En un rincón de su corazón empezó a nacer la impaciencia, la curiosidad, el deseo de verle. Se mezclaban sentimientos distintos: las ganas de escucharle, de contarle su vida, de hacerle partícipe de cualquier tontería. El misterio y el abismo. Todo se despertó con lentitud. Del mismo modo que crecen los miedos, crecen los amores. Pueden hacerse grandes, inmensos. Hay quien cree que ha querido, hasta que descubre la profundidad exacta de un sentimiento. Entonces comprende que no hay comparaciones posibles. Es como un niño que estrena la vida, que no sabe nada, al que todo le resulta nuevo. Amar puede ser doloroso y placentero. Nadie sabría medir las dosis ni las proporciones. ¿Cuántos instantes felices por cuántos siglos de padecimiento? Siempre percibimos que el dolor dura más, que tiene una mayor intensidad. La alegría, en cambio, se nos escapa. ¡Con qué terrible facilidad se deshace entre las manos que querrían aprisionarla! Cuesta vivir el amor cuando se juega la partida con todas las cartas.
Fue un día cualquiera. Las historias empiezan siempre en un momento que parece repetido, pero casual. Habríamos querido que fuera un instante único, incluso lo llegamos a creer, porque la trascendencia se la añadimos en el recuerdo. La memoria viste el pasado. Cuando vivimos, es suficiente el afán de vivir. Ignacio tenía una existencia controlada, sujetaba las riendas con firmeza. Dana observaba el mundo con la actitud de una mujer segura. Era una mañana todavía fría, pero lucía el sol. El aire creaba una falsa ilusión de invierno que se acaba.
Se miraron a los ojos. Fue una mirada larga, silenciosa. La conversación había ido muriendo despacio, con una cierta pereza por languidecer. Se observaban calladamente en un intento por contener el impulso de expresar ideas inútiles. Es difícil encontrar las palabras si sabemos que servirán de poco. Hay urgencias que no se pueden describir; las ganas de acercarse a alguien cuando no hay razones que justifiquen esa proximidad. Ellos siempre encontraban argumentos: excusas que favorecieran prolongar la situación. En cada encuentro, se repetía el deseo de hacer desaparecer el resto del mundo.
Estaban sentados en un banco. Lejos, se dibujaba la línea azul del mar. No había mucha gente paseando a aquella hora. No sabían si estaban solos, pero tenían esa sensación. El uno junto al otro, en aquel pequeño universo que era un banco en el paseo. «¿Hacía frío? —se preguntó después—. ¿O era aquel escalofrío el anticipo del amor?» Hay miradas que duran una eternidad. El tiempo se para cuando no lo esperamos. Nos habíamos acostumbrado a su rueda y la quietud nos produce cierto vértigo. Antes, Ignacio había llamado a su secretaria para que retrasara una cita que tenía a primera hora de la tarde. Fue un acto inusual en un hombre metódico. Comieron en un restaurante que tenía ventanas abiertas a la luz. No le había dicho nada a Amadeo, que había cambiado el ritmo del día, que dormía cuando lucía el sol y estaba despierto hasta la madrugada. Se habían observado con la avidez con la que se contempla lo que se desea, como se miran las frutas más jugosas en un puesto del mercado, cuando quema el sol. Dana tenía las manos pequeñas, los movimientos nerviosos. Ignacio apoyaba sus largos dedos sobre la mesa. Habría sido sencillo unirlas; lo pensaron en silencio, aunque no lo dijeron.
Hay escenas que se graban en la memoria. Hay instantes que no tienen una duración real, porque el pensamiento vuelve a ellos mil veces. Del mismo modo que olvidamos momentos que hemos vivido, también recordamos episodios fugaces. No es una cuestión de tiempo, sino de intensidades. Desde Roma, ella había regresado a menudo a aquella tarde. La recordaba en pasado y en presente. Matilde le decía siempre que tenía que plantarle cara: «Cuando puedas recordar sin miedo, serás completamente libre.»
Ignacio pensaba por la noche, antes de dormirse, cuando las defensas perdían posiciones. En un estado próximo al letargo, cerraba los ojos. La imagen de ella se perfilaba con nitidez. Aparecían los gestos, la forma de inclinar la cabeza, los ojos. Era incapaz de evocarla serenamente, con la placidez de las historias que forman parte del pasado. Pensaba en ella con dolor, mientras el sueño se desvanecía. Se decía que la vida es ir encontrando gente, personas que incorporamos a la existencia. Aportamos deseo y energía. Nos gustaría que nos acompañaran siempre, que estuvieran a nuestro lado. Poco a poco, se impone la pérdida. Aquellas presencias se borran de nuestro panorama vital. Algunas se van sin quererlo, cuando la muerte se las lleva. Otras se van porque deciden dejarnos. A veces, parten si nosotros las echamos, desterrándolas. Cada persona que nos ha importado es como una estación de tren. Querríamos quedarnos, abandonar el camino, pero la vida nos impone una rueda absurda. Continuamos la ruta hacia otra estación, con la esperanza de que sea la definitiva. No suele serlo, y acumulamos el desencanto, la añoranza.
En el banco del paseo, había una tenue luz. Se besaron, unos labios recorriendo otros labios. Percibía cada parte de su cuerpo, que se despertaba. Las manos de él tomaron las manos de ella. Eran tímidas caricias. La piel revivía una sensación de recuperada adolescencia, el afán del descubrimiento, la prisa con la calma; la impaciencia por conocer al otro, el descanso de sentirse en puerto seguro. No supieron cuánto tiempo había pasado. Lo único cierto era que la vida jamás volvería a ser como antes: todo era distinto, la piel que acariciaban y el aire, sus labios y el cielo.
El segundo marido de Matilde era camionero. Cuando le conoció, admiraba su pericia al volante. Le costaba creer que un hombre solo pudiera mover aquella inmensa mole, que se asemejaba a la cola de un dragón. Ella siempre había imaginado que los dragones eran criaturas monstruosas, que escupían llamas por la boca. Por un instante, le vio como a un príncipe que se enfrenta al monstruo para salvar a una princesa. A pesar de su experiencia, Matilde aún creía en la existencia de un príncipe de cuento que, oculto tras cualquier disfraz, acudiría a rescatarla de una existencia de luto. En aquella época, ya no iba vestida de negro. Conservaba la gracia, el movimiento de la cintura, la viveza de los brazos.
Joaquín, el primer marido, había tenido una muerte absurda. «¿Cómo puede ser tan extravagante la muerte?», se preguntaba. Después de haber soñado mil veces que le clavaba un estilete en el corazón, perdió la vida en un accidente doméstico, se atrevería a decir que ridículo. Fue una mañana en la ducha. Se había levantado temprano. Silencioso, fue al lavabo. Con el tiempo, Matilde había intentado recordar las últimas frases que le dijo. Resultaba una importante tarea de concentración, porque sólo conseguía imaginárselo callado, con el gesto de hombre de pocas palabras. La noche anterior, durante la cena, le habló un par de veces: «Esta sopa se ha enfriado», le dijo. Un rato más tarde, añadió: «Quiero ver el fútbol y acostarme temprano.» Ninguna de las dos intervenciones de Joaquín daba demasiado juego al deseo evocador de ella, aunque pusiera la mejor voluntad. Entonces acudían a su pensamiento una sarta de expresiones similares, palabras de corto vuelo, que le dejaban la piel tan fría como el corazón.
Joaquín resbaló en la ducha, rodeado de aromas de jabón perfumado. Se torció el pie y se cayó arrastrando consigo la cortina, el armario pequeño, la mitad del lavabo. Alguien le contó que se había golpeado la cabeza: una muerte fulminante. Le dolió que, con la caída, hubiera tirado la botella de colonia que ella guardaba para los días de fiesta. No había podido recuperar ni una gota, derramada inútilmente toda la fragancia por el suelo. Incluso al morirse, el hombre le había hecho la puñeta. Al principio, se sintió aliviada. No le invadió un sentimiento de liberación absoluto, como había imaginado, sino una sensación de descanso. El agotamiento de vivir, que había resultado muy duro soportar, era sustituido por una paz grata. Aun así, lamentó la forma en que murió. Estaba convencida de que Joaquín se merecía la muerte, pero una muerte digna.
—Yo había imaginado para ti otra cosa, Quim, te lo aseguro —murmuraba de pie, con el ademán de viuda entristecida, ante el cuerpo del difunto—. Nunca habría querido que te marcharas de este mundo de una forma tan ridícula, poco digna de ser recordada. Suerte que no hemos tenido hijos, porque se me haría muy difícil contarles a los nietos tu final. ¿Con qué tono de voz podría decirles que el abuelo se fue al cielo desde la bañera? La vida gasta bromas pesadas. Yo había elegido tu muerte: una muerte de novela, de aquellas que la gente cuenta. Había comprado para ti el estilete de un conde. ¡Qué le vamos a hacer! Me duele de verdad, aunque nunca habría creído que fuera posible sentir esta pena.
Matilde se vistió de negro. Se dedicó a vaciar armarios y cajones. Quería borrar cualquier rastro del hombre que se había ido. A lo largo de muchos días, le resultó difícil entrar en el baño. Abría la puerta con un gesto decidido, que trataba de vencer la propia indecisión. Pasaba sin mirar al suelo. Desde el temor, no podía liberarse de una falsa percepción que vivía como cierta: veía la sombra de Joaquín marcada en las baldosas. Con la caída, creía que el cuerpo había dejado una huella de sudor en el suelo. Adivinaba las formas difuminadas pero exactas. Le daba miedo reconocerle todavía tan próximo. Haciendo un considerable esfuerzo, se apresuraba a fregar el suelo; añadía lejía y detergentes mientras cerraba los ojos para no ver el contorno de su rostro.
Desmontó el piso en poco tiempo. Pintó las paredes de un ocre vivo que le recordaba la luz del sol. Cambió el sofá de la sala y la distribución de los muebles del comedor. María le regaló una lámpara que había bordado con sus iniciales durante las horas perdidas que le dejaba el puesto del mercado. Ella se ponía un alfiler con una perla en la solapa del abrigo, iba a la peluquería, sonreía por dentro. Las otras sonrisas le habrían parecido una falta de respeto al muerto.
Fue a visitar a Joaquín al cementerio. No había vuelto desde que le enterraron, una mañana sombría de nubes y de incredulidad. Le llevaba un ramo de clavelinas que había comprado en las Ramblas. Andaba decidida, con una determinación que le salvaba de los miedos. En el bolsillo, guardaba el estilete de aquel conde que tenía el alma negra. No quiso que nadie la acompañara: ni las vecinas, que se ofrecieron con insistencia, ni la propia María, que pretendía cerrar el puesto para escoltarla hasta la tumba. Fue temprano, porque buscaba la soledad. Tuvo que recorrer un laberinto de caminos, todos con edificaciones mortuorias. Había mucha piedra y poco verde. Corría el aire de la mañana y notaba una brisa amable en las mejillas. Era un itinerario de sombras, a pesar de la luz. Cuando llegó a la tumba donde reposaba Joaquín, respiró profundamente.
—Moriste por sorpresa —le dijo—. Tú, que nunca me sorprendías. Había llegado a adivinar tus reacciones, y ya las padecía antes de vivirlas. Fueron muchos años de vivir a tu lado, Quim, de oírte respirar por la noche, de escucharte los silencios. También fueron muchos días de imaginar una muerte diferente. No sé si tendría que llorar por ti. Me cuesta llorar, pero todos los muertos se merecen las lágrimas de alguien que se queda en el mundo cuando ellos ya se van. Sólo por esta razón, porque no te quiero menospreciar y quiero que seas como los demás muertos, me gustaría llorarte. Aun así, me resulta difícil. No sé lo que me pasa. ¿Será que ya te he llorado muchas veces, en estos años? Es como si ya hubiera vivido muchas muertes tuyas, como si las hubiera ido padeciendo lentamente. Hace tiempo, se murió el adolescente que me sacó a bailar, una noche de San Juan. Se marchó de mi recuerdo, y su presencia se fundió con una nueva que eras también tú, transformado en otro hombre. ¡Cómo nos cambia la vida! Lloré por cada uno de aquellos bailes nuestros, por las horas felices, por el joven que amé. Ahora estás muerto, así de sencillo. Repetirlo me tranquiliza. Desde que tú no estás, he recuperado el espacio y la vida. No te gustará saberlo, pero las cosas no son siempre como querríamos. He venido a pedirte que te marches de las baldosas del baño, de casa. Sé que lo haces para molestarme. Sientes un curioso placer con mis miedos. Tendría que haberlo sabido: hay situaciones que no cambian ni con la muerte. He puesto los mejores detergentes, los que anuncian por televisión. No he ahorrado ni trabajos ni dineros, y tú sabes que tengo el bolsillo vacío. Haz un esfuerzo, hombre, y márchate de una vez por todas. Mira: te he traído el estilete de un conde que murió asesinado. Tuvo una muerte de novela. He pensado que te haría compañía. Lo ocultaré cerca de la losa donde reposas. El conde murió con un estilete; tú, pobre, moriste en la bañera. No se lo contaré a nadie, y la gente ni se acordará; ya sabes que la gente lo olvida casi todo. Te ha tocado una muerte algo triste, pero callaré para siempre. Te lo prometo.
Matilde fue superándolo. María le llevaba caldo y todas las noches cenaba, junto al brasero de la cocina. La casa, pintada de amarillo, contagiaba una alegría un poco llamativa, que le resultaba grata. Poco a poco, fue conquistando los espacios. Primero, el pasillo, después, toda la cama. Era un placer estirar una pierna con cierta timidez y encontrar las sábanas de algodón, un espacio blanco que no calentaba otro cuerpo. La tibieza de la cama no era el resultado de la mezcla de dos cuerpos que respiraban cerca, sino que le pertenecía por entero. Podía refugiarse en ella sin miedo. La última conquista fue el baño: la sombra de Joaquín se borró de las baldosas. Entonces decidió llevar faldas grises y blusas blancas. Cuando salía a la ventana para hablar con las vecinas, se remangaba hasta los codos. El aire y las voces entraban a través de las persianas abiertas. Alguien le daba una receta de cocina, el último chisme de la calle o la letra de un bolero de moda. Escuchaba, atenta, mientras dejaba que las conversaciones le llenaran la casa de palabras. Si subía a la azotea a tender la ropa, el viento de la mañana movía las sábanas. Le gustaba verlas volar, mecidas por la brisa, mientras adquirían formas extrañas. Aprendió a no hacerse preguntas. Lo único que le importaba era recuperar la calma.
Desde la ventana, una vecina contó un chiste. Se le escapó una carcajada. Era una risa fresca, como salida del agua del mar. Le dio algo de vergüenza haberse dejado llevar, abandonarse a la vida. Enmudeció, pendiente de la reacción de las otras mujeres. Nadie dijo nada; no hubo comentarios burlones. La conversación continuaba con más chistes, y ella se rio de nuevo.
Meses después conoció a Justo, el camionero. Se encontraron un sábado en el mercado, a primera hora de la mañana. El hombre estaba sentado en un taburete, en la barra del bar, y bebía algo de color oscuro. Cuando la vio pasar —la falda descubriendo la redondez de las rodillas—, hizo una ligera inclinación de cabeza. Matilde continuó andando como si no le viera, aun cuando se sentía contenta. Avanzó hasta el puesto de venta de María con una sonrisa en los labios. La otra exclamó, al verla: