Una nimiedad puede alterar lo que hemos construido con esfuerzo. Lo comprendió aquella mañana de sol, cuando abrió la puerta y se asomó al pasillo. Justo enfrente de ella vio a una mujer. Era menuda, aunque llevara zapatos de tacón. Tenía los cabellos teñidos de un rubio que no ocultaba las raíces oscuras. Movía las manos, nerviosas, dotadas de un movimiento que transmitía una sensación de energía que desbordaba. Las uñas, pintadas de rosa, destacaban en un conjunto hecho de estridencias. Chocaron de golpe. Una que salía sin prisa; la otra que pasaba como un torbellino. Se miraron como se miran dos personas desconocidas. Una con la misma indiferencia con que contemplaba la vida; la otra con curiosidad. Era un encuentro de opuestos: el desinterés con las ganas de saber, la desidia y la voluntad. Podrían haber pasado de largo; ésa era la intención de Dana. Agachó la cabeza y murmuró una excusa ininteligible. En cambio, Matilde no tenía la más mínima intención de borrar el episodio. Hacía días que la observaba desde lejos, que se preguntaba quién era la chica de expresión triste, la recién llegada que parecía no estar ahí, sino haberse quedado en otro lugar, retenidos el pensamiento y el deseo. Había conocido a otros fugitivos. Ella misma lo fue. Se acordaba con una sonrisa guasona, como si se burlara de la vida. Le dijo:
—Buenos días, princesa. ¿Éstas son horas de levantarse de la cama?
El tono, entre la ironía y la gracia, la sorprendió. Por vez primera en muchos días, levantó los ojos del suelo y miró la cara de alguien. Vio un rostro que desaparecía tras una sonrisa, surcado por diminutas arrugas alrededor de los ojos. Sin saber por qué, una parte del muro de contención que la alejaba de la realidad cayó. Aquella mujer le inspiraba una confianza que no habría sabido justificar. Perdió el miedo.
—¿Es muy tarde? —Hizo la pregunta con expresión sorprendida, como si, al regresar de pronto a la realidad, quisiera pedir excusas de una ausencia.
—Casi mediodía. ¿No tienes que ir a trabajar como hacen la mayoría de los mortales en esta ciudad? ¿O tu trabajo consiste en descansar entre sábanas?
Podría haber parecido impertinente, pero la sonrisa comunicaba calidez a las palabras.
—No tengo trabajo. La verdad es que, desde que llegué, no he hecho nada para buscar uno. —Se ruborizó, inexplicablemente avergonzada como una adolescente.
—Parece que no te des cuenta, pero no lo podemos ocultar: las dos venimos de la misma isla. ¿Cuáles son esas cosas que tienes pendientes?
—Puedes imaginártelo: buscar un piso y encontrar trabajo. Pronto mis ahorros se agotarán. Sé que no podré continuar aplazándolo, pero me da mucha pereza. Todo se me hace una montaña.
Tenía la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. No le resultaba incómodo salir del mutismo que había sido su forma de relacionarse con el mundo. La consigna del silencio no había sido una elección premeditada, sino que se había convertido en un refugio. Si no se habla, no hay que dar explicaciones. Por eso callaba. La presencia de una mujer desconocida debilitaba las reservas. No las destruía por completo, pero suavizaba las aristas.
Esbozó una sonrisa. Era una situación peculiar: Matilde —entonces todavía no sabía su nombre—, con aquella apariencia que no reunía ninguno de los requisitos que habría considerado normales, había destruido las barreras que la alejaban de la vida. Se preguntó qué era lo normal, cuándo se habían invertido los esquemas que la orientaban. Debían de formar una extraña pareja: una mujer joven vestida con un albornoz de rayas, los cabellos en desorden; otra mujer más mayor, de edad indefinida, que era un estallido de colores y de buenas intenciones. Estaban de pie en el pasillo de una pensión con poco trasiego, a aquella hora. El ademán y los gestos nos delatan. Dana tenía la actitud de quien está a la expectativa; Matilde hacía preguntas con naturalidad:
—¿Buscas piso? No es una tarea fácil. Tendrás que espabilarte. Quizá podría ayudarte. ¿Cómo quieres que sea?
—No lo sé. —Se encogió de hombros con expresión perpleja, como si pidiera disculpas a la otra por su propia confusión—. No lo he pensado demasiado. Sólo sé que tiene que dar a una plaza.
—¿A una plaza cualquiera?
—A una plaza que me guste. Siempre he vivido en lugares que daban a calles estrechas. ¿Tú vives aquí?
—Sí, desde hace años. La pensión es un buen sitio, si te acostumbras. Nunca te falta compañía. Eso es impagable.
Le sorprendió la respuesta. No había pensado que la compañía de los demás mejorara la vida. Más bien habría afirmado lo contrario: hay presencias que incomodan, que impiden que se pueda respirar. Miró de nuevo a aquella mujer y, sabiendo que decía una inconveniencia, le espetó:
—¿Has pensado alguna vez en cambiarte el color del pelo? —La otra no cambió de expresión.
—¿Y tú?
