Pasiones romanas (37 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

—El señor no está en Roma. Viaja mucho y es difícil localizarle. No podemos decirle nada más. Si quiere dejar un teléfono de contacto, le comunicaremos al señor Piletti su interés por encontrarlo. De todas maneras, tiene una agenda complicada. No será fácil concertar una cita en los próximos meses.

Al cuarto día de su llegada está desanimado. Después del impulso que le ha llevado a perseguir una fotografía, se pregunta si está actuando como un loco. Ha interrumpido su vida para buscar a una mujer que debe de haberle olvidado, a quien no sabe si sabría reconocer. Las personas cambian con los años. Se transforman los cuerpos, pero no las formas de ser, las reacciones; los deseos experimentan metamorfosis más profundas. La vida juega a moldear pensamientos y rostros. ¿Qué está haciendo él en una pensión? ¿Qué sentido tienen las evasivas con las que justifica a Marta su ausencia? Nunca habría creído que fuera posible que se sorprendiera a sí mismo. No es un hombre irreflexivo. No se reconoce en la persona estúpida que cambió de vuelo porque los recuerdos le asaltaron con un ímpetu salvaje. Una simple fotografía fue suficiente para comprender que todavía la recordaba. Podía evocar su cuerpo, los gestos que amaba, la sonrisa que dejó escapar. Daría la vida que le queda por vivir si pudiera escribir de nuevo su historia. El pasado no tiene remedio. No hay soluciones mágicas que sirvan para cambiarlo. Nadie puede inventarlo otra vez.

Sentado en la sala de la pensión, con el rostro entre las manos, se siente agotado. Ignora qué caminos puede recorrer. Esta huida le ha servido para comprender que ha vivido una comedia de imbéciles en la que él es el mayor imbécil. Se levanta con un gesto de desaliento y se dirige a la habitación. Intuye que volverá al mismo escenario, que ocupará el lugar que le corresponde en un teatro absurdo. Llena la maleta con las prendas de ropa que recoge de la mesita, de la silla. Hay un lío de pantalones y camisas. Todo es caótico, confuso. Mira por la ventana que da a las calles romanas. Habría querido preguntarle por qué eligió Roma, pero se imagina que no tendrá ocasión. Coge la maleta y sale al pasillo, justo después de hacer una reserva telefónica para el próximo vuelo a Barcelona. No puede soportar continuar un solo minuto más en ese lugar. Paga la cuenta sin dar explicaciones, con el rostro marcado por unos días de vorágine. Cuando está a punto de marcharse, se abre la puerta y aparece Matilde. Lleva una falda que le parece ridícula, los cabellos teñidos de rubio. Se miran con un odio que no acaba de entender, pero cuya causa ha renunciado a averiguar. Ella ve la maleta. No puede evitar preguntarle:

—¿Se va?

—Sí, ya no tengo demasiadas cosas que buscar en esta ciudad.

—Es lo mejor que puede hacer. Buen viaje.

—¿Por qué es lo mejor?

—Usted lo ha dicho: ha terminado sus asuntos en Roma.

—Sí, claro.

Ignacio se da la vuelta, se inclina para recoger el equipaje y se dispone a salir. Necesita respirar el aire de la calle. Matilde pasa por su lado, hacia su habitación. Unas breves palabras se escapan de sus labios. Son casi inaudibles, como un rumor que puede confundirse con el viento. Dice:

—Sí, lo mejor que puedes hacer es dejarla tranquila.

El cuerpo del hombre se pone tenso. Su corazón palpita, desacompasado. Está seguro de haberla oído perfectamente. Levanta los ojos, y sonríe. No cogerá el avión. Lo único que tiene que hacer es no perder la paciencia.

