También le gustaban los mercadillos de antigüedades. Podía recorrer kilómetros de calles donde los vendedores exhibían sus mercancías. No sentía el sol ni el frío. Se movía con cuidado, capaz de seleccionar de un vistazo las piezas más preciadas. Tenía buen olfato y un instinto depurado para diferenciar la quincalla de los objetos valiosos. Había respirado ese instinto en su casa, en un ambiente de personas acostumbradas a captar la belleza. Había ido depurando el buen gusto, hasta que se convirtió en un rasgo de su personalidad. No soportaba las estridencias. La vida tenía que ser una suma de proporciones armoniosas, de tonalidades combinadas con acierto. Podía pasarse horas en un puesto de venta. Se entretenía en encontrar aquel tesoro que hace más felices a quienes aman el arte. La emoción era una parte de su oficio, pero no la única. Estaba también su capacidad de valorar una pieza, de situarla en las coordenadas precisas del tiempo y del espacio, de intuir su historia. Entonces intervenían el análisis y el rigor. Su mirada adquiría un aire frío, la distancia necesaria para reconstruir un relato; la crónica que contaba por qué caminos había ido a parar un determinado objeto a sus manos. Cada pieza era la consecuencia de un itinerario apasionante. Su abuelo le decía que una obra de arte antigua siempre lleva la fragancia de las casas a las que ha pertenecido, de las personas que se han sentido fascinadas por ella. Podemos imaginar las conversaciones, los encuentros de los cuales ha sido testigo, las miradas que ha robado. Decía que cada una de las piezas era un receptáculo de emociones y de hechos vividos. Aseguraba que todos esos hechos y emociones habían dejado una marca grabada.
—Hay marcas que no muestran un rastro visible, pero que alteran la realidad del objeto —afirmaba—. Se oscurecen los colores o se hacen más suaves las formas. Las transformaciones resultan imperceptibles. No se captan con los cinco sentidos, sino con otro peculiar sentido que poseen algunos elegidos por la fortuna.
Ellos formaban parte de este grupo. Sabían captar los efluvios que desprenden los enseres que acumulan muchos años, diferentes paisajes, el pálpito de existencias desconocidas.
Gabriele nunca se había burlado de las afirmaciones de su abuelo. Estaba seguro de que no le engañaba cuando le decía que un cuadro era el eco de la vida del pintor, que una joya ocultaba los secretos del cuerpo que la lució, que una escultura de bronce mantenía todavía la huella de las manos que la habían modelado. Pese a las amonestaciones del padre, obstinado en afirmar que el abuelo perdía la cabeza, él sabía que las cosas tienen vida propia. Es una vida que adquieren con el tiempo y que las perfecciona. Merece la pena conservar los objetos que sobreviven con dignidad al paso de las generaciones. Inspiran respeto y deseo de poseerlos, porque mejoran la vida de quienes los saben comprender.
Durante su periplo por Europa, aprendió a valorar el arte de cerca. Las grandes pinturas no constituían un referente lejano que podía encontrar en los libros, sino momentos de su propia existencia en que había quedado cautivado por un cuadro. Significaban la contemplación y el descubrimiento. La fascinación por el arte condicionaba sus actos. Sin darse cuenta, vivió un proceso que le permitía observar de forma diferente el mundo.
Tenía aspecto de bohemio algo desaliñado, lo que le proporcionaba un aire atractivo. Nada era casual ni fortuito: la ropa que llevaba estaba hecha a medida por un sastre siciliano que se había instalado en Roma en su juventud y que ya había trabajado para su familia. Llevaba un reloj de marca y zapatos de cuero cosidos a mano. Los rizos le enmarcaban el rostro a menudo serio, pero que se iluminaba cuando reía. Las facciones eran pronunciadas y el óvalo de la cara bien dibujado. Pese a su gesto formal, tenía un aire de picardía en la mirada. Creció rodeado de una mezcla de normas rígidas que le imponía un padre exigente, y de una permisividad que le recordaba que era un privilegiado de la fortuna. El negocio familiar, próspero durante generaciones, era una garantía de vida confortable. Su apellido, respetado en la ciudad, le abría las puertas de sólidas influencias. Se llamaba Gabriele Piletti: tenía el cerebro de los ejecutivos y la sensibilidad de los artistas, una combinación explosiva que podía causarle algún problema. Aunque se esforzaba en mantener la cabeza fría para los negocios, la pasión solía jugarle malas pasadas.
De aquella época de trotamundos le quedó el entusiasmo por los viajes. Su profesión le daba la oportunidad de viajar a menudo, a la búsqueda de un objeto que perseguía durante meses. Participaba en las mejores subastas y tenía tratos con anticuarios del resto de Europa. Le gustaba arriesgar en las apuestas, no se dejaba vencer por los obstáculos. Cuando le interesaba una pieza, era capaz de actuar con terquedad en su esfuerzo por encontrarla. No escatimaba el tiempo ni la voluntad. Aunque actuaba siguiendo los impulsos de la intuición, podía parecer gélido a la hora de hacer un importante pedido. Se comportaba como si no fuera un asunto de su incumbencia; reprimía las emociones en el momento de cerrar un negocio. Luego celebraba con champán francés el éxito de la operación, y se podía pasar horas contemplando la obra que había adquirido.
