Pasiones romanas (4 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Se repetía que los sueños son el consuelo de las mujeres desventuradas, y deseaba de nuevo que llegara la noche.

Matilde movía la melena y sonreía con frecuencia. Era menuda, ágil, con el cuerpo acostumbrado al trabajo. Se dedicaba a servir bocadillos en un bar de mala muerte, donde los clientes eran hombres cansados de vivir; hombres que se parecían al suyo. Se le dibujaban varices de un azul incipiente en las piernas. Había pasado demasiadas horas de pie tras la barra y la sangre trazaba senderos por sus piernas, capricho de una vida poco fácil. El propietario del bar le decía obscenidades. Si tenía ocasión, intentaba manosearle las nalgas con su mano de oso. Ella lo consentía, sin oponer demasiada resistencia. Era como si no estuviera allí, en aquel diminuto antro que le recortaba el pensamiento. El mostrador no dejaba espacio para demasiadas posibilidades de salvación. En distancias tan cortas, la única opción era imaginarse que otra mujer ocupaba su lugar, que otro culo recibía los pellizcos, que unos oídos distintos escuchaban palabras que no quería oír.

Cuando llegaba a casa, estaba agotada. Le dolían las piernas, pero también el corazón, un punto que hay entre el pecho izquierdo y las costillas, que late con vida propia. Se duchaba con mucho jabón, porque quería quitarse los olores del bar: la fetidez de aceite refrito, de tabaco, de posos de café en el fondo de las tazas. Quería liberarse del tufo que desprendían las axilas del patrono, del aliento amargo. Hay olores que cuesta hacer desaparecer. Quedan fijados en la piel durante muchas horas, hasta que el agua, el jabón y la paciencia hacen que pierdan intensidad. Aun entonces perduran en el pensamiento. En realidad, sustituía un olor por otro. En casa, encontraba el rastro del marido. Estaba en el sofá, en la cocina, en las sábanas. «No hay remedio —pensaba—, vivo prisionera.»

Durante el sueño, agarraba un estilete de punta fina. Lo compró en el rastrillo y le aseguraron que había causado la muerte a un conde que tenía el alma negra. En el último momento de su vida lo elevaba de categoría. Como estaba convencida de que su marido no tenía alma, pensaba que, en el fondo, le hacía un favor asesinándole con aquel instrumento especial, en una inmerecida manifestación de respeto. Al fin y al cabo, no le mataba como a un cerdo, sino como a un conde de alma oscura. Tendría que agradecérselo. El secreto consistía en mantener el pulso firme. Tenía que apretar el arma en el puño y calcular con precisión el golpe justo. Ni la incertidumbre, la debilidad o la duda tenían que interferir. Concentraba los sentidos en la acción. Presionaba con todas sus fuerzas, porque aquel hombre tenía un cuerpo como un armario de tres puertas. La sangre le mojaba la mano. Casi como un hilo, porque la herida era profunda y afilada. Sentía que la liberación la invadía. En el momento en que el olor a sangre se adueñaba de la habitación, los demás olores desaparecían. Matilde se dormía con una sonrisa de adolescente ilusionada, como si tuviera quince años y hubiera asistido a una fiesta. Era la expresión de una mujer que estrena vestido para ir al baile, cuando todavía no sabe que pasarán los años y querrá matar al hombre que la invita a bailar, que la abraza en mitad de la pista. Se dormía feliz, mientras el marido se preguntaba en quién estaría pensando, acostada a su lado pero tan lejana en realidad. Ella se revolvía entre los brazos del adolescente que él había sido en otra vida. Mucho tiempo después, acariciaba la hoja de un estilete con el dedo.

En el mercado se sentía la reina del mundo. Iba todas las semanas, con la cesta vacía. Regresaba de forma distinta a como había llegado: cargada con frutas, verduras y pescado, y con las rodillas que le flaqueaban. Le gustaba porque era un universo de colores, un paréntesis que rompía la monotonía de la existencia diaria, aquel reducto de grises que era vivir con el marido, soportar el peso de su indiferencia. «Lo único que le interesa de mí es mi entrepierna», pensaba con aquella capacidad de sorna que la había caracterizado desde siempre. Antes de pararse en el puesto de venta de María, observaba el panorama del mercado. Era una visión espléndida de tonalidades definidas, rotundas. Tenía aquella precisión de colores y formas que no admiten vacilaciones. Respiraba hondo. Así le habría gustado la vida: como un día luminoso. Avanzaba entre las vendedoras, saludándolas por su nombre, mientras intercambiaba un comentario o una sonrisa. Se paraba frente a un cesto de tomates o de melones. Los husmeaba, manoseaba las formas generosas, los sopesaba. Le gustaba imaginarse la pulpa de las fresas deshaciéndose en la boca, el sabor de la alcachofa, oler el aroma de las setas, que era una mezcla de hierba y tierra. Se arremangaba las mangas de la blusa y sentía el calor del sol, cuando le quemaba los brazos. Echaba la cabeza hacia atrás, para que la frente captara la intensidad de aquel ardor.

El puesto de venta de María no era diferente de todos los demás. Tenía la perfección de los bodegones, pero también el desorden de los barcos que van a la deriva. Se mezclaban las sandías, las peras, las ciruelas, las uvas. Hacía años que eran amigas. Compartían una complicidad que invita a entenderse con un gesto casi imperceptible. María estaba casada y amaba a su marido. Era un afecto sencillo, sin grandes complicaciones, nada grandilocuente, que sólo era capaz de expresar en los fogones de la cocina cuando le hacía un buen arroz, cuando escuchaba sus quejas, cuando se abría de piernas y acogía el cuerpo dentro de su cuerpo, con una sensación de ternura que no habría sabido describir. María no entendía a Matilde; Matilde tampoco entendía a María. Le costaba aceptar la resignación, la calma constante, la felicidad hecha de pequeñeces a pesar del otro. Habían crecido juntas en un pequeño barrio de la misma ciudad. La gente tendía la ropa en los balcones y en las azoteas. El aire siempre olía a jabón. Cuando soplaba la brisa, el aroma de la comida recién hecha salía por las ventanas de las casas. Se juntaban fragancias conocidas. Era una mezcla extraña. Quienes vivían allí se acostumbraron. Cuando María se casó con un hombre que era labrador, se marchó del barrio. Dejó atrás las voces de siempre, los rincones de la niñez, aquellos horizontes minúsculos que habían compartido. Se encontraban en el mercado, donde ella acudía a vender. Una tenía el pelo castaño, deseos que no concordaban con la vida que le tocaba vivir. La otra era alta, sonreía con cada sonrisa del marido, le hablaba de preocupaciones poco importantes, hasta que se daba cuenta de que se había dormido. Matilde le decía:

—He vuelto a soñar que le mataba.

—¡Jesús, María y José, me aterroriza escucharte!

—¿Qué puedo hacer? Debe de ser el maldito estilete que me vendió aquel hombre cojo. Quién sabe si lo encantó.

—No vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes? Eso no puede ser bueno. ¿Cómo puedes tener esos sueños?

—¿Desde cuándo se eligen los sueños, María? No se eligen ni la vida ni los sueños. Tendrías que saberlo.

—La vida viene como viene, pero siempre tiene cosas buenas. Sólo hace falta abrir los ojos. Los sueños… los sueños, si es preciso, no se cuentan.

—Gracias, mujer. ¿Prefieres que no te hable de ello?

—No. Quiero decir que, quizá, si vives como si no lo soñases, si no piensas en ello constantemente, llegarás a liberarte.

—No sé acallar los pensamientos. Tampoco sé transformar los sueños. Por cierto, ¿son buenos estos melones?

—Son dulces. Se deshacen en la boca.

—¿Por qué te lo pregunto? Siempre me contestas lo mismo.

—Es la verdad.

No querían empezar discusiones inútiles. María, que era menos impulsiva, procuraba cambiar de tema cuando los ojos de la otra se apagaban. Se conocían demasiado como para perderse en un entresijo de palabras que no las llevaba a ninguna parte. María le hablaba del mundo del mercado. En aquel espacio se sucedían historias de intriga, de lejanías y de reconciliaciones. Entre el morado de las berenjenas, el amarillo de los limones y el anaranjado de las calabazas, surgían otros colores todavía más intensos: el negro de antiguas rivalidades, el verde envidia, el grana del odio. Sabía que la enamoraban aquellas tonalidades reales que saltaban ante los ojos para ser capturadas.

Pasaron los años. Matilde intentó trasladar toda aquella gama de colores a la habitación de la pensión. Del mercado a las paredes que no le pertenecían, aunque las sintiera muy próximas. Los espacios que más había querido no fueron suyos. Los ocupaba tranquila. Como siempre había vivido en casas invadidas por el gris, transformó un lugar de dimensiones reducidas en un arco iris. Puso cortinas celestes, colocó una alfombra estampada con ramos de rosas blancas. Encima de la mesita había una lámpara dorada. La butaca estaba forrada con una tela de un azul intenso. Estaba satisfecha de un espacio que había sabido construir a su medida. Invitaba a poca gente a visitarla. Acudía Dana, con quien estableció una complicidad hecha de sobreentendidos.

El primer marido de Matilde se llamaba Joaquín. Era alto y gordo. Por la noche ocupaba casi toda la cama. A la mujer le dejaba un espacio muy pequeño en el que tuvo que aprender a acurrucarse. Durante años, cuando ya dormía sola, continuó en la misma postura, como si no se atreviera a invadir un territorio extraño. Los hábitos son difíciles de vencer; se había acostumbrado a un espacio exiguo, y a él adaptó el cuerpo. Era un hombre desordenado. Ella dedicaba tiempo en recoger calcetines, calzoncillos, camisetas. Se preguntaba cuántos minutos había perdido. Si hubiera sido capaz de sumarlos, seguro que el resultado sería de incontables horas; horas que podría haber ganado contemplando el mar, o los colores del mercado, o la vida.

Joaquín se levantaba temprano. Era hombre de pocas palabras, porque solía despertarse de mal humor. Desayunaba y se iba sin despedirse. Un gruñido desde el umbral de la puerta. Al principio, ella se esforzaba en atribuirles un significado. Pensaba: «Debe de querer decir “adiós, querida”, “volveré tarde, no te preocupes”, “que tengas un buen día”.» Imaginarlo la ponía de buen humor. Pronto descubrió que no querían decir nada, que eran sonidos guturales que existían al margen de ella, muy lejanos. Él trabajaba en una empresa de construcción y llegaba con la ropa manchada, las uñas ennegrecidas. Volvía hambriento; podría haberse comido una docena de bueyes y siete bandejas de lechuga. Devoraba la cena que encontraba en la mesa puesta con servilletas blancas. Comía con deleite, sin preguntas, sin decirle qué había hecho ni qué había pensado. Sólo bostezaba. Cuando regresaba a casa, era un hombre sin palabras. «Como no tiene demasiadas —pensaba ella—, debe de haberlas perdido por el café.»

Los vecinos decían de él que era una buena persona, siempre dispuesto a hacerles un favor. Ella nunca los contradecía, pero se preguntaba qué había hecho para merecer tantos silencios. No hablaba; no preguntaba. Se limitaba a respirar a su lado, a roncar en la cama, a llenar el suelo del baño de agua que ella recogía con una fregona. El agua era de color marrón; un proceso de transformación que seguía atenta: de la transparencia a la opacidad. A medida que el suelo quedaba limpio, el agua se enturbiaba. Matilde miraba aquel fondo oscuro y pensaba que le gustaría servirle una copa a Joaquín, durante la cena.

