Pasaban los días, uno tras otro. No había partes médicos nuevos, ni ningún hecho extraordinario. Observaba a su hija, mientras se preguntaba si debía de tener frío. Se acostumbró a mirar el cuerpo inmóvil. Nada alteraba el rostro inexpresivo. «Está dormida —pensaba la mujer—. Cuando era pequeña, a veces me contaba una historia. Decía que un hada encantó a una princesa. Le hizo comer una manzana envenenada y parecía muerta. El encantamiento duró muchos años, hasta que un príncipe la salvó. No sé si vendrá alguno. Los hospitales no son lugares por donde se pierdan los príncipes. Si estuviese en un castillo, o en una cabaña en el bosque, sería distinto. Si los médicos me la dejaran llevar a casa, sé con certeza que llegaría a despertarse. Abriría los ojos cuando oyese los ruidos familiares que conoce de memoria: el ladrido de los perros, el canto de los pájaros, las voces de los vecinos, los juegos de los niños por la calle. ¡Pobre hija mía! A ella, que le daba tanto miedo la oscuridad. De pequeña nunca quería irse a la cama. Decía que la habitación se llenaba de fantasmas cuando todo estaba oscuro. Teníamos que dejarle una luz encendida, para que le hiciera compañía. ¿Y ahora? ¿Quién nos lo iba a decir? Siempre dormida, siempre a oscuras.»
Casi no salía de la habitación del hospital. Cuando el marido la obligaba, lo hacía con recelo. En el bar, pedía el menú del día y se lo comía deprisa. Por la noche, los dos salían al pasillo y comían alguna pieza de fruta que su marido había comprado. Tenían que administrar los ahorros para una estancia que podía ser larga. En el pueblo, cultivaban en una huerta verduras y fruta. Siempre podían hacer caldo de gallina o una tortilla de patatas, un plato de legumbres o de arroz. En la ciudad, todo era distinto. Se sentían inseguros, vulnerables. Él había aprendido algunos itinerarios: del hospital al mercado, del hospital a un jardincillo al que, cuando no podía soportar la espera, se iba a tomar el aire. Y de allí, al tugurio donde dormían por cuatro chavos. La mujer se marchaba sólo cuando era absolutamente necesario. Su lugar estaba junto a la cama de Mónica, su actividad principal consistía en observarla con atención. Por las mañanas ayudaba a las enfermeras. Le gustaba peinarla, como si fuera la niña que volvía a recuperar, muchos años después. Su marido era inquieto. No soportaba los espacios cerrados, ni estar demasiado rato sin moverse. Iba y venía, nervioso. Entraba en la habitación esperanzado y salía con la impotencia reflejada en los ojos.
La mirada de una mujer fija en el rostro de otra mujer. Pasaban los días, pero no sabía cuántos. En un hospital, las horas se suceden con una lentitud que confunde la percepción del tiempo. Las mañanas transcurrían con un ritmo más ágil; las tardes se hacían eternas. Nunca se quejó. No demostraba fatiga y ocultaba la tristeza. Se acordaba del cielo del pueblo. Un día, Mónica movió una mano. Fue un movimiento casi imperceptible que sólo ella vio. Se levantó como si le hubieran dado alas. Se acercó a la cama para cogerle la mano que volvía a estar quieta. La observó, pero el gesto no se repitió. Se lo contó a su marido, que frunció el ceño mientras ella le hablaba. Le conocía aquel gesto, entre el escepticismo y la desconfianza. Intuyó que no la creía. Debía de pensar que eran imaginaciones suyas, que la inmovilidad forzada trastorna la mente. Puede suceder que confundamos lo que pasa realmente con lo que desearíamos. Es sencillo inventarse un mínimo gesto cuando queremos que sea cierto. No volvieron a hablar de ello. Al anochecer, cuando apagaron la luz de la habitación de alquiler donde dormían, le preguntó:
—¿Estás segura? —Había un tono de ilusión incontrolable en la voz.
—Sí. —La respuesta fue contundente.
