Pasiones romanas (36 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

XXVI

Hay ciudades que son escondrijos donde meternos cuando soplan malos vientos. Cuando Marcos y Antonia se van, Dana se queda sentada en el sofá, incapaz de decir nada. No ha asimilado la noticia que acaban de recibir. Tiene una sensación de fragilidad que resulta incómoda. Hace años que vive una existencia en la que cada pieza encaja en el lugar que le corresponde. No hay espacio para las sorpresas que transforman el esquema de su vida. En la puerta, mientras despedía a Marcos y a Antonia, ha intentado mostrar una sonrisa conciliadora. Pretendía transmitirles que no tenían que preocuparse, porque probablemente hubiera una confusión de identidad. Deben de ser víctimas de un absurdo malentendido. Mónica se fue muriendo muy lentamente en el corazón de Marcos. No era posible resucitarla cuando su amigo había aprendido a vivir con su ausencia. Una burla del destino para Antonia, para el hombre que querría proteger, incluso para sí misma. El olvido de su propio pasado va unido al olvido de Marcos. Los dos protagonizaron junto al
Pasquino
un ritual para borrarlo, una noche que parece muy lejana.

Mientras tanto, Gabriele se mueve por el piso. Deshace su equipaje, cuelga la americana en el armario. El hombre seguro de sí mismo se siente indeciso. Cuesta mucho reconocer que las cosas no son como quisiéramos. Se pregunta si tiene que decirle a Dana que Ignacio está en Roma. Quizá ella tiene derecho a saberlo. Pero ¿y él? ¿No es suya la responsabilidad de protegerla, de salvarla de un personaje que la destruyó? Tiene buena memoria. Se acuerda de la mujer que conoció hace diez años, desvalida. La ama con una pasión que nunca podría haber imaginado. Son felices en un mundo que tienen que preservar de estúpidos intrusos. Ignacio ha venido a despertar viejos fantasmas, pero él no se lo permitirá. Desde la habitación, levanta la voz y pregunta:

—¿Recuerdas mi próximo viaje?

—Sí. —Ella hace un esfuerzo para controlar su mente—. Te vas pasado mañana.

—Se me acaba de ocurrir una idea.

—¿Una buena idea?

—Estamos agobiados. No creo que te convenga soportar las histerias de Antonia durante los próximos días. Además, te noto cansada. ¿Por qué no adelanto la partida y salimos mañana mismo?

—Es cierto, he trabajado mucho estos últimos meses. Me convendría un viaje.

—Ferrara es una ciudad deliciosa. Nos podemos perder por sus calles tres o cuatro días, amor mío.

—Sí. —Dana vuelve a sonreír como antes—. Has tenido una gran idea. Llamaré al trabajo.

A la mañana siguiente cogen un vuelo con destino a Venecia. Después, un taxi hacia Ferrara. A la ciudad de la tierra y del agua, que nació en el delta del río Po, se llega tras recorrer un centenar de kilómetros. El campo tiene unas tonalidades verdes que le recuerdan las de Mallorca. Es un paisaje agrícola, con casas bajas, tierras de cultivo. De vez en cuando, el rojo de las amapolas. Es una ciudad tranquila, con calles adoquinadas. Nueve kilómetros de murallas renacentistas rodean su perímetro. Han reservado habitación en el hotel Duchessa Isabella. Lleva el nombre de Isabella d'Este, la hermana de Alfonso I, casado con Lucrecia Borgia. Los dos hermanos, refinados y cultos, competían por el arte. Eran grandes coleccionistas de pintura, mecenas de los mejores artistas de la época. El encanto de ese lugar quizá esté en la mezcla de arquitectura medieval y renacentista. El palazzo Massari tiene los jardines más bellos de Ferrara, el palazzo dei Diamanti está recubierto de piedras talladas como diamantes. Cuenta la leyenda que, entre los miles de diamantes de piedra, hay uno auténtico. Tiene las aristas relucientes y un valor incalculable. Está oculto en medio de las otras piedras, en un saliente de la fachada. Al obrero que lo escondió le sacaron los ojos para que no pudiera desvelar el secreto:

—¡Pobre hombre! —murmura Dana—. ¿No habría sido suficiente con hacerle jurar que nunca descubriría el escondrijo?