Organizaban un baile en el barrio donde había nacido. En un campo, detrás de la iglesia, donde los hombres jugaban a la petanca. Lo celebraban todos los años en San Juan, la noche más larga, cuando se huele el verano. María y Matilde tenían quince años. Se habían pintado los labios, llevaban la melena suelta. Cuando se miraban, se reían sin motivo alguno, porque sí, porque les apetecía. Eran carcajadas transparentes, que el aire del atardecer hacía volar. Veían la fiesta con unos ojos distintos. Hacía semanas que se habían dado cuenta del cambio: los chicos que conocían ya no eran los mismos. Actuaban de forma diferente. Cuando cruzaban la calle, cuando se sentaban en un banco de la plaza, cuando se asomaban a la ventana, se sentían observadas. Las miradas tenían poderes transformadores, eran un filtro mágico que les cambiaba la vida. Desde que se sabían contempladas, sus cuerpos habían adquirido protagonismo. Matilde se estiraba el jersey, para que le marcara la forma de los pechos. Caminaba con la espalda erguida, la sonrisa provocadora. María, a pesar de su timidez, se dejaba contagiar por el entusiasmo. Cuando se sentaba, los pliegues de la falda se recogían en el inicio de los muslos. Se asomaba la redondez de las rodillas adolescentes, que eran una mezcla de huesos y de luna. Resultaba increíble el poder de unos ojos. Las miradas de los jóvenes renovaban las actitudes de ellas. Despertaban la conciencia del cuerpo, las ganas de vivir. Estimulaban un instinto muy esencial que no habrían sabido describir, pero que se concretaba en desazones. Se movían con cierta agitación nerviosa, respiraban deprisa, hablaban mucho. Los días eran largos; la luz permitía estar en la calle. Cuando regresaban a casa, se observaban como quien mira a alguien desconocido.

En el baile de San Juan, Matilde conoció a Joaquín. Ella llevaba un vestido que le marcaba la cintura. Él era rubio, con los ojos de un verde que parecía irreal. Sonaba una música de orquestina. Las parejas se abrazaban entre un corro de mujeres que andaban, perdidas. Estaban las madres, las abuelas, las vecinas. Los hombres permanecían sentados al mostrador de un improvisado bar donde se servían cervezas. Se abrazaron. Primero con miedo: la poca habilidad de los brazos que toman el cuerpo del otro sin saber. Las manos que ciñen la cintura de ella, mientras la aproximan; los brazos que rodean, indecisos, el cuello de él. Olían a colonia barata. Matilde quizá demasiado. Pese a aquellos perfumes inadecuados, se imponía la curva del cuello, el inicio de la espalda. Giraban con la música: una vuelta y otra; otra más. El mundo entero detenido, para que bailaran.

Compró el estilete en un mercadillo veinte años después. Se lo vendió un hombre cojo, que escupía en el suelo y decía palabras malsonantes. Fueron al grano. Le preguntó cuánto quería, le dio el dinero. No regateó ni por una de las monedas que fueron a parar al bolsillo de él, a la chaqueta deshilachada. Colgaba de ella un botón. Si no hubiera tenido tanta prisa por marcharse, se habría ofrecido para cosérselo. Se fue con paso firme, sin mirar atrás. Se sentía aliviada. El puñal en la cesta, las manos apretando con fuerza el asa, el ánimo recobrado. No fue un acto de locura, ni un mal momento. Estaba segura. Lo había pensado mucho, hasta que se decidió.

La pista de baile no existía para aquellos dos adolescentes que fueron. No había gente, ni casas. Tan sólo una necesidad inmensa del otro: ganas de olerle, de tocarle la piel. Se hablaban al oído. Él le preguntó cómo se llamaba; ella quiso saber dónde vivía. Joaquín había ido al baile en una moto pintada de rojo. Con un gesto, señaló el lugar donde la había aparcado. Matilde se sintió absurdamente orgullosa; satisfecha de él y de la moto, como si fueran dos conquistas que llegan a la vez. Giraban abrazados con el sonido de la música. Los brazos se apretaron sin disimulo a la cintura; las manos se perdieron entre sus cabellos. No se atrevieron a besarse, pero lo desearon tanto que fue el mejor beso.

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