Al día siguiente, el hombre redujo las salidas. Olvidó el recorrido por el mercado y el aire del jardín en donde se sentaba todas las tardes. Cogió una silla y la colocó junto a la butaca de su mujer. Se sentaron ambos con la mirada puesta en la hija. Apenas hablaban, y continuó la vigilancia, esperando que sucediera un milagro. Volvió a repetirse la escena: la mano izquierda de Mónica se movió. Lo vieron perfectamente. No había posibilidad de error. Cada cual reaccionó de una forma distinta: su madre con una alegría silenciosa, su padre con una expresión de sorpresa casi absurda. Se miraron, y ella se limitó a decirle:
—¿Lo ves?
Él asintió con la cabeza.
Lentamente, los movimientos se fueron haciendo más frecuentes. Mónica movía la mano con una contundencia que no dejaba lugar a dudas. Empezó a agitar los dedos. Los médicos les dijeron que era un síntoma positivo, pero que debían contener el entusiasmo. Se trataba de gestos automáticos, involuntarios; no era consciente, aunque los padres quisieran creer que regresaba al mundo. El rostro se mantenía con la misma inexpresividad a la que habían aprendido a acostumbrarse. La recuperación de los movimientos duró algún tiempo. Los primeros fueron espontáneos. Pronto respondieron al estímulo de los médicos: si le pinchaban un pie, reaccionaba moviéndolo. Ya no era la criatura inerte que se diferenciaba de los muertos porque respiraba. Aquel cuerpo inanimado, que nunca se movía, presentaba indicios de vida. Eran muy sutiles, pero los padres se sentían satisfechos. No abandonaron su lugar de vigilancia. De vez en cuando, la madre murmuraba:
—¿Ves como no estaba muerta? Si ya lo decíamos nosotros…
Con el tono de una letanía, él le contestaba:
—¡Por supuesto que lo decíamos!
Mónica movió los labios. Parecía una tímida sonrisa. Los padres la observaban con una emoción contenida. Serían los únicos testigos:
—Ha sonreído —dijo su madre.
—¿A nosotros? —preguntó él, con una alegría pueril.
—Sí. Creo que sí.
—Se lo tenemos que decir a los médicos.
—Se lo diremos mañana, cuando pasen a verla. Ahora tenemos que hacer otra cosa. Deberíamos haberlo pensado antes.
—¿Qué tenemos que hacer, mujer?
—Hablarle mucho. Hemos estado demasiado tiempo callados. ¿No recuerdas cómo le gustaban las palabras? Ellas nos la devolverán.
Se miraron con una complicidad infinita. Pensaron que se les había contagiado la sonrisa de Mónica. Acercaron las sillas hasta la cabecera de la cama. Ninguno de los dos sabía cómo tenía que empezar. Era gente parca en palabras, demasiado acostumbrada al silencio. Su madre hizo un esfuerzo por recuperar fragmentos de los cuentos que le contaba cuando era una niña. Tuvo que concentrarse, porque casi los había olvidado.
Los relatos surgieron confusos, con una mezcla mágica de personajes y de historias. La Mónica de antes se habría reído a carcajadas si hubiera visto sus esfuerzos para despertarla. La mujer empezó a hablar con inseguridad, pero la entonación fue haciéndose firme. Pronunciaba las frases en voz baja, vacilante, llena de ternura. Le decía que había una vez un príncipe que cabalgaba en un caballo blanco, princesas que se parecían a ella, brujas amables y lobos tristes porque habían perdido los dientes. Le dibujaba un paisaje de palacios maravillosos, de extensos bosques, de hombres diminutos, de mercados en los que se vendían pedazos del arco iris. Le contaba que en un lugar, oculto entre las montañas, había un tesoro, que las hadas volaban entre el polvillo del aire, que había flores que se podían comer porque dejaban en la boca un sabor a limón o a canela.