La familia que vive en la casa de Pandolfo Ariosto pertenece a una rama lateral de la familia de Ludovico Ariosto, el autor del
Orlando furioso
. La casa es de piedra, de color de barro cocido. Las ventanas tienen molduras también color de barro. Hay un balcón con flores lilas. Gabriele ha considerado que era mejor presentarse solo. Es una reunión delicada, que no tiene que confundirse con una visita de cortesía. Dana le espera en un bar. Se toma un café, mientras recuerda la leyenda del mago Chiozzino. La noche anterior, un hombre con quien coincidieron en el restaurante se la contó: el mago Chiozzino, que era un ingeniero hidráulico con alma de científico, hizo un pacto con el diablo. Como Fausto, le pidió juventud, belleza e inteligencia. Quería escapar a la condena de tener que envejecer. El demonio se llamaba Fedele Magrino, porque estaba muy delgado. Pasaron los años. El protagonista vivió una vida de placeres, de desorden. Aun así, no podía aceptar la idea de estar condenado. A medida que transcurrían los días, el pensamiento de la muerte le perseguía, obsesionándole, hasta que decidió burlar al diablo y buscar la protección de Dios.

Desde donde se encuentra, contempla a Gabriele, que regresa. En otras circunstancias, habría sido capaz de adivinar el resultado de la búsqueda. Observa su forma de andar, la inclinación de la espalda, pero no se atreve a pronunciarse. Él tiene una actitud que la despista. No parece especialmente eufórico, ni tampoco demasiado decepcionado. Acostumbrada a verle exteriorizar los sentimientos, se extraña. Le pregunta:

—¿Cómo ha ido? ¿Puede ser una obra de Tura?

—No sabría decirlo.

—Tienes que hacerla analizar por expertos.

—No me parece un cuadro de Tura. Ni siquiera de la escuela ferraresa. Creo que me he equivocado. Hemos perseguido una pista falsa.

—Lo siento mucho, pero no tienes que entristecerte. —Intenta bromear—. El mundo está lleno de magníficas obras de arte que están esperándote.

—En realidad, sólo me interesa que me esperes tú.

—Estás cansado. Mira, lo he estado pensando. Podríamos quedarnos todavía algunos días más. No tenemos que dejar Ferrara con la sensación de que has vivido un fracaso.

El rostro de él se ilumina.

—Nada me haría más feliz.

En ese momento, suena el móvil de Gabriele. Es una llamada de Roma: el abuelo está muy enfermo. Piensa en el hombre que le ha querido más que a su propio hijo. Recuerda el rostro demacrado, sólo piel cubriéndole el cráneo. Evoca sus palabras cuando le contaba que el arte nos salva de una vida vulgar. Le debe el ser quien es. Su amor incondicional le ha abierto las puertas del mundo, pero, sobre todo, le ha hecho sentirse un hombre querido, seguro. Tiene que agradecerle tantas cosas que se entristece cuando piensa que está a punto de perderle. Es un hombre mayor, que anda con dificultad, pero que tiene la mente clara, el espíritu lúcido. La vejez no ha podido vencerle. Ni siquiera la muerte. «La muerte no se lleva al abuelo —piensa Gabriele—, sino que es él quien ha decidido morirse.»

Durante el camino de vuelta, Dana recuerda a Fedele Magrino, burlado por el hombre a quien dio los mejores regalos de la tierra. Chiozzino intentó despistarle. Corrió hacia la iglesia de Santo Domingo, donde sabía que podía refugiarse. El demonio le persiguió, desesperado. Intentaba detenerle, recordarle el viejo pacto. Con la misma intensidad, la mano de Gabriele coge su brazo, mientras regresan para acompañar al abuelo en el último viaje. Fedele casi lo consiguió. Llegó a tocar la espalda del fugitivo, cuando éste entraba en terreno sagrado. El diablo no tiene nada que hacer en los territorios de Cristo y tuvo que marcharse, vencido. En el suelo, imborrable, dejó la marca de un macho cabrío. Los dedos de Gabriele le han dejado una señal en el brazo. El tiempo hará que desaparezca, pero ella recordará siempre el tacto, la presión insistente.

