Hay encuentros que nos cambian la vida. Hay personas que llegan en el momento preciso, como si surgieran de un encantamiento. Se convierten en criaturas benéficas, que curan viejas heridas. Nos reconcilian con nosotros mismos. Le divertía pensar que, en otras circunstancias, no se habría fijado en aquella mujer menuda que vestía con extravagancia. Con una mirada rápida, la habría considerado vulgar, nada interesante. Todo lo vivido le había servido para que observara el mundo desde otro prisma. Tenía la mirada limpia de los niños y astuta de los viejos. No permitiría que ningún prejuicio se interpusiera entre ella y quien tenía enfrente. Nada distorsionaría la imagen de una mujer magnífica. La descubrió en las conversaciones en el comedor de la pensión. Eran charlas que se prolongaban cuando los otros huéspedes habían abandonado las mesas. El espacio era propicio para las confidencias. Hay historias que cuestan de contar. No encontramos las palabras justas que sirvan para describir lo que hemos vivido. ¿Qué palabras pueden expresar la sorpresa, el miedo o las dudas? ¿Con qué frase se construye la profundidad exacta de un sentimiento? La dificultad también puede surgir de quien nos escucha. No es sencillo encontrar al interlocutor que pone las dosis justas de atención, de buena voluntad, de afecto. La persona que calla y que habla, que respeta los silencios, pero no nos deja nunca sin respuesta. Una combinación casi imposible que tuvo la suerte de descubrir. Le contó su historia a Matilde. La otra la escuchaba sin hacerle reproches ni formular demasiadas preguntas. No juzgaba, ni pedía explicaciones, ni manifestaba extrañeza. Bebía un capuchino, mientras con la mano izquierda, que tenía los dedos delgados, nerviosos, hacía minúsculas bolas con los restos de pan que había en el mantel.
Hay historias que, cuando se han contado, parecen menos terribles. Los fantasmas toman forma a través de las palabras. Cuando se concretan, no nos asustan. Empezó a vencer el miedo en las conversaciones con Matilde. También en aquellos primeros paseos que dieron juntas por Roma. Le costó salir de la pensión, abandonar el refugio y asomarse a la luz. Al principio, no quería ni escucharla. Aseguraba que necesitaba descanso, que había recorrido demasiadas calles, que no tenía fuerzas para enfrentarse al mundo. Matilde le hablaba de plazas y mercados, de iglesias y de pintura. Le decía que tenía que permitirle acompañarla, elegir algunos lugares que quería compartir con ella. Se lo contaba de vez en cuando, de pasada, sin insistir. Lo comentaba y cambiaba de tema, mientras Dana sonreía vagamente.
Volver a sonreír le hacía percibir los gestos: el rictus de los labios curvándose, los ojos que recuperan el brillo. No es fácil recobrar la espontaneidad de una sonrisa, cuando la habíamos borrado de la memoria. Habían pasado meses. Como un hecho natural que no se busca, sino que aparece en el momento oportuno, sentía una ligera alegría, casi imperceptible, que permite que los músculos del rostro se relajen, al tiempo que pierden la rigidez que transforma la cara en una mueca. Al darse cuenta, se sorprendió. Miró a Matilde. Supo que ella se había dado cuenta de que su vida era distinta; habían creado un tejido de complicidades lo suficientemente intensas como para que pudiera entenderlo.
Fueron a la piazza Campo dei Fiori. Matilde se puso una falda plisada, que ondeaba con sus movimientos. Llevaba un jersey verde, que anunciaba la primavera lejana. Los zapatos, con puntera y tacones, la levantaban algunos centímetros del suelo. Dana se vistió con unos pantalones anchos, un jersey grueso. Se recogió los cabellos en una cola. Los rostros de las dos mujeres no se parecían en nada. Las facciones eran distintas, pero también las expresiones que reflejaban. Cada una representaba un juego de colores: en Dana, todo era pálido, etéreo; las ojeras y las mejillas hablaban de días en oscuras habitaciones. Matilde hacía pensar en un pintor que había jugado con los colores de la paleta en su cara: la boca pintada de un rosa brillante, los ojos con sombras violáceas, las marcas del colorete… parecía una muñeca feliz. La otra era el retrato de una Madonna dolorosa. Contrastaban de una forma absoluta.
Había una fuente redonda, con un pequeño surtidor. Los edificios que rodeaban la plaza eran de color tierra, como si los hubiera pintado una lluvia de barro que hubiera quedado retenida en las fachadas. En un lado de la plaza, había un mercado de verduras. En el otro, uno de flores. Montañas de flores ante sus ojos. Era una fiesta de rosas. Matilde colmó sus brazos de ramos multicolores. Dana la observaba con la sonrisa recuperada, aquel gesto de los labios que había imaginado perdido para siempre. Vivía una sensación inexplicable de retorno. ¿De dónde volvía? ¿De qué lugares remotos y difíciles? No lo sabía. En la Tasca del Campo, un largo mostrador se abría a la plaza. Sobre él se alineaban las botellas. En el suelo, tinajas de madera llenas de cacahuetes. La gente los cogía, abría las cáscaras con los dientes y las tiraba al suelo. Se había formado una alfombra de una tonalidad arenosa. Matilde, con un vaso de vino tinto en la mano, hablaba, contenta:
—¿Lo ves? Roma es una ciudad de plazas. Una serie de plazas, una tras otra, unidas por calles estrechas. Me gusta esa sensación. Cuando llegué de Palma, me costó descubrirlo. Me preguntaba si sería capaz de vivir aquí.
—¿Viniste de paso?
—Llegué en un viaje organizado. Éramos un grupo de turistas que partimos en autocar, para una larga ruta. No conocía a nadie del grupo. En realidad, no quería ir. Acababa de perder a mi tercer marido, y no estaba para alegrías. Fue idea de María.
—¿Quién es María?
—Una amiga de siempre. Trabaja en un mercado. Se casó con un hombre que tenía un puesto de verduras. Quizá por esa razón decidió que tenía que hacer el viaje. Intuía que me podría gustar: Roma también es una ciudad de mercados.
—¿Mantenéis el contacto?
—Sí. Nos llamamos de vez en cuando. A veces nos escribimos alguna carta. María ha tenido suerte. Está satisfecha con la vida que le ha tocado vivir, cosa que tiene mucho mérito.
—¿Es una mujer resignada?
—No lo creo. Valora lo que tiene. Me compró el pasaje y no me dejó ninguna alternativa. Me preguntaba qué estaba haciendo yo, en aquel autocar. Me sentía imbécil, rodeada de parejas, gente que no tenía nada que ver conmigo. Hicimos las excursiones típicas. Recorrimos la Roma de los monumentos y las piedras.
—¿Te gustó?
—Mucho. Me gustó aquella magnificencia, la explosión del arte. La ciudad me impresionó, pero no lo suficiente como para decidir vivir en ella, claro.
—¿Cuándo lo decidiste?
—El último día. Sin darme cuenta, me separé del resto del grupo. Me perdí por las calles y descubrí las plazas. La caminata duró horas. Pasé de la curiosidad a la sorpresa, y de ésta a la fascinación absoluta. Fue como enamorarse. ¿Quién se hubiera imaginado que me enamoraría de una ciudad, cuando creía que ya nada me podía seducir?
—¿Y te instalaste en la pensión?
—Sí. Al principio, pensaba que era una situación transitoria. Me quedaría una temporada y regresaría a casa.
—¿A la vida de antes?
—La vida de antes ya no existía. Después de tres maridos, ¿qué me quedaba? Me lo preguntaba a menudo, pero la respuesta era triste. Aunque siempre he tenido un carácter alegre, me costaba recuperarme de las desgracias. Ponía el corazón en el amor. Tú lo puedes entender.
—Creo que sí. —La miró con fijeza. Tenían la confianza que dan las palabras dichas, lo que está contado y no hace falta repetir. Eran cómplices.
—Poco a poco, la atracción por la ciudad dio paso a un amor más profundo. ¿Cómo podría describirlo? Aquel deslumbramiento inicial no desapareció. Apagados los primeros rayos de entusiasmo, comprendí que había encontrado un lugar para vivir.
—Es curioso: yo tuve la misma sensación al pisar el Trastevere.
—Era una mujer herida que encontraba consuelo en las calles de una ciudad. Comprendí que, a veces, lo que nos ha parecido un paréntesis puede ser el inicio de un nuevo camino. La vida en la pensión era una forma de no recluirme en mí misma. Me gustaba la gente que encontraba. Conversar, compartir una mesa en el comedor. Me gustaba saber que cada encuentro era breve, que tenía fecha de caducidad. La gente no podía hacerme daño, porque nadie se quedaba demasiados días. Era una suerte.
—Yo también soy una mujer herida.
—Tú eres joven. Tienes toda una vida por delante en Roma, además de mi amistad. ¿Te parece poco?
—Me parece un regalo. Gracias.
—¿Gracias? Ya me las darás cuando hayas visto la pintura que quiero enseñarte.
—¿No volvemos a la pensión?
—De ninguna manera. Ahora le toca a Caravaggio.
Andaban deprisa. Matilde delante, con una mano en el brazo de Dana, que iba unos pasos atrás. Una hacía de guía; la otra se dejaba llevar por las calles de Roma. En la via della Scrofa está la iglesia de San Luigi dei Francesi. En una de las capillas laterales hay tres obras de Caravaggio sobre la conversión de san Mateo. Hay pinturas que cuentan una historia; mirarlas es como recorrer con los ojos las páginas de un libro. Encontramos en ellas movimientos y personajes, sentimientos que se insinúan en una mirada, gestos que nos hacen pensar en frases dichas, en palabras por decir. El pintor era capaz de utilizar la luz como si estuviera en un teatro: un foco de luz iluminando al personaje principal. La primera pintura, situada a la izquierda, representa una taberna, un tugurio donde sólo se distingue con nitidez la figura de Mateo, el recaudador de impuestos que mira con avaricia las monedas que ha ido amontonando. Jesús entra por la puerta y le señala; se ha obrado el prodigio. Él deja la riqueza para seguir al hombre de los pies descalzos.
El cuadro central es la figura de Mateo en una actitud humilde. Parece a punto de caerse del banco donde está sentado; va descalzo. Se concentra en la tarea mientras un ángel le enseña a escribir. Por último, a la derecha, el cuadro que fascinaba a Matilde. La escena tendría que representar el martirio del santo, pero el pintor jugó con la composición. Alteró el significado de las imágenes. Reconvirtió la historia en un asesinato en la calle. Mucho más simple, pero mucho más humano. La luz ilumina la espalda del asesino y el cuerpo del hombre caído en el suelo, que intenta inútilmente detener la espada del otro. La gente huye. Un niño anónimo corre, asustado. El mismo pintor se incorpora a la historia. Escapa también de la muerte.
Matilde contempló el cuadro. Entonces le hizo una señal, para que se fijara en cada detalle. Le dijo:
—Una vez, me imaginé que mataba a un hombre con un estilete. Se parecía a esta espada, pero era más pequeño, más manejable.
—¿Lo habrías hecho?
—Creo que no, pero era una posibilidad que me tranquilizaba. Ese cuadro me gusta.
—¿Porque te recuerda tu historia?
—No sólo por esa razón. Me gusta ver que incluso los santos pueden morir en la calle. Todo el mundo abandona al hombre que está a punto de morir. Se siente solo. Yo también me he sentido sola. Cuando lo vi por primera vez, pensé…
—Creíste que era una buena representación de la muerte.
—No. Me di cuenta de las ganas que tenía de vivir, a pesar de todo. Fue aquel día cuando me alejé del resto del grupo por las calles de la ciudad. Por eso he querido que tú también lo vieras.
No volvieron directamente a la pensión. Aunque Dana sólo lo intuía, Matilde era una experta en el arte de elegir el camino más largo. No se resignaba a convertir los paseos por la ciudad en una carrera para llegar a una determinada dirección. Prefería deambular. Conocía rincones inesperados, deliciosos remansos, lugares que permitían la contemplación de un detalle o el recreo de la vista. Nunca tenía prisa. «¿Qué sentido tiene llegar unos minutos antes, cuando lo único que importa es disfrutar de todos los minutos?», se preguntaba. A Dana, que era de naturaleza impaciente, la vida en Roma la atemperaba. Todo lo que había vivido con una sensación de urgencia le parecía absurdo. No protestaba, cuando la otra le mostraba un edificio, un árbol, una esquina luminosa. No olvidaría los paseos compartidos. Vendrían otros que retendría en la memoria un instante o mucho tiempo. No importaba. La primera salida trabó los lazos de amistad que se habían ido forjando de conversación en conversación, en el comedor de la pensión. En la calle, bajo la luz del día, las personas son diferentes. Se presentan sin la protección que les ofrecen las paredes de una casa. Vio minúsculas arrugas en los párpados de Matilde. Se acentuaban cuando reía. Matilde descubrió un rictus de fatiga en la cara de Dana. Eran signos que la vida había ido dejando en sus rostros, marcas que las hacían más próximas a los ojos de la otra.
Era una mañana de domingo. En viale di Trastevere estaba el mercado de Porta Portese. Era un lugar ruidoso, alegre. Se reunía allí mucha gente, dispuesta a vender cualquier cosa. Los domingos por la mañana, en Roma, todo está en venta. Los objetos más diversos se acumulan, para ser descubiertos. Había antigüedades, libros, postales, ropa, instrumentos de música, cajas llenas de secretos, cartas perdidas, álbumes de fotografías. Matilde sonreía al adivinar el entusiasmo de Dana. Le aseguraba:
—En este mercado puedes llevarte muchas sorpresas. Roma vende el mundo a aquellos que la visitan.
—Ya lo veo. ¿Sabes que me encantan las antigüedades? Los objetos que vienen de lejos, que tienen historia…
—Aquí hay muchas historias. No imaginas lo que puedes llegar a encontrar.
—¿Como qué? —La observaba con la expresión fascinada de una niña.
—Un violín que suena sin cuerdas. Un brazalete de esmeraldas. Una caja de cartón que nadie puede abrir porque oculta los secretos de una antigua familia.
—¿Todo eso? —Sonreía.
—No sólo eso. Una cosa es comprar; la otra cosa es vender.
—¿Qué quieres decir?
—En este mercado puedes montar un tenderete y vender lo que te sobra.
—¿Yo? —Volvió a sonreír—. ¿Y qué me sobra?
—Te sobra la tristeza.
—Nadie quiere tristeza. —Desapareció la sonrisa—. Nunca tiene compradores.
—Sí los tiene. Sólo hace falta tener paciencia. Al final, siempre se la lleva el viento.
Gabriele era anticuario. Había aprendido el oficio como quien hereda una tradición que viene de muy lejos. Se sentía orgulloso de aquella tarea que habían llevado a cabo generaciones de su familia. Estaba satisfecho de haber acrecentado el negocio, de haberlo mejorado con experiencia y ganas de aprender. Estudió historia del arte en Roma. Después, dedicó un tiempo a viajar por el mundo: quería perderse por las salas de los grandes museos de Europa. Embobado delante de los cuadros de los maestros, descubrió la pasión por la pintura, aprendió a ser humilde ante la belleza, respetuoso frente a la genialidad, prudente a la hora de emitir juicios. Se aficionó a recorrer tiendas en las que vendían muebles, esculturas, cerámicas rescatadas del olvido. Cuando llegaba a un lugar que no conocía, preguntaba dónde estaba el barrio de los anticuarios. Iba a visitarlo con una sensación que era una mezcla de curiosidad y de entusiasmo. Cualquier descubrimiento le llenaba de una alegría desbordante. Nunca se cansaba de buscar. Entre todas las piezas, siempre había alguna que le robaba el corazón. Un corazón que era exigente, que no actuaba por impulsos inesperados, sino que se dejaba llevar por la prudencia.