Soñaba que le mataba. El arma en la mano, toda la fuerza para asestar el golpe. Por la mañana, nunca tenía el ánimo apesadumbrado. Acaso sentía algo que, remotamente, se parecía a la tristeza. En el baile del barrio, también hubo un punto de dolor; aquel que nace del deseo que no se puede calmar, la sensación de que se asomaban a un abismo. Daban vueltas en un espacio adornado con guirnaldas de papel. Años después, Matilde se revolvía entre las sábanas, la frente sudorosa por la pesadez del sueño. Hay sueños que son como un cuerpo muerto que se nos cae encima. En el abrazo de la fiesta, ella le sonrió con el corazón en los labios. Por la noche, en la cama de matrimonio, su boca se endulzaba con el sabor de la sangre.
El agua de la ducha se desliza por su cuerpo. El peso de los cabellos mojados hace que incline la cabeza hacia atrás, en una curva que se prolonga hasta la cintura. El espejo cubre toda la pared, el vaho lo empaña poco a poco. La puerta, que ha dejado entreabierta, da a un pasillo. El ambiente es una mezcla de calor y de humedad. Le gusta que el agua casi le queme la piel, inventarse la sensación artificiosa de haber robado el sol.
Un pequeño ruido, casi imperceptible, le delata. Sabe que ha llegado: la llave en la cerradura, los pasos de quien recorre un camino conocido. Tiene una sonrisa en los labios, mientras la espía. Sentirse observada la transforma. Tensa el cuerpo con gracia, separa los cabellos del rostro, e intenta verle también. A través de los ojos medio ocultos bajo restos de jabón, puede intuirle. Vislumbra una presencia en el espacio que, hasta hace pocos minutos, sólo le pertenecía a ella. Primero, le ve a través del espejo. Se dibujan las formas casi diluidas de un cuerpo. Por un instante, la imaginación se dispara. Surge el inoportuno interrogante: «¿Y si no es él, y si fuera el otro?» El otro que regresa como lo hacen los viejos fantasmas, entre una opacidad de nubes bajas, de tierras mojadas, de cuerpos. Se difumina el contorno del rostro, las facciones pierden precisión, los ojos tan sólo se adivinan. Del mismo modo que permite que el agua le limpie el cuerpo, querría que le ahuyentara los pensamientos. Las ideas pueden ser como sábanas colgadas en una cuerda en la azotea: si sopla el aire, adoptan formas que se alejan.
Gabriele regresa con la sonrisa que ella ha aprendido a querer. Está hecho de certezas. Los ojos se le entornan cuando la mira. Son rayas minúsculas llenas de luz. Inevitablemente, Dana sonríe también. Es un contagio espontáneo, que se produce cuando se encuentran. Sin decir palabra, se quita los zapatos, los pantalones, la camisa. Ella le hace un gesto con la mano, una invitación para compartir la ducha. Su piel, empapada, parece hecha de otra materia: húmeda como las serpientes, cálida por la sangre que corre por las venas, por el chorro que desprende espirales de vapor. Ella descubre que tiene los dedos rugosos, como si el contacto prolongado con el agua los hubiera envejecido de pronto. Cada dedo recorre la espalda de él. Le cubre con un gel que huele a verano. Resulta algo irreal, ahora que se imaginan la lluvia en las calles. Llueve fuera, mientras el agua cae sobre sus cuerpos. Con la mano abierta dibuja círculos en su espalda, en las nalgas. Se abrazan. Cuando se besan, tienen los labios turgentes. No saben si por la lluvia o por el deseo.
Dana le da la espalda. Apoya las manos en las baldosas de la pared. Tiene que abrirlas, mientras dobla la cintura. No resulta fácil mantener el equilibrio entre el plato de la ducha y el cuerpo del hombre. Nota el peso y se inclina todavía más, transformada en un animal que espera el ataque del sexo del otro. Cuando la penetra, siente una punzada de dolor. Es un dolor grato, una sensación contradictoria en la que se mezcla el placer y la dureza. Ella se retuerce como si intentara abandonar la naturaleza humana y transformarse en un animal que vibra en cada embestida, que palpita en cada abrazo. Siente que la toman todos los vientos, que se la lleva la lluvia.
Gabriele la envuelve en una toalla. Tiene un tacto áspero y una calidez que invita a arroparse en ella. Los cabellos le cubren medio rostro y tiembla ligeramente, después del amor. Acurrucados en el sofá, uno frente al otro, toman una taza de café. Como en ese piso no hay relojes, ignoran qué hora es. Han perdido la noción del tiempo. Los invade un sentimiento de reencuentro que siempre es grato. Ella querría decirle que le ha echado de menos, que deseaba que estuviera en casa, que se ha sentido sola. Pero no se lo dice. Nunca le describe las sensaciones que él le transmite. Calla, como si le diera vergüenza confesar que le ama, manifestar una dependencia que no sabría explicar. «Lo sabe», se dice. Sobran las palabras. Le mira con ternura, mientras Gabriele la contempla en silencio, esperando esas palabras que calla. «Las frases que no se pronuncian siempre quedan escritas en algún lugar —piensa—. Aunque sea en la memoria de aquel que no se atrevió a pronunciarlas.»
Suena el timbre de la puerta. Es un sonido prolongado, sin intermitencias, que hace que ella salte del sofá y se ciña un albornoz a la cintura, mientras con una mano se aparta el pelo todavía húmedo de la cara. Gabriele actúa sin precipitarse: se pone unos pantalones anchos y una camisa de lino. Va descalzo, porque le gusta la sensación del suelo en los pies desnudos. Se mueve entre el pasillo y la habitación, mientras Dana abre. Los dos saben a quién encontrarán en el umbral. No han manifestado ninguna sorpresa, hecho que evidencia la complicidad que los une; aquel saber entenderse en la cotidianidad, la intuición compartida, las mismas reacciones de quienes se han acostumbrado a vivir cerca. Se han mirado de reojo, han hecho un gesto de desidia o de sonrisa que se adivina sólo en el fondo de los ojos. Cada uno intuye que el otro nunca es completamente sincero, que, en cualquier manifestación espontánea, hay un poco de disimulo, de artificio. No querrían que fuera de otro modo, precisamente porque han aprendido a respetarse todos los silencios.
Él se sirve un whisky sin hielo en un vaso ancho. Prepara la bebida, mientras le llegan voces desde el recibidor, que ella pintó de verde manzana, un día que estaba triste, cuando todavía no se habían encontrado, cuando no existían el uno para el otro, ni ellos ni sus nombres, ni sus historias, cuando sólo existía el recuerdo de la pensión, las conversaciones con Matilde. La voz de Dana avanza como en un eco. Él adivina una pizca de forzada jovialidad, un tono demasiado estridente, que se eleva como si se multiplicara por una caja de resonancia. Quiere parecer contenta, piensa. Pero no lo está demasiado. No debe de haber tenido un buen día.
Todavía lleva el cansancio del aeropuerto reflejado en el rostro. Debe de haberse pasado allí muchas horas, porque el vuelo llevaba retraso. Se ha acostumbrado a esas largas permanencias en las salas de espera en un espacio entre dos ciudades. Con un gesto, aleja los ruidos, las presencias. Cuando vuelve, siempre se propone dejar de lado esa sensación de ida y vuelta que forma parte de su vida, que le da aires de permanente provisionalidad, que le provoca un cierto rechazo y que a la vez le atrae, porque no sabría prescindir de ella. Mira los muebles de la habitación, objetos concretos que recuerda perfectamente de memoria, y suspira.