XXVII

Llegan a Roma cuando nace el alba. Es una luz triste. Hay desolación en el ambiente, porque siempre miramos el mundo desde nuestro estado de ánimo. La realidad exterior no nos cambia el paisaje del corazón. La ciudad aparece desdibujada. Todo es tenue. Dicen que las sensaciones se contagian. Cuando alguien a quien amamos sufre, podemos percibir su rastro. Experimentar su dolor, convertido en propio. No sabemos si lo deseábamos así, pero no hemos podido evitarlo. La pena, como un jersey del otro que hemos encontrado en el cajón del armario, ocupa un espacio entre las cosas que nos pertenecen. Gabriele no ha hablado mucho durante el trayecto. Ha pronunciado las frases justas para no parecer descortés. Ha adivinado su tristeza. El hombre seguro se ha convertido en un niño huérfano. Hay metamorfosis difíciles de creer. Se producen con una facilidad prodigiosa, cuando menos las esperábamos. Acostumbrarnos es un proceso que no se completa en unos kilómetros de viaje, por muchos que sean. De reojo, puede percibir el ademán serio, un rictus de pena en sus labios. Intuir la muerte produce efectos curiosos: desencaja las facciones, cambia la tonalidad de la piel, disminuye el dominio de los movimientos. Intenta hacerlo hablar:

—Se recuperará. Es un hombre fuerte.

—No. Sé que tiene una fortaleza inusual para su edad. Pero le conozco bien: ha decidido morirse.

—¿Cómo puedes decir esas cosas? Las personas no deciden cuándo se tienen que morir. Ni siquiera alguien tan poderoso como él. ¿Quieres que piense que le tienes tan mitificado como para llegar a creerlo?

—No se trata de mitificaciones. Comprendo que te sorprenda lo que digo. El abuelo hace tiempo que está enfermo. Todos lo sabíamos, y los médicos nos anunciaron que no había nada que hacer. Decían que tan sólo teníamos que esperar a que le llegara la hora. No nos los creímos nunca, precisamente porque le conocemos. Como es un luchador, ha intentado combatir la enfermedad, hasta que ha considerado que era suficiente. Es una cuestión de dignidad. Sabe retirarse antes de la derrota definitiva.

—Me cuesta entenderlo. En apariencia, hacía una vida absolutamente normal.

—Claro. No ha querido renunciar a sus pequeños placeres, hasta que se ha dado cuenta de que ya no le producían la misma satisfacción.

—Continuaba visitando las tiendas, hablaba con los encargados. Se interesaba por las piezas que acababas de adquirir.

—No quería controlar nada. Puedes creerme: confiaba plenamente en mí. Pero era incapaz de pasar de largo ante una nueva adquisición. La curiosidad vencía el dolor. Hay personas que nos dejan una herencia especial, increíble. Lo he pensado, durante el viaje. No me refiero a bienes materiales, sino a las sensaciones que han sabido transmitirnos toda la vida. Como son generosas, no permiten que la muerte se las lleve consigo. Constituyen el legado que pervivirá en nosotros. Nunca olvidaré al abuelo, porque su entusiasmo por la belleza continuará en mí. También la mezcla de placer y dolor que experimentamos ante un cuadro, una escultura, un grabado, piezas que nos hacen creer que el ser humano no puede ser miserable. Si es capaz de crear objetos tan bellos, tiene que llevar bienes divinos en algún rincón del corazón. Eso nos diferencia de los animales: no sólo la capacidad de crear belleza, sino también la de percibirla. Tenemos el privilegio de experimentar la emoción. Quien no se conmueve con el arte es una criatura débil, un ser insignificante.

—Me gusta escucharte.

—A mí me encanta hablarte. Hace poco, me dijo que quiere ser enterrado en la cripta familiar. Nada de crematorios ni cenizas, insistió. Y a mí me pareció bien.

—¿En serio? Dicen que es mucho más higiénico que te quemen.

—No nos hace falta la higiene a la hora de la muerte. Es un derecho que tenemos desde que existimos: poder volver a la tierra, conseguir que nuestro cuerpo se confunda con ella, despacio, hasta que sólo seamos un poco de polvo donde crece la hierba, quién sabe si un árbol. En cualquier caso, una nueva vida. Las cenizas, en cambio, siempre son el anuncio de un final definitivo.