Pensaba que ella reconocía su voz, que se mostraba satisfecha cuando le hablaba. Pasó tiempo hasta que entreabrió los párpados. A su madre se le quebró una frase y no pudo acabarla. Se sintió contenta y desolada a la vez. ¿Cómo podría describirlo? La mirada que adivinó era mortecina. No tenía nada que ver con la vivacidad del pasado, con la imagen que guardaba en el corazón. Continuó el relato, porque sabía que no le gustaban las historias inacabadas. Luego se lo contó a su marido y a los médicos. Pocos días después, Mónica emitió algunos sonidos guturales. No eran palabras, sino intentos para expresar palabras; tentativas que no tenían éxito, que le recordaban a una niña que todavía no ha aprendido a hablar. Tenía la impresión de que quería imitar sus frases.
La trasladaron a un hospital de rehabilitación. Allí estuvieron más de dos años, porque los avances eran lentos. El padre se acostumbró a ir y venir, porque no podían abandonar la casa ni a los animales a merced de la buena voluntad de los vecinos. Tenía que cultivar la huerta. La madre continuó instalada en una butaca, observando las evoluciones de su hija. Tuvo que aprender a andar. Todos los días hacía ejercicios en dos barras fijas, entre las que había una cinta que la ayudaba a dar los pasos. Aparecieron las primeras palabras, y el rostro macilento de aquella mujer se iluminó. Una logopeda trabajaba el habla. Cuando la oía decir «madre», se imaginaba que era pequeña y la llamaba balbuciente. Había vuelto a la vida con la memoria malograda.
No sabía cómo se llamaba. No recordaba dónde había nacido. Ni siquiera el nombre de sus padres. Se lo tuvieron que enseñar. A veces, pronunciaba alguna palabra incomprensible. Inesperadamente, cuando le dijeron que lo que llevaba en los pies eran unos zapatos, preguntó:
—¿De cristal?
Nadie le respondió, porque no sabían lo que quería decir. Recuperaba el nombre de algún poeta. Era un extraño prodigio. No sabía en qué escuela había estudiado, pero murmuraba «Espriu» o «Leopardi». Eran los restos que quedaban en su cerebro del amor por la poesía. A su madre le extrañaba que nunca recitara ningún verso.
La ayudaban sin éxito a adentrarse en el pozo de la memoria. Era una tarea complicada, porque había muchos espacios oscuros. Les dijeron que tenían que reeducarla. «Como si volviera a la escuela», se dijo la madre a sí misma. Costaba entenderlo y aceptarlo, pero continuaba junto a su hija. Celebraba cada uno de sus pequeños triunfos. Una mañana, sin motivo alguno, Mónica pronunció el nombre del pueblo. Entonces, ella le describió un paisaje de montañas verdes y cielos azules. Su padre disimuló el llanto cuando se lo contó por teléfono. Tenían la sensación de que la vida de su hija se había roto. En aquel edificio, intentaban curarle las llagas, cauterizarle las heridas, los desgarros. Parecía un animalito satisfecho. Comía y bebía con moderación. Hacía los ejercicios sin plantear preguntas. Murmuraba una palabra cualquiera como si fuera un descubrimiento inaudito. Decía otra que ignoraban a qué hacía referencia.
Habitaba un mundo pequeño donde sólo contaba el presente. El pasado era una entelequia. Hacía falta recuperar algunos episodios, reconstruir aprendizajes, encontrar habilidades perdidas, poblar la desmemoria. Lo decían los demás, porque ella no manifestó nunca ninguna prisa. Ni tampoco demasiadas emociones. Su mundo afectivo se había reducido a las personas que la rodeaban. Ninguna figura del pasado aparecía para enturbiar su plácida vida.