Pensó que no tendría que haberle dicho nada, que era una estúpida. Las palabras surgieron tímidas, balbuceantes:
—No. La verdad es que no.
—Haces muy bien. Tus cabellos tienen un color magnífico.
Sonrieron, aligerado el ambiente, el aire del pasillo, el cielo que no veían, pero que era azul y sin nubes. Fue el inicio de una amistad que duró mucho tiempo.
Compartían mesa en el comedor. Se sentaban donde la luz no las molestaba en los ojos, sino que las acariciaba. Se acostumbraron a una amistad basada en pequeños gestos. La compañía de Matilde transformó a Dana. Aunque nunca se lo confesó, su vida fue distinta desde que se conocieron. Ella había sido el puente que le servía de regreso a la realidad. Aquella contundencia en las frases, las preguntas directas, sin tapujos, la firmeza en el ademán no le servían para complicarle la vida, sino para enfrentarse a ella. Sin saberlo, Matilde le enseñó que las cosas vistas de cerca nunca son tan terribles, que las palabras se tienen que pronunciar, aunque hagan daño, que no hay nada que pueda provocar el miedo a ser dicho, porque los pensamientos se atenúan si los transformamos en palabras. Es como si los hiciéramos más concretos, menos terribles.
El mantel se llenaba de trocitos de pan que Matilde, con el gesto distraído, desmenuzaba con los dedos. Se iba formando una procesión de hormigas blancas, inmóviles. Eran las migas que ella redondeaba con suavidad, hasta convertir en bolitas de pasta. Aquel sencillo gesto le gustaba. Se pasaban un largo rato entretenidas en la conversación. De vez en cuando, se sumían en el silencio, la mirada perdida en un punto indefinido. La clave de su entendimiento consistía en respetarse. No tenían que esforzarse demasiado, porque ambas podían captar un momento de tristeza o de añoranza. Cada una de ellas tenía una historia que evocar. Había días soleados en que parecía lejana, pero la lluvia les traía de nuevo el recuerdo. Matilde no dejó de teñirse el pelo. Tampoco prescindió de las uñas pintadas de coral. Se reía de ella con afecto, convencida de que era una mujer fuerte. Dana agradecía la calidez de sus conversaciones; constituían la única presencia real que le llenaba la vida.
Tumbada en el sofá de la sala, con las ventanas que dan a la plaza abierta, estirar el cuerpo. Querría liberarse de esa sensación de somnolencia. Espera que él regrese. Cuando oiga el ruido de la llave en la puerta, se alegrará. Tal vez se levante de un brinco y se deje caer en sus brazos. Quizá le espere sin agitarse, inmóvil entre los cojines, la sonrisa juguetona en los labios. Las voces de las vecinas del tercero y del cuarto han subido de volumen. Son como culebritas que saltan, hacia adelante y hacia atrás, mientras invaden la escalera. Hay muchas maneras de apropiarse de un espacio: hay quien lo ocupa con el cuerpo; hay quien lo ocupa con la estridencia de las palabras. Hace mucho tiempo que no las envidia. Ha olvidado aquel sentimiento que queda lejos del presente. Si alguien intentara recordárselo, se asombraría. No tiene un recuerdo demasiado preciso de las ganas de vivir sus existencias, de recluirse en vidas ajenas para salvarse de la propia. Dana se acaricia. Los dedos tienen la suavidad de la música. Conoce su cuerpo con exactitud. Sabe dónde introducir la mano, la presión de la piel sobre la piel. Los pensamientos desaparecen. Todo se difumina. La luz es menos intensa, las voces de las vecinas se han convertido en un eco que no tiene intención de rescatar. Mira al techo y ve una mancha de humedad que tiene forma de nube. Ahuyenta la imagen: lo único que cuenta es el cuerpo que vibra, el deseo de aquel otro cuerpo en la mente, la capacidad de revivir el tacto, aunque no esté. A veces, cuesta capturar el placer. Cualquier minucia hace que, cuando estaba a punto de atraparnos, se nos escape. Está hecho de una materia volátil.
—¿Me amarás siempre? —preguntaba a un hombre lejano, hacía muchos años.
—Siempre. —La respuesta era rotunda, como si no admitiera ni una fisura por donde pudiera filtrarse la duda.
—¿A pesar de todo? ¿A pesar de lo que nos toca vivir? —No podía resistir la incertidumbre.
—Tu futuro sólo será conmigo.
Reían, inconscientes, felices.
«El futuro», repite. Lo pronuncia con todos los matices del desencanto. Aquél que nunca tiene que venir, pero que siempre llega. Lo habíamos inventado pero vuelve a sorprendernos. No es como lo soñamos. Las piezas no coinciden. Debe de ser que el futuro imaginado nunca tiene nada que ver con el futuro hecho presente. «No importa, no importa», piensa. Tiene las piernas esbeltas, los pies finos, ganas de besar. A través de la ventana se oyen los ruidos de la mañana. Niños que juegan, gente que sale, el viento entre los árboles. Balancea su cuerpo hacia adelante para abandonar el sofá. Tiembla. Después del amor, aunque sea un amor solitario, siempre tiene frío. Se acurruca, en un esfuerzo por vencer la tentación de volver a los cojines. No hay relojes en el piso, pero intuye que no puede tardar demasiado. Ha aprendido a calcular el paso del tiempo mirando la luz. Está en la ducha, con el cuerpo enjabonado, cuando ve su rostro reflejado en la puerta. El vaho del agua difumina las facciones. Intenta sonreír. Durante un instante, breve como un pensamiento inoportuno, se pregunta cuál de los dos hombres que ha amado acude a su encuentro.
