—Gabriele, te he pedido que vinieras porque tenemos una conversación pendiente.
—¿Una conversación? —Se esforzó por alegrar aquel ambiente enrarecido—. Tú y yo siempre tendremos muchas cosas que decirnos. Sabes que me encanta que hablemos.
—Sí, lo sé. Pero ahora no me refiero a temas banales. Hay algo concreto que tengo que contarte. Lo he ido aplazando sin darme cuenta. Siempre pensaba que habría tiempo.
—Claro, abuelo. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—No, ya no. Tengo una fecha de caducidad. No somos como el arte que sobrevive siempre. Es una lástima, pero lo tenemos que aceptar.
—Tendrás una larga vida. ¿Qué haríamos sin ti? —Era el tono de dolor de un adulto mezclado con la ingenuidad de un niño, incapaz de ver desaparecer a aquellos a quien quiere.
—Vivir. Pero de ningún modo he pretendido hablarte de mi muerte. Quería enseñarte este cofre. Míralo.
—Es una buena pieza, bella y sólida. ¿Qué contiene?
—Sí, es un buen envoltorio para proteger lo que esconde. Quiero regalártelo, pero no tienes que abrirlo hasta que llegue el momento.
—¿De dónde ha salido?
—Hace tiempo que me pertenece. Mejor dicho, lo traje desde muy lejos y fue de tu abuela. Tienes que guardarlo con cuidado, hasta que encuentres a una mujer que te robe el corazón.
—Sabes que tengo un corazón débil, que se deja robar con facilidad —intentó bromear.
—Quiero decir a una mujer a la que ames más que a nadie en el mundo, más que a ti mismo. Cuando la encuentres, te darás cuenta. Quiero que le regales el cofre. Tendrá que abrirlo y lo que guarda será para ella.
—¿Para ella?
—Sí. Antes fue de tu abuela.
—Pero si fue de la abuela, ¿no crees que tendría que ser entonces para mi madre?
—De ninguna manera. —Se endurecieron sus facciones.
—No te entiendo.
—La razón es sencilla. Tu padre no encontró a una mujer que le robara el corazón; se casó por inercia, porque tenía que hacerlo.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro. No es culpa de tu madre. Es tu padre quien no sabe querer. Hay personas que aman como viven: con mezquindad.
—Eres duro juzgándole.
—Digo la verdad, y los dos lo sabemos. Hay cosas que nos cuesta decirlas, pero que son ciertas. Tu padre no sabe lo que es enamorarse. ¿Qué quieres que haga? Él se lo ha perdido. Toma, aquí está el cofre. Recuérdalo siempre: dáselo a la mujer que te enamore. Espera el tiempo que haga falta, hasta que estés realmente seguro.
—¿Cómo sabré quién es ella?
—Lo adivinarás, como hice yo cuando conocí a tu abuela. Lo sabrás con una certeza que casi te hará daño. No hablemos más de ello. Dime: ¿cómo fue la última subasta? ¿Conseguiste el jarrón japonés que querías comprar?
Una mañana, Dana se despertó de buen humor. Las calles de Roma le habían calmado la ansiedad. Los paseos le habían devuelto la calma. Era una sensación que le resultaba extraña, como si hubiera salido el sol tras muchos días grises. Quiso aprovechar aquel impulso que intuía todavía débil. Se vistió con más esmero. Buscó entre la ropa del armario hasta que encontró un vestido azul. Salió dispuesta a encontrar trabajo. No fue sencillo. Tuvo que recorrer muchos lugares de la ciudad. Recortaba los anuncios de los periódicos que solicitaban a alguien para un puesto de trabajo, llamaba a los teléfonos que aparecían, concertaba entrevistas. Había recobrado la fluidez de las palabras, la capacidad de contar quién era y qué buscaba. Fotocopiaba su curriculum, lo enviaba a las direcciones pertinentes. Antes le habría resultado imposible. Volvía cansada, con una sensación de derrota que se esforzaba por vencer. Matilde la esperaba en el rellano de la escalera, un hilo de esperanza en el fondo de sus ojos. Cuando la veía abatida no se decían nada. Pasaban al comedor y tomaban una taza de café. A la mañana siguiente, Dana volvía a la calle. Ya no tenían sentido los paseos sin meta ni final. Se habían acabado las horas destinadas sólo a la necesidad de recorrer cada palmo de la ciudad.
Encontró trabajo en la Librería Española, en la piazza Navona, frente a la iglesia de Santa Agnese. Era una sala rectangular, no muy grande, con una escalera que conducía al piso inferior. Trabajaba a pocos metros de la fuente de Bernini que representa los cuatro grandes ríos. En la casa vecina estaba la sede del Instituto Cervantes, donde se organizaban actos literarios. Desde la librería, colaboraba en la preparación de conferencias, de recitales poéticos, de lecturas. Era uno de los lugares más bellos de la ciudad, todos los edificios con las fachadas pintadas de rosa, de amarillo, de naranja. Había pintores en la calle y músicos que tocaban sus instrumentos. Por allí se paseaban los turistas. A mano derecha, al salir del trabajo, un quiosco de prensa. No mucho más lejos, el Caffè Barocco, donde todas las mañanas soleadas se bebía un zumo de fruta. La existencia parecía recuperar un aire de normalidad que le gustaba. No pedía mucho más: la placidez de una conversación, trabajar a gusto, levantarse con ganas de vivir. Tenía bastante con la sensación de que había recuperado el dominio de su mundo, de que había sabido reconstruirlo. La calle de los anticuarios no quedaba lejos. Cuando regresaba a la pensión, a menudo se acercaba a mirar los cuadros. Se preguntaba cuántos días más tendría la suerte de encontrarlos en aquel escaparate.
Sus dedos eran las piernas de las marionetas; el resto, un trozo de tela y un rostro de cartulina. Cuando sonaba la música, movía las manos con una agilidad prodigiosa, siguiendo ritmos bailables. Daba la impresión de que los movimientos eran reales en unos cuerpos que él mismo se inventaba. Se sentía el rey de los polichinelas. Cuando se acababa la canción, los personajes se dormían en un estuche. Sacaba otros que retomaban los pasos con idéntica gracia, dotados de una agilidad que nunca flaqueaba. Era el hombre de la camisa amarilla, de la piazza Navona. Si hacía sol, instalaba el teatro de las marionetas danzarinas. A su alrededor se formaba un círculo. Los peatones se paraban a contemplarlo. Quieto el cuerpo, los dedos no dejaban de moverse sobre el pequeño escenario. No sonreía, absorto en su propia representación, como si fuera un espectador más.
Le descubrió cuando hacía poco que trabajaba en la Librería Española. Se acercaba con curiosidad. Serían las marionetas: seguir sus movimientos la distraía. Hay momentos mágicos que nos invitan a volar. Notaba como si emprendiera el vuelo. Era un sentimiento agradable que la ponía de buen humor. El hombre llegó a formar parte del paisaje de aquella plaza. Si llovía, se iba. Recogía los bártulos en pocos minutos y desaparecía. No dejaba rastro de su presencia luminosa. La camisa amarilla se perdía tras una nube. Se estableció una curiosa complicidad entre ambos. Nunca se hablaban. Ignoraban sus nombres, dónde vivían. El movimiento de los dedos se volvía más ágil al verla. El rostro no se alteraba, pero las manos le daban la bienvenida. Le sonreían. Ella le correspondía con una inclinación de la cabeza, casi imperceptible. Se paraba unos minutos, mientras notaba la mirada del hombre. Sin despedidas pero con el ánimo alegre, se iba a trabajar. Intuía que la seguía con la mirada hasta que cruzaba la plaza.
No tenía demasiadas relaciones en la ciudad. Matilde, los dos compañeros de la librería, con quienes mantenía un vínculo de trabajo, y el hombre de la camisa amarilla. «Curiosos compañeros», pensaba alguna vez. Los huéspedes de la pensión eran conocidos ocasionales que siempre estaban de paso. Saberlo la liberaba de tomarles afecto. En cambio, conversar podía aligerar la soledad en un momento concreto; ese sentimiento incómodo que las palabras amables suavizan. Solían ser charlas breves, que le recordaban que el mundo continuaba más allá de las calles romanas. Las relaciones con sus amigos de Palma habían ido reduciéndose. Desde que vivía en Roma, se resumían en llamadas de vez en cuando. Prefería algunos minutos de teléfono en lugar de las cartas. En los mensajes escritos habría transmitido muestras de su estado de ánimo. Lo habría hecho con inexactitud e imprecisión. Pretendía mantenerlos en secreto. ¿Cómo se encuentran las palabras justas para describir las sonrisas recuperadas? ¿Y la tristeza de un día nublado, cuando el hombre de la piazza Navona no acudía a la cita? ¿Y la alegría de volver a ver unos cuadros en un escaparate? La existencia del presente era una sucesión de instantes que vivía sin querer contarlos. Lo había construido tras muchas ausencias, sobre todo, su propia ausencia mientras andaba por el mundo sin existir.
Algunos sábados iba a la via dei Fienaroli, al Bibli. A menudo la acompañaba Matilde. A veces, acudía sola. Era una librería-café, un lugar donde se encontraba cómoda. Había una serie de salas comunicadas entre sí. No eran excesivamente grandes, y el ambiente resultaba cálido. Tampoco eran demasiado pequeñas, para que pudieran reunirse grupos de gente diversa. En el suelo, viejas alfombras indias que trazaban dibujos geométricos. Los azulejos eran de un verde esmeralda que recordaba el mar; los techos eran de madera. En una terraza cubierta, luminosa, estaban ordenadas unas mesas blancas. El aroma de la comida llegaba hasta la sala de actos: fragancias de tortas que se mezclaban con los olores que desprenden los libros cuando los han leído. De una pared, que servía de tablón de anuncios, colgaban centenares de papeles con mensajes: había quienes ofrecían clases particulares, traducciones, unos garitos, ropa usada, joyas que fueron de la abuela, pisos para compartir; había quienes pedían el título de un libro extranjero, intercambio de conversaciones en italiano, clases de cocina, especias de Oriente. Dana se paraba a leerlos. El expositor le recordaba el pizarrón de un aula imaginaria donde la gente podía escribir lo que buscaba y lo que tenía para ofrecer a los demás. No había tiza, que se borra con facilidad, sino papeles de colores escritos con todas las caligrafías imaginables, papelitos huidizos como su pensamiento, cuando los recuerdos empezaban a perder intensidad. Desdibujadas las imágenes, todo era menos doloroso.
En aquel café lleno de libros conoció a Gabriele. Era un sábado lluvioso. Como hacía frío, Matilde había optado por no moverse de la habitación. Dana se puso un abrigo, y se lió una bufanda de lana. Anduvo por las calles poco transitadas. Se sentó en una silla cerca de la ventana. Pidió un trozo de pastel y una infusión. Se concentró en las páginas de un libro de viajes que le hablaba de países remotos, de lugares inexplorados. A una mesa cercana estaba sentado Gabriele. Había quedado con un grupo de amigos para ir a cenar. Era un encuentro de viejos conocidos de la facultad que le daba una cierta pereza. Tras los estudios, sus vidas habían seguido caminos diferentes. Si no hubieran insistido tanto, habría optado por no ir. Siempre había creído que hay viejos lazos que no tienen razón de ser: hay que cortarlos antes de que nos demos cuenta de que ya nada nos vincula a ellos, ni siquiera un amable recuerdo. Como no le apetecía mucho acudir a la cita, llegó antes de la hora prevista. Era una actitud que le caracterizaba: si una cosa le resultaba poco atractiva, tenía prisa por terminarla. Le dominaba la falsa percepción de que, adelantando el reloj, acortaría la duración de ciertos encuentros. Estaba impaciente, con ganas de marcharse, hasta que vio a Dana.
El rostro parecía surgido de un cuadro de Boticcelli. Los cabellos caían ondulados sobre los hombros. Tenía los pómulos marcados y los ojos absortos en la lectura. Unos ojos lejanos, que tenían un aire de irrealidad, un algo indefinido de melancolía. Sintió la urgencia de saber cómo se llamaba. Pese a la fragilidad de las facciones, le habría costado definir su expresión. Se preguntó cómo podría acercarse a ella, ya que sentía una curiosidad poco habitual, y nada lógica, pensó, dado que la situación no era sencilla. Estaba concentrada en el libro; sus amigos, cuya presencia ahora le resultaba insoportable, no tardarían en aparecer. Podía imaginarlos llenando la sala de ruido, saludándole con grandes muestras de afecto. Con un movimiento de la mano, se retiró los rizos de la frente, miró de nuevo a la mujer que no notaba su presencia y se decidió a actuar.
Dana miró a su alrededor. Había pasado un rato alejada del mundo real, del ambiente tranquilo de la sala. Regresaba con un gesto de somnolencia, como si tuviera que esforzarse por salir de un aislamiento buscado. Era la mirada que retorna y se fija de nuevo en las cosas: la mesa con la infusión casi fría, los restos del pastel y, algo más lejos, la gente. Algunos estaban concentrados en la lectura. Pequeños grupos hablaban en un tono de voz no muy alto, que propiciaba la confidencia. Se dio cuenta de que Gabriele la miraba. Se sintió observada por el hombre de los cabellos rizados y se preguntó quién sería. Nunca le había visto por allí. Aunque iba con frecuencia, tuvo la certeza de que no habían coincidido antes. Era una mirada insistente, que no le resultaba incómoda. Al contrario, comprendió con sorpresa que le gustaba ser el centro de su atención. Durante muchos meses, había procurado pasar inadvertida. El sentimiento de desasosiego que había experimentado de una forma rotunda le había hecho desear también la ausencia de los demás. Vivía en un mundo de figuras imprecisas, donde sólo algún rostro llegaba a concretarse. Aquel hombre, de pronto, existía; no era como las demás personas que estaban en la misma sala, aunque no llegaba a comprender la razón; ni como el titiritero de la camisa amarilla.
Fingió que leía. Se refugió en el disimulo, porque no sabía cómo tenía que reaccionar. Era incapaz de mirarle, mientras él la miraba. Aguantar la insistencia de aquellos ojos le pareció un esfuerzo inútil. ¿De qué le habría servido? No se trataba de un reto ni de un desafío. Miró la página sin saber lo que ponía. Intentó pasar un par de hojas, con un gesto torpe. No estaba nerviosa como una adolescente que comprueba que un joven atractivo la observa. Se sentía confundida, una mujer que no sabe muy bien lo que sucede. Una situación vivida antes puede parecer nueva: un hombre la miraba y ella lo notaba. ¿Cuántas veces debía de haberle pasado lo mismo en otros tiempos y en otros lugares? Probablemente muchas, pero no importaban. Hay experiencias que volvemos a vivir como si fueran inéditas en nuestra vida. Una hoja en blanco, sin anotaciones ni pies de página que nos guíen la lectura de lo que todavía se tiene que escribir.
Gabriele se levantó y se acercó a su mesa. Le preguntó:
—¿Te puedo invitar a tomar otra infusión? Creo que se te ha enfriado… ese libro debe de gustarte mucho.