—Hay secretos que no se pueden decir. Revelarlos supondría un peligro. —Gabriele tiene un aspecto serio.

—¿De qué hablas, amor mío? Me refería a una simple leyenda.

—Claro. Yo también.

Están en el comedor del jardín del hotel. Es un lugar alegre, con el suelo cubierto de césped. Hay macetas con geranios rosados y petunias casi rojas. Debajo de las sombrillas blancas se distribuyen las mesas. El ambiente es de una placidez que calma las desazones. Dana está contenta de haberse decidido a acompañarle. Le gustan los salones de ese palacete convertido en hotel. Los techos son de madera, ricos, ampulosos, las cortinas de telas pesadas, pero el aire juega con la luz de la mañana. Cada una de las habitaciones tiene el nombre de una flor: la suya se llama
campanile
. Está decorada con una profusión de azul celeste y muebles con encanto. La llave de la puerta es una enorme llave de hierro, que casi parece una espada en la mano de Dana.

Hace meses que Gabriele ha programado ese viaje. Durante mucho tiempo, ha seguido la pista de un cuadro. Sus contactos han tenido que moverse por muchos lugares de Italia, en una búsqueda que a menudo parecía condenada al fracaso. Hay piezas de arte que son como tesoros ocultos en un rincón de la tierra. Pasan los siglos y nadie perturba su calma. En algún momento, ha llegado a creer que no lo lograría. Como es un hombre perseverante, no ha dejado ningún cabo suelto. Las investigaciones le han llevado hasta Ferrara, a un palacio privado, la casa de Pandolfo Ariosto. Está en la via del Carbone, número 15. Allí, quizá se encuentra un cuadro de la escuela de Cosme Tura, un pintor del siglo
XV
, cuya obra se ha perdido casi en su totalidad. En la catedral, hay un órgano policromado con unas bellas representaciones de san Jorge y la princesa, y también de la anunciación pintadas por él. En la pinacoteca de la ciudad se conservan dos paneles redondos que debieron de formar parte de una obra más amplia. Representan los últimos días de la vida de san Maurelio. En la National Gallery de Londres hay dos pinturas de Tura, el altar
Roverella
y
La Primavera
. El resto no existe, se ha fundido en el aire, ha desaparecido. Si el cuadro que él busca pertenece a la escuela ferraresa, sería un gran éxito conseguirlo. En algún instante de locura, cuando los sueños adquieren alas, Gabriele ha ido más lejos: tal vez la pintura de la que tiene noticias, probablemente una Virgen María con el niño en brazos, sea del mismo Tura. Habría hecho un hallazgo de un valor artístico incalculable. Imaginarlo le hace estremecer de emoción, porque despierta esa curiosidad por la belleza que constituye su vida.

Faltan pocos días para la cita de Gabriele en la casa de Pandolfo Ariosto. No la espera con impaciencia. La vida juega con nosotros y altera el orden de nuestras prioridades. En la agenda, había puesto un círculo rojo en la fecha del encuentro. Pensaba en el momento de ver el cuadro, calculaba las palabras que tenía que decir a sus propietarios; palabras prudentes y mesuradas a la vez, expresiones que no desvelaran el afán de saber, las sospechas que guardaba celosamente, sin osar formularlas en voz alta. Desde que han llegado, querría que el tiempo se detuviera. Lo único que le importa son los paseos por el camino que recorre las murallas de la ciudad. Hay chopos de hojas muy verdes, donde la impaciencia se calma y los miedos desaparecen. Sin desearlo, quién sabe si empujado por el temor a perderla, Gabriele actúa como si el mundo se acabara en Ferrara. El encanto de su actitud y de su sonrisa, las palabras amables que sedujeron a Dana vuelven con más fuerza. Ella se siente feliz. Alejados los fantasmas que despertó Antonia, se mueve en un terreno seguro, en llanuras gratas donde todo acontece con una suavidad de terciopelo.