Se dirigen a la via della Lupa. La casa tiene la fachada de piedra gabina. Su origen volcánico da al edificio un tono grisáceo, sobre el que destaca la superposición de una pintura ocre, casi dorada en las primeras horas de la mañana. Al comienzo de la calle, hay una baldosa de cerámica con la imagen de una Madonna. Hace una ligera brisa, que no es signo de bienestar, sino presagio de tempestades. Lo piensa Dana, que no puede evitar estremecerse, al atravesar la puerta del pequeño palacio. Querían quedarse unos días más en Ferrara, pero la noticia ha precipitado el regreso. Sin saber la causa, intuye que Gabriele ha vuelto en contra de sus deseos. Se imagina que no quiere enfrentarse a la dureza de la pérdida, pero hay algo más que desconoce. Puede notarlo en el ambiente, en sus ojos. Roma, que siempre fue hospitalaria, los recibe con hostilidad. ¿Son imaginaciones suyas? Quién sabe si la tristeza no está en el ambiente, sino en sí mismos. «¿Qué nos pasa? —se pregunta—. Es como si llevásemos con nosotros un secreto. Conozco a mi pareja, pero hoy tengo la certeza de que me oculta algo.»

Se ha sentido obligado a volver. La rapidez de los acontecimientos y el golpe que supone la noticia le han impedido reaccionar. Ha tenido que limitarse a cumplir con los deberes familiares, como le dicta la razón, mientras ahoga los argumentos del corazón que le impulsan a irse muy lejos. Padece una mezcla de sensaciones contradictorias: el deseo de irse con la mujer que ama, junto a la necesidad de estar junto a un viejo que se apaga, como una lámpara de aceite en un momento inoportuno. Cuando cruzan la puerta, coge los dedos de Dana entre los suyos. La mujer tiene las manos de pájaro. El pánico le domina. Siente un miedo primitivo, que tiene que esforzarse para contener. Es el pánico elemental de perder a los seres a quienes queremos, en este caso, el abuelo, que ha decidido morirse. Pero también Dana, que no sabe cómo reaccionará cuando le diga que, desde hace días, Ignacio recorre Roma buscándola. Hay fantasmas que siempre vuelven, aunque creamos que los habíamos matado.

Alguien del servicio les abre. Dejan atrás la entrada principal, llena de murales del
cinquecento
, mientras suben la escalera de mármol que conduce al piso superior, hasta la habitación donde descansa el abuelo. El artesonado de madera del techo dibuja un entramado de hojas. Gabriele se lo sabe de memoria, aunque le parece que las formas vegetales han padecido una terrible mutación. Las siluetas arbóreas han sido sustituidas por criaturas que surgen de los abismos marinos y por medusas de largas cabelleras que amenazan devorarlos. No se lo dice a Dana; quiere evitar contagiarle la inseguridad.

El pasillo es largo. Hay puertas a ambos lados y están todas cerradas. Situados en lugares estratégicos, rinconeras, espejos, cuadros. Los rostros de algunas generaciones de los Piletti les salen al encuentro. Se podría hacer un inventario de los rasgos que se repiten: la curva de la nariz pronunciada, los pómulos altos, los perfiles ariscos; un aire de dignidad o de distancia que va repitiéndose en los diferentes personajes. Gabriele conoce los muebles. Sabe la historia general y la historia más cercana. La primera es la de su procedencia, la época a la que pertenecen, el lugar de donde provienen. La segunda es la que los vincula a la familia. Cada objeto representa una parte del pasado que le acerca al abuelo. Cuando era un niño, le hacía apreciar el tacto de las maderas, la delicadeza de la policromía, el trabajo de los metales. Le enseñaba a fijar su atención en un detalle, a valorar el trabajo de los artesanos. Pasan de largo por las cosas que el abuelo quiere, pero que no podrá llevarse consigo. Gabriele lo piensa con tristeza. Todo lo que ha escogido se quedará en el mundo cuando él lo abandone. Los objetos que ha tocado tantas veces, que conservan la huella de sus manos. Los enseres se convertirán en bagatelas, porque el alma del abuelo no volverá a reflejarse en ellos.

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