Marcos y Antonia irrumpen en la sala como si quisieran llenarla de palabras. Son dos presencias contundentes, acostumbradas a captar la atención de los demás. Hay personas que tienen la solidez de los edificios construidos deprisa. Parecen torres de adobe, que se llevaría cualquier vendaval. Entran con la naturalidad de quienes conocen el terreno que pisan, sin distraerse en observar los objetos. Han dibujado una sonrisa que les cambia la expresión. Las sonrisas modifican los rostros de distinta forma. Marcos quiere ser pícaro, pero resulta simpático. Antonia intenta tener un aire dulce, pero el resultado no es exactamente el que ella querría. La suavidad no encuentra lugar en el rostro de marcadas facciones, de pómulos prominentes, de labios finos. Hablan en voz alta, como si se dirigieran a un numeroso auditorio, mientras Gabriele les ofrece una copa.
Entre Antonia y Marcos se establece un combate de palabras. Cada uno intenta vencer al otro en agilidad en las frases, rapidez en la respuesta, ingenio y gracia. Es una curiosa pareja, que basa la relación en una extraña carrera que nunca acaba. ¿Quién será más ocurrente, quién dejará al otro boquiabierto? Dana está convencida de que, en el fondo, se trata de un agotador juego de seducción. Como pretenden sorprenderse mutuamente, siempre están al acecho. No conocen la tregua. Gabriele cree que son estúpidos. No le inspiran una clara antipatía, pero tampoco se fía de ellos por completo. Hace tanto que se conocen, que sería inútil intentar cambiarlos. «Cambiar a los demás nunca ha sido un buen invento», piensa, mientras observa cómo gesticulan. De pronto, se ríe.
—Podríamos escribir un diccionario de gestos sólo con entretenernos en miraros —dice.
—Siempre hemos sido gente expresiva —salta Antonia—. ¿No será un defecto? ¿O piensas que gesticular me puede hacer parecer demasiado… ordinaria?
—De ninguna manera, querida. —Gabriele la mira a los ojos—. Tú nunca serás ordinaria.
—Dana nos comentó que volvías hoy —interviene Marcos, incapaz de quedar demasiado tiempo fuera de la escena—. Insistió en que viniéramos a cenar con vosotros.
—«¡Anda!», le dije yo —replica Antonia con voz de simulada indignación—, «ya llevaremos nosotros algo». He traído queso y vino francés, pensando que os apetecería.
—No tenías que haberte tomado la molestia. He preparado unas ensaladas.
—¡Magnífico! Buen vino, buena comida, y mejor compañía.
Marcos parece encantado de la vida, de haberse conocido, de encontrarse en aquel salón con sus amigos. Sonríe a diestra y siniestra, como si fuera el único actor en un escenario, en una sala llena de focos que centran en él la atención del público. Es un hombre atractivo, que conoce la seducción que esconde su sonrisa, la forma de mirar con los párpados entornados, ocultando a medias los ojos; unos ojos que Dana conoce sin todos los disfraces que ha adquirido con los años, con lo que le ha dado la vida.
Cuando se instaló en la casa, él vivía en el piso de enfrente: puerta con puerta, un hombre y una mujer solos. Sin embargo, no hubo ni una de aquellas largas noches de invierno, cuando él leía un libro junto a la chimenea, en que se le ocurriera llamar a su puerta para pedirle algo de sal. En aquella época, Marcos devoraba antiguas películas de vídeo en blanco y negro, secuencias llenas de sombras que entonaban con los claroscuros de la escalera. Nunca habría pensado visitar a la vecina con una excusa. ¿Podría haberle dicho, por ejemplo, que era un experto en bricolaje, que podía ayudarla a colgar un cuadro, a clavar las estanterías o a ajustar el grifo del lavabo? En realidad, no era cierto: los tópicos no funcionarían. El hombre tenía serias dificultades para utilizar un martillo y nunca se decidía a colgar las cortinas del comedor.
Cuando se encontraban por la escalera, se saludaban con una sonrisa que no significaba casi nada. Quería decir que tenían prisa, un deseo de huida inexplicable, pocas palabras para compartir, secretos que se callan. Decían algunas frases sobre el tiempo, si el cielo estaba nublado, o si el sol resplandecía. Él le cedía el paso con un gesto de la mano, ella se despedía con otro gesto, a menudo ligero como un soplo de aire. Pasaron meses sin saber sus nombres. Cada uno de ellos ocupaba un lugar minúsculo, casi inexistente, en el pensamiento del otro. Habían hecho las respectivas mudanzas con pocas semanas de diferencia. Ella llegó cargada de paquetes, de cajas que se apresuraba a abrir, decidida a restablecer el orden en las cosas. Era escrupulosa para colocar cada objeto en su lugar: los extremos de las toallas tenían que estar doblados con exactitud, los zapatos ordenados en línea recta, los jerséis apilados en los cajones. Como no era capaz de dominar el caos en que se había convertido su vida, se esforzaba por mantener pulcra la apariencia del piso. Si no podía controlar el universo, por lo menos controlaría los armarios. Una decisión ridícula, si se paraba a pensarla en frío, pero tranquilizadora. ¿Qué importaba —se decía— si el modo en que encontraba ella la calma era una estupidez? No le importaba en absoluto, sobre todo porque no pensaba contárselo a nadie. Matilde, que intuía su casi desesperado afán de armonía, le ayudaba a desembalar cajas, a deshacer paquetes, a abrir maletas.
Al mismo tiempo, como en un juego de contrastes que se producía a pocos metros de distancia, sin que sus protagonistas lo sospecharan, Marcos acumulaba cofres, arquetas y estuches. Le daba una pereza infinita tener que recuperar todo un arsenal de objetos que, inevitablemente, le recordarían tiempos que quería borrar. Sabía que el pasado puede aparecer en cualquier bagatela. Las horas vividas se materializan en los objetos insignificantes, en aquellas cosas pequeñas que llevan el lastre de una historia. Se habituó a utilizar las cajas como sillas, a sacar la ropa estrictamente necesaria, a estar rodeado de libros que se amontonaban en formas diversas según sus necesidades: podían hacer las veces de la mesa del comedor, ocultos bajo un tapete azul; o transformarse en un taburete desde donde él se situaba en posición estratégica para mirar las estrellas o las farolas de la calle, tras los cristales de la ventana; o convertirse en una improvisada escalera que le servía para ajustar la bombilla del salón, siempre de luminosidad oscilante. Durante meses, vivieron existencias paralelas y opuestas. Cada uno intentaba adaptarse al nuevo espacio, hacerse un rincón. Ella abría los armarios y observaba, satisfecha, la distribución milimétrica de la ropa. Marcos no podía dar dos pasos sin tropezar con un bulto inoportuno. Intentaban reconstruir la vida, como quien llega a puerto después de un naufragio.
El tiempo transcurría lentamente. Cuando en la vida hay un cambio de espacio o de intenciones, el ritmo del mundo se para. Acostumbrarse a nuevos hábitos, aprender a crearlos, exige un esmero especial que absorbe la atención. También es una forma de canalizar los esfuerzos, de dirigir los pensamientos y alejar los fantasmas que todavía pululan, sumergiéndonos en el reino de la insensatez. Dana tuvo que aprender cosas sencillas, como el recorrido guiado por la inercia desde la calle hasta su piso. Aspectos aparentemente nada importantes de la cotidianeidad: «¿Dónde están los enchufes en esta casa?» o «¿Qué pinta una columna justo en medio del comedor?». Adaptarse suponía actuar de una forma diferente de la de la pensión, donde todo tenía un aire de provisionalidad. Ahora, un mundo real, aún por construir, sustituía la falta de concreción que había sido su refugio. Mientras pensamos que una situación es transitoria, no se necesitan esfuerzos. Es suficiente dejarse llevar por el presente: ¿qué importa, si no nos gusta el papel de las paredes o sabemos que, entre aquellas sábanas, han dormido otros muchos cuerpos? Estamos, pero no por completo, medio perdidos en un lugar extraño.