Matilde había tenido tres maridos. Cantaba aquella canción que habla de una mujer que había tenido tres hombres a los que mató con veneno. Cuando era sincera, directa como una flecha al corazón, aseguraba que la envenenada había sido ella. Hay ponzoñas que actúan lentamente, que matan poco a poco. Sus efectos son casi imperceptibles. No nos damos cuenta hasta que es demasiado tarde, cuando el egoísmo del otro, su pereza de vivir, la indiferencia o la mala leche nos han dejado exhaustas. Lo contaba con la voz cansada, mientras las manos subrayaban la intensidad de las frases. Hay historias que son difíciles de vivir. Desde que se hospedaba en la pensión, estaba contenta. Antes nunca había tenido la sensación de pertenecer a algún lugar. Entre las paredes del pasillo, en el comedor, en la habitación que había convertido en un decorado de opereta, se sentía cómoda. Las conversaciones con los demás huéspedes entretenían las horas muertas del día. Con los que estaban de paso, mantenía diálogos circunstanciales, divertidos. Con los que pasaban temporadas, había llegado a establecer lazos de afecto, pequeñas complicidades. Jugaba a leer el destino en las manos de los demás:
—Todo está escrito en las estrellas —afirmaba, convencida.
Muchos atardeceres, cuando la luz caía oblicua sobre las butacas de la sala, se instalaba allí, dispuesta a hacer predicciones sobre historias que todavía nadie había vivido.
—Las cosas que no han pasado son las mejores —decía a Dana, que la escuchaba sin evitar una sonrisa burlona.
—¿Qué dices? No te entiendo. Lo que tiene que venir puede ser bueno o puede ser terrible.
—Nunca nos parece más terrible que lo que ya hemos vivido. Si lo es, no lo percibimos con la misma dureza de antes.
—Eres una bruja extraña, Matilde. Yo no quiero saber lo que tiene que venir. La vida tranquila me gusta.
—El mundo siempre rueda. Todo se mueve, aunque no lo quieras. ¿Te digo lo que veo en las líneas de tu mano?
—Ni pensarlo. —Apretaba el puño y cerraba los ojos como si quisiera ahuyentar pesadillas.
—Es malo no querer saber.
—Es bueno huir de los sobresaltos.
Se reían las dos: Matilde con una risa feliz; Dana con una risa apenas recuperada, que le parecía aprender de nuevo, como si fuera un niño que tiene que empezar los ciclos de la vida.
La luz se desvanecía y la ventana mostraba un panorama de sepias y grises. Las butacas tenían fundas con un estampado de flores. Como las habían lavado muchas veces, habían ido diluyéndose. Primero los pétalos, después las hojas, finalmente los tallos. Tenían la apariencia de querer huir, de escaparse de los cojines y de las telas. Una voluntad alada que nunca se haría realidad. Lo pensaba alguna vez. Las flores estaban condenadas a desaparecer lentamente, hasta hacerse invisibles. Le recordaban su propia vida. Tantas veces había deseado confundirse con la nada, que tenía la impresión de que también ella se convertía en un ser traslúcido, a punto de esfumarse. Los muebles eran de madera, con alguna carcoma insistente. Nadie prestaba demasiada atención. En el suelo, una alfombra desgastada por muchos pasos. La mesita de la televisión donde alguna señora miraba la telenovela de la tarde. Un ramo de flores en la ventana. Cuando hacía frío, encendían una estufa de butano que caldeaba el ambiente. Matilde, que era muy friolera, se acurrucaba debajo de una manta. Pasaron los días y las semanas. Fue un tiempo especial, mientras ella se esforzaba por detener el curso de una vida que continuaba rodando.
Matilde mató al primer marido muchas veces. Lo pensaba de noche, en la placidez del sueño. Se le dibujaba una dulce sonrisa que nadie le había visto antes. Se perdía en un paraíso de sensaciones inexplicables que, en la vida, tenía que ahogar, pero que surgían como un torrente impetuoso cuando cerraba los ojos. Eran el sentimiento de rabia, el deseo de venganza, las ganas de hacer desaparecer al otro por siempre jamás. Los sueños actuaban como una pantalla de cine que multiplica las imágenes. Del mismo modo permitían enfocar sus percepciones con precisión, agrandarlas, dotarlas de fuerza y de relieve; aumentadas, exageradas por el poder de la mente, incluso ella misma era capaz de relativizarlas.
—¿Qué importancia tiene, en el fondo, que nunca se ocupe de lo que a mí me gusta, que no se interese por lo que yo pueda desear? En realidad, no me gustaría en absoluto tener que contárselo.