Caminan despacio, las manos enlazadas. Se sientan en uno de los bancos que hay a lo largo del paseo. Parejas en bicicleta pasan por su lado. Ella apoya la cabeza sobre las rodillas de Gabriele. Es una situación que ha repetido muchas veces, que le gusta recuperar. Los dedos de él se pierden entre los rizos que le caen sobre el rostro. En Ferrara no hay montañas. Aunque miren a lo lejos, no encontrarán ninguna cordillera. Pueden intuirse los montes Euganeos, donde vivió Petrarca. Como el poeta que bendecía el año, el mes, el día y la hora en que conoció a Laura, también Gabriele agradece el momento que la encontró. Todas las mañanas, al despertar, pide a los dioses que esté a su lado. Cuando ella se despierta, le descubre mirándola.

Todas las tardes, cuando vuelven al hotel, pasan por la via Borso. Gabriele conduce hasta el cementerio, donde hay algunos puestos de venta de flores; le compra a Dana una rosa roja. Lucrecia Borgia fue enterrada en el monasterio del Corpus Domini, pero no se sabe exactamente dónde reposa. Los muertos que tuvieron una vida de excesos nunca descansan en paz; añoran demasiado lo que han perdido. La gente cuenta que hubo un incendio. Las llamas devastaron el monasterio. Todo quedó destruido. Tuvieron que cambiar la disposición de las tumbas. Desde entonces, nadie sabe dónde están los despojos de Lucrecia. En la piazza Savonarola hay una escultura del monje que murió quemado. Cerca, se encuentran cafés y pastelerías. Se sientan. Hablan de pequeñas historias que les gusta compartir. Comen
pampepati
, pasteles hechos de harina, almendras y miel, rellenos de fruta confitada y cubiertos de chocolate.

Hay amores que hemos incorporado a nuestra existencia. Nos son imprescindibles, como el aire que respiramos o el agua que bebemos. No queremos que nada los amenace. Gabriele se pregunta qué haría sin el aire. Dana le es tan elemental como el aire que respira para poder seguir vivo. Se pregunta cómo sería su existencia sin los creadores que le enseñaron a valorar desde que era un niño. Ella es la belleza del arte que se mueve, que ríe, que habla. La abraza sobre el puente del castillo, desde donde se ve la iglesia de San Giuliano. Vuelve a abrazarla en la plaza porticada del mercado, que da a la via Garibaldi, junto a la catedral que es de mármol blanco y rosa. El mármol rosáceo traído de Verona llena de luz el edificio, les ilumina los cuerpos cuando se buscan. Es grato encontrar el olor conocido, sentirla próxima. En el barrio judío, las casas son altas. Como era un espacio condenado a no crecer, los edificios se elevaban hacia el cielo. Hay algunos que pertenecen todavía a judíos y se los alquilan a estudiantes. Querría proponerle que se instalasen en una de esas casas, en Ferrara. Pasar allí los días, muy lejos de Roma.

Hay una vida tranquila, hecha de momentos que van encadenándose. Transcurre con la convicción de que las emociones encuentran la respuesta de otras emociones. Hay una vida desasosegada, donde todo se pone en duda. La primera nos evoca ese tiempo dorado, cuando creíamos que nunca nos moriríamos. La segunda nos descubre que la muerte está detrás de la esquina. La muerte significa la desaparición, el olvido o la pérdida. Gabriele habría dado la vida por no perder a Dana. Hay frases que suenan a tópico, que se dicen para quedar bien. Hay otras que ocultan la verdad más secreta. Ella le pregunta:

—¿Podré acompañarte a tu cita?

—Discúlpame, amor, ¿qué decías? Estaba distraído.

—Me gustaría acompañarte a ver el cuadro, compartir contigo el momento de saber si es una obra de Tura.

—¿El cuadro? No lo creerás, pero ya no me parece tan importante.

—Hace meses que hablas de él. ¿Qué te pasa? ¿Dónde está el hombre apasionado por el arte a punto de alcanzar la obra que tanto ha perseguido?

—Es verdad… Es una pieza que he buscado como en un juego. Claro que me haría feliz. Por cierto, ¿qué te parece si prolongamos unos días nuestra estancia en este rincón del paraíso?

—Perfecto, pero ese juego del que hablas es tu vida.

—Te equivocas. Mi vida eres tú.

Le sonríe, halagada por unas palabras que interpreta como un cumplido amoroso. Le gusta su delicadeza, la seguridad que sabe transmitirle. No vuelve a pensar en ello. Se acordará más adelante, cuando ya no estén en Ferrara, cuando la vida se precipite y los coja desprevenidos. Habitan un universo de petunias, una habitación en un palacete lleno de encanto, los paseos por las murallas de la ciudad. Ella no desea otras historias. No le apetece averiguar el futuro, que se imagina como la continuación perfecta de un presente hecho de pórticos con cafés, plazas y bicicletas.

De vez en cuando, suena el móvil de Gabriele. Ocurre cuando desayunan en un saloncito del hotel Duchessa Isabella. Las puertas son doradas y blancas. En las ventanas, cortinas de rayas azules, recogidas con una lazada para que entre la luz. En un extremo hay una barra de madera, coronada por un bodegón. En la pintura, una combinación curiosa de flores, frutas y piezas de caza. La comida es casera. Hay pasteles, confituras, embutidos y quesos. Cuando suena el móvil, Gabriele se aleja. Le dice que no hay cobertura, que tiene que atender una llamada de negocios. La voz de Matilde le recuerda que Ignacio continúa la búsqueda. Le informa todas las mañanas, con la certeza de que cumple un deber ineludible. Le describe los pasos que ese hombre loco —como le denomina— da por la ciudad. Le recomienda que no se preocupe, asegurándole que hará todo lo posible para disuadirle de la presencia de Dana en Roma. Le recomienda que prolongue la estancia en Ferrara unos días más y que, sobre todo, no le diga a ella una sola palabra. Entre los dos, Matilde está segura, conseguirán protegerla del regreso del fantasma.

Ignacio pulula por las calles de Roma. Parece una alma en pena, un desenterrado en vida que no sabe adónde ir. Tiene momentos de desaliento, cuando la pista desaparece ante sus ojos. Y otros momentos de esperanza, alimentados por la sensación intangible de que sigue el rastro correcto. Intuye que está en un entorno hostil: las personas que encuentra le contestan con evasivas. En los lugares que visita, nunca halla respuesta. A veces, la indiferencia; a menudo, una voluntad clara de cerrarle las puertas. Decidió instalarse en la pensión. Creía que desde ese lugar le sería más fácil encontrarla. La presencia de Matilde, que estuvo amable desde el primer momento, le resulta desagradable. Juraría que se ha propuesto complicarle la vida. No dispone de pruebas, pero es perspicaz. Se da cuenta de que le observa con una antipatía evidente. Afirmaría que oculta un rechazo hacia su persona, unas ganas de perderle de vista que no hace explícitas, pero que tampoco se esfuerza en disimular.

Todas las mañanas se encuentran en el comedor. Ella nunca ha hecho ningún gesto para invitarle a sentarse a su mesa. Tampoco ha aceptado la invitación de Ignacio. Es como si viera al diablo. Inclina la cabeza, en un saludo forzado, y se aleja. No han mantenido ninguna conversación. Alguna vez ha intentado aproximarse, pero se ha echado atrás debido a la actitud de Matilde que lo hace sentir ridículo. Vencido por su mutismo, ha mirado de nuevo las tarjetas que había en la cartera. Son direcciones de tiendas de antigüedades. Pertenecen a Gabriele Piletti, el hombre del aeropuerto. En cada una de las tiendas ha tenido la extraña sensación de que le estaban esperando. Con un trato correcto pero distante, el empleado de turno le ha repetido el mismo mensaje:

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