Peligro Inminente (10 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Un poco de coñac —contesté.

—Estoy bien —dijo Esa valerosamente.

—¿Puede usted contestar algunas preguntas, señorita?

—¡Ya lo creo!

El inspector se adelantó, tosiendo, probablemente para dar a la interrogada tiempo de reponerse. Esa le acogió con una ligera sonrisa, diciéndole:

—Esta vez no dificulto el tránsito.

Se comprendía que ya se habían visto antes.

—Éste es un caso desgraciadísimo, señorita —dijo el inspector—, y créame que lo siento infinito. Monsieur Poirot, cuyo nombre me era muy conocido y que estamos orgullosos de tener aquí con nosotros, dice que está convencido de que el disparo del otro día en el Majestic fue dirigido contra usted.

Esa afirmó:

—Yo creí que era una avispa, pero no lo era.

—¿Le habían ocurrido ya algunos otros accidentes lamentables?

—Sí. Y para colmo de extrañeza, precisamente uno detrás del otro. Seguidos, muy seguidos.

Resumió brevemente los distintos casos ocurridos.

—Sí..., sí... Ahora le suplico que me explique cómo ha sido eso del mantón. ¿Por qué lo tenía su prima sobre sus hombros esta noche?

—Habíamos vuelto a casa para coger su abrigo, porque de estar paradas afuera mirando los fuegos artificiales sentíamos frío. Al entrar eché mi mantón sobre ese sofá y fui a ponerme el abrigo de pieles que llevo encima y a coger otro para mi amiga Frica Rice... Mírelo ahí, en el suelo, al lado de la ventana... A todo esto, Maggie me llamó para decirme que no encontraba su abrigo. Le contesté que tal vez estuviera en la planta baja. Mi prima bajó y desde allí me llamó de nuevo para repetirme que no lo encontraba. Entonces le dije que tal vez hubiera quedado en el coche. El suyo era un abrigo de lana, no de piel... Añadí que le llevaría cualquier prenda mía... «No te preocupes —me contestó—. Me pondré tu mantón si a ti no te hace falta.» Le respondí que temía que no le bastase. Y ella volvió a decirme: «Ya lo creo que me basta. Estoy acostumbrada al clima de York. Con tal de tener algo en la espalda...» «Pues póntelo —le dije— y dentro de un minuto estaré contigo...» Y un minuto después, cuando... salí...

No pudo terminar la frase.

—No se acongoje, señorita... Dígame solamente esto: ¿oyó usted algún disparo?

Esa empezó negando por señas, moviendo la cabeza. Luego balbució:

—¡Hacían tanto ruido los fuegos! Atronaban...

—Comprendo —asintió el inspector—. El ruido de los disparos se perdió entre el otro estrépito. Supongo que no podrá usted darme ninguna explicación acerca de su perseguidor.

—Nunca se sabrá. No puedo imaginarlo.

—Ni podrá usted —replicó el funcionario—. En mi opinión se trata de algún maniático del homicidio... Mal asunto... No le haré más preguntas hoy, señorita. Crea usted que siento ese triste caso, mucho más de cuanto pudiera expresar con palabras.

Apenas había acabado de despedirse, se adelantó el doctor Graham:

—Señorita, quisiera aconsejarle que no permaneciese aquí. Y mi opinión es también la de monsieur Poirot. Conozco un excelente sanatorio. Después de la terrible impresión necesita usted una quietud absoluta.

La mirada de Esa no se fijaba en el médico, sino en Poirot.

—¿Y es precisamente por causa de la impresión? —preguntó.

Poirot puso inmediatamente las cosas en claro.

—Hija mía, quiero que usted se encuentre a salvo. Y quiero saber que está usted en sitio seguro. En el sanatorio encontrará una enfermera agradable, reposada, sin caprichos en la cabeza, una buena mujer que estará a su lado esta noche y que sabrá animarla cuando usted se despierte y tenga ganas de llorar... ¿Comprende?

—Sí —respondió Esa—. Comprendo. Pero usted no... Yo no temo nada... ¡Venga la muerte si quiere! Ya no me importa... El que quiera matarme, máteme cuanto antes...

—Vamos, señorita —dije yo—. Tiene usted los nervios en tensión...

—No sabe... No sabe. Ninguno de ellos lo sabe...

El doctor asintió con voz serena:

—La proposición de monsieur Poirot me parece excelente. Usted vendrá ahora en automóvil conmigo, le daremos un calmante para asegurarle un buen descanso esta noche... ¿Qué dice usted?

—No importa —repuso la joven—. Todo lo que ustedes quieran; no tiene ninguna importancia...

Poirot puso su mano en la de la joven, diciéndole:

—Señorita... Yo sé... Comprendo... Y la compadezco... Estoy confundido, con el corazón atormentado. Había prometido protegerla y no he sabido cumplir mi promesa. He fracasado, soy un imbécil... ¡Si supiera usted lo que padezco, señorita, me perdonaría! No lo dude...

—Nada tiene usted que reprocharse —dijo Esa con voz apagada—. Estoy segura de que no ha descuidado usted ninguna precaución, de que nadie me hubiera podido ayudar más eficazmente, estoy segura... No se preocupe por mí, se lo ruego...

—Es usted muy generosa...

—No; yo...

En aquel momento se abrió violentamente la puerta del salón y entró precipitadamente George Challenger, gritando desaforadamente:

—¿Qué ha sucedido? Acabo de llegar... En la verja he tropezado con un policía y me ha dicho que hay un muerto. ¿Quién? ¿Qué ha ocurrido? ¡Por amor de Dios! ¿No será Esa?

Era conmovedora su angustia, y como pronto advertí, justificada, por el hecho de que Poirot y el doctor le interceptaban la vista de miss Buckleys.

Antes que nadie tuviera tiempo de contestarle, repitió:

—¿Y Esa? ¿Esa?... ¿No es ella?

Apartándose e indicándola con un amable ademán, le respondió Poirot:

—No, amigo mío: ahí la tiene bien viva.

Challenger la miró un instante en silencio.

Parecía que temía estar soñando. Luego, vacilando como un beodo, cayó de rodillas junto al sofá, y tapándose el rostro con las manos, rompió a llorar.

—¡Esa, mi tesoro!... ¡Temía que la hubiesen matado!

Esa se incorporó.

—Estoy sana y salva, George. No haga usted el tonto...

—Pero alguien ha muerto, me lo ha dicho el agente...

Y miraba en derredor suyo con intensa curiosidad.

—Sí —respondió Esa—. Ha muerto Maggie. La buena de Maggie.

Un espasmo le contrajo el rostro. Volvieron a acercarse el doctor y Poirot. Graham la ayudó a levantarse, y entre él y Hércules la sostuvieron mientras la conducían fuera del aposento.