Después de dos años, tres meses y veintiocho días en el hospital, con una existencia monótona, casi de clausura, en la que cada jornada era idéntica a la anterior, le dijeron que podía salir los fines de semana. Se iniciaba una etapa nueva de contacto con la realidad, de aproximación a los lugares conocidos. Los padres recibieron la noticia con euforia. Mónica no compartió su entusiasmo, ni experimentó demasiadas ganas de volver al pueblo. Vivía los hechos sin involucrarse, como si mirara los acontecimientos desde lejos. Todo en ella era lento, pausado, porque regresaba de un lugar remoto. Los impulsos y el entusiasmo habían ido hundiéndose en el mar hasta la nada. Tenía poco que ver con la criatura inquieta que había sido. Llegaron una mañana de lluvia. Los tejados de las casas hacían pendiente, y el agua formaba burbujas al caer. Observarlo la hizo sonreír. Desde lejos, vieron el campanario de la iglesia, la plaza, las calles. Su madre esperaba alguna reacción, preguntándose si reconocería los lugares en donde había crecido, pero su rostro permanecía inmutable. Con los ojos semicerrados, como si luchara por recomponer las piezas de un rompecabezas, parecía hacer un esfuerzo. Su padre le dijo:
—No te canses, hija. Te adaptarás.
—Sí —respondió—. He de mirarlo todo. Tengo la sensación de haber estado aquí hace mucho tiempo.
—Claro. ¿Recuerdas algún rincón? ¿Ves aquel banco? Te gustaba sentarte en él con las amigas.
—Sí. Me lo ha contado mamá. No sé si me acuerdo o si sólo recuerdo las palabras de ella describiéndomelo. —Parecía triste.
—Tranquila. Acabamos de llegar. Vamos a casa.
Recorrió el huertecito donde cultivaban tomates. Vio los naranjos, el pozo, el patio por donde corría de niña. Las gallinas se alborotaron al recibirla. Tenía una sonrisa imprecisa. El lugar le resultaba grato, pero no experimentaba ninguna emoción. Tenía ganas de estar tranquila, de no tener que hacer el esfuerzo de recordar; recordar era doloroso. Quería un presente de mañanas soleadas, de pequeños paseos. Rehuía la presencia de conocidos, que acudían a darle la bienvenida. Eran gente extraña, a quien habría querido hacer desaparecer. Con sus padres tenía suficiente. Durante la semana convivía con los médicos que la ayudaban sin coaccionarla, que sabía que eran sus amigos. Los sábados hacía el trayecto hasta el pueblo, que la dejaba rendida.
Tuvo que reencontrarse con los objetos que le habían llenado la vida. En la habitación, estaban los libros de la adolescencia, la fotografía de las compañeras de la escuela, la ropa que olía a armario, la caja de música, con las notas de una canción que, en otros tiempos, había cantado. Recuperar tantas cosas suponía una tarea enorme. A veces, se pasaba un rato observando un objeto cualquiera; lo miraba con unos ojos extraviados, que venían de lejos. Podía ser una muñeca de trapo que debía de tener un nombre que no recordaba. Su madre intentaba ayudarla:
—La llamabas Mireia. ¿Te acuerdas?
—Quizá sí.
Podía ser un libro forrado de piel, un jersey de lana, la esquina desconchada de la cómoda. Se imaginaba que, detrás de cada cosa, había una historia que había formado parte de su vida. Recuperaba fragmentos de recuerdos. Se alegraba sin aspavientos. A menudo le resultaba un esfuerzo inútil. Muchas mañanas, desayunaba debajo del almez del patio. Tomaba la leche con un trozo de torta que iban a comprarle al horno, y que se fundía en la boca. Miraba el periódico. Al principio, las fotografías; después, los titulares. Pasó mucho tiempo antes de que fuera capaz de leer el contenido.
La aproximación a los libros fue muy lenta. Su padre le leía versos en voz alta. Fue idea de su madre, que quería devolverle lo que había querido. No era un buen rapsoda; ni siquiera un lector mínimamente correcto: se le trababa la voz en cada frase, pero continuaba. Se proponía no ponerse nervioso, hablar sin prisa, mientras le sudaban las manos. A Mónica la emocionó más su perseverancia que el reencuentro con los poemas. Verle leyendo con dificultades, sin quejarse, la enternecía. Le gustaba observar su perfil, inclinado sobre las páginas. A través de aquellas lecturas que desvirtuaban el sentido de los versos, que sustituían una palabra por otra, que no encontraban la entonación correcta, recobró la poesía.