La via dei Coronari es la calle de los anticuarios. Los edificios tienen las persianas viejas y las fachadas de un gris plomizo. El color ceniciento se rompe, de vez en cuando, con el verde de las plantas que los romanos sacan al exterior. Es un espacio de palacios con rejas y oscuras entradas. Las tiendas de antigüedades ocupan ambos lados de la calle. Las hay que son pequeños antros donde se amontonan los objetos. Otras son espacios más amplios, que permiten una visión global de las piezas expuestas. En el número doscientos veintiuno está la que pertenece a la familia Piletti. Se llama L'Art Nouveau. A Dana le gustaba pasearse por allí. Se había aficionado a recorrer las calles de Roma, contagiada por el entusiasmo de Matilde, convencida de que tenía un universo por descubrir. Superadas las semanas de reclusión inicial, sentía una necesidad urgente de respirar. Le encantaba perderse por los callejones, descubrir las plazas romanas, auténticos reductos de paz junto al caos. A pocos metros de las zonas más visitadas por los turistas, había espacios casi despoblados. Era un curioso contraste, que le fascinaba. Roma era el destino de millones de visitantes que acudían a pasar unos días, y nada podía distraerlos de las rutas por la ciudad monumental. Las plazas y los callejones se olvidaban por la prisa de quienes tenían que recorrerla en una jornada. Ésa era la razón: a una distancia breve cohabitaban dos mundos diferentes. Uno era ruidoso, caótico; el otro, un oasis para explorarlo, una caja de sorpresas.
A menudo se paraba delante del escaparate de L'Art Nouveau. Había expuestos tres cuadros que se habría llevado en cuanto los vio. Fue un flechazo a primera vista. Esa sensación que tenemos al encontrar un objeto que, sin querer, ya consideramos nuestro, únicamente por el entusiasmo que nos produce. Eran de Mary Golay, una pintora inglesa de principios del siglo
XX
. Había sensualidad en los colores de las telas; toda la fuerza que Dana habría querido recuperar. Representaban las estaciones: la primavera, el verano y el otoño. Faltaba el invierno, una casualidad que le pareció un buen augurio. En el transcurso de su tiempo romano, cuando todavía helaba por la noche, había descubierto una obra incompleta, sin invierno. Iba a verla casi a diario.
Los cuadros eran rectangulares. Cada uno representaba una figura femenina. La mujer del otoño iba vestida de amarillo. Sobre un fondo verde, dos girasoles envolvían su cuerpo: uno a la altura de la cintura, el otro cerca de sus cabellos dorados. La mujer de la primavera tenía los cabellos de color azabache recogidos en la nuca. Levantaba el brazo izquierdo en un arco y doblaba el derecho hasta el pecho. Se la veía rodeada por una explosión de flores blancas. La mujer del verano tenía los cabellos de fuego y a su alrededor flores rojas. Tocaba una lira. Las tres iban vestidas con túnicas que subrayaban las formas de sus cuerpos, la sensualidad que nace de un gesto fortuito.
La casualidad mueve a las personas. Favorece sus encuentros, pero también los desencuentros. Encontrarse puede ser fruto del azar, de la coincidencia en un instante y un lugar. No encontrarse también puede ser el resultado de una simple falta de sincronía. Hay desajustes minúsculos que nos cambian la existencia. La situación era parecida a la de sus encuentros con Ignacio, aun cuando había una diferencia importante: Ignacio y ella se habían visto muchas veces, antes de mirarse de verdad. Cada uno conocía el nombre del otro. Habían oído historias el uno del otro, porque Palma era un nido de chismorreos. Habían oído relatos verídicos y otros inventados, que sólo eran ciertos porque sus conocidos les daban la categoría de verosímiles, pero que nunca habían sucedido.
Dana era una recién llegada a Roma. No sabía quiénes eran los Piletti. ¿Cuántas veces había entrado él en la tienda, en el momento que ella abandonaba el escaparate? Todavía se recortaba su figura en el cristal, cuando el hombre aparecía con el pensamiento en otra parte. En alguna ocasión se habían cruzado: ella con la mirada perdida en un edificio; él concentrado en su último hallazgo. Un día ventoso de marzo, se pararon a mirar una misma fachada. Se hallaban a pocos metros de distancia. Entre los dos, un grupo de gente que los separaba. Ni se vieron.
Una tarde, ella se atrevió a cruzar la puerta. Aunque se imaginaba que no se podría permitir aquel deseo, quería saber el precio de los cuadros. Gabriele no estaba. La atendió un dependiente amable a quien no hizo perder demasiado tiempo. Salió con un sentimiento de imposibilidad que la entristecía. Todavía vivía de sus ahorros. Hacía meses que no trabajaba y la vida no era fácil en Roma. No se podía permitir caprichos cuando no sabía si encontraría trabajo en un plazo breve de tiempo. Calculaba los gastos mensuales con una precisión milimétrica. Destinaba dinero a lo que le era imprescindible para sobrevivir: el alquiler de la habitación, la comida, algún libro y música. Un ramo de flores del Campo dei Fiori. Poca cosa más. No tenía grandes ilusiones, porque su capacidad de desear parecía adormecida. La única excepción eran los cuadros. Al mirarlos tenía la impresión de regresar a la vida. Le habría costado describirlo. Como su principal distracción era andar por las calles de Roma, no gastaba nada en espectáculos o restaurantes. Usaba la ropa que había aprendido a amoldar a su piel, que le era cómoda: faldas largas, pantalones anchos. De vez en cuando, invitaba a Matilde a tomar un capuchino, o compraba una botella de vino. En la mesa, las dos propiciaban que la bebida prolongara la conversación. Se recogía los cabellos en una cola. Se duchaba y se vestía. Una ojeada rápida al espejo le permitía comprobar que las facciones estaban recuperando el tono de antes, que el aire le hacía efecto. Si estaba de buen humor, se dibujaba una raya negra en los ojos. Hacía meses que había renunciado al colorete y a los pintalabios. Tenía la sensación de que le hacían parecer enferma, acentuando la palidez con un toque de artificiosidad robada. Matilde le criticaba aquella falta de interés por su aspecto. Ella, que se pasaba horas en el baño, experta en iluminarse el rostro con los colores más vivos, no la entendía. Le preguntaba cómo podía ocultar los cabellos a la mirada de los demás, por qué escondía el cuerpo con vestidos sin forma alguna. Dana la escuchaba con la sonrisa recuperada, que todavía tenía rastros de fatiga, pero que ya no parecía extraña en su rostro. «¿Si alguien me preguntara a qué me dedico, si algún viejo amigo quisiera saber qué se ha hecho de la periodista trabajadora que conoció, qué podría decirle? —se preguntaba—. Tendría que contarle que he hecho un viaje muy largo, que he vivido días de lluvia. No sería fácil decir que vivo en Roma, que me he enamorado de unos cuadros, que sólo sé caminar. Andar y andar, como si me fuera la vida en ello, como si todavía creyera que puedo huir de un lugar a otro. Mi existencia es un largo paseo que interrumpo para dormir y comer, cuestiones de supervivencia física, y para hablar con Matilde, necesidades del corazón.»
Gabriele guardaba un cofre en casa, oculto en la caja fuerte del gran salón. Detrás de un cuadro que representaba a su abuelo en sus mejores tiempos, había un panel metálico que se abría con una combinación secreta. Contenía los certificados de autenticidad de obras selectas, las escrituras de propiedad de las tiendas y del patrimonio de la familia, las joyas y el dinero, y aquel cofre que nunca había abierto. Era de plata, con una combinación de dibujos geométricos, y se cerraba con tres cerrojos. Cada uno tenía que abrirse con una llave distinta. Las llaves eran de igual medida, pero de forma muy diferente. Las guardaba en una bolsa de terciopelo, cerca del cofre. Hacía años que no pensaba en él. A veces, cuando tenía que abrir la caja fuerte, lo rozaba con sus manos. Se detenía, recordando las palabras del abuelo.
Como era parco en palabras, el abuelo no quería perder demasiado tiempo. Las emociones le resultaban incómodas. Reservaba toda su capacidad de conmoverse para el arte. En la vida, siempre se contenía. Había aprendido a no manifestar sus sentimientos porque le parecían un exceso impropio de la gente educada. Aun así, nadie ignoraba que tenía una obsesión especial por Gabriele. El nieto, al que consideraba una copia mejorada de sí mismo, le inspiraba toda la ternura, una complicidad que no hacía falta expresar con palabras. Por el hijo, en cambio, no había sentido más que un aprecio forzado. Hay afectos que surgen de la voluntad, del deseo de cumplir con un deber; hay otros que son fruto de un lazo más profundo que los vínculos de parentesco. Tenía la satisfacción de sentirse reflejado en un rostro más joven, de ver cómo su curiosidad por la vida se perpetuaba en el nieto. El hijo había vivido siempre el mundo de las antigüedades como un negocio. Una forma como cualquier otra de situarse en la vida. Gabriele, en cambio, tenía una pasión idéntica a la suya. Aquella proyección le hacía menos terrible la idea de la muerte. Tenía la certeza de que, cuando él ya no estuviera, el mundo que adoraba continuaría.
Le llamó a su despacho. Nunca había sido muy paciente, pero esa vez, pese al desasosiego que sentía cuando había un tema que quería resolver, no perdió la calma. Gabriele apareció con aquella sonrisa que le transformaba la cara y que al abuelo le recordaba al adolescente que hacía mil preguntas, deseoso de saber. Antes de empezar a hablar, se miraron. El hombre mayor, admirado ante la energía que desprendía el joven; el otro, sorprendido porque descubría la decrepitud. La adivinaba aun sin quererlo, con un punto de tristeza que se apresuró a disimular. Observó cómo se movía: el temblor de sus manos, el aspecto cansado, la mirada perdida. Su abuelo le dijo: