, no sabía por qué razón, se marchó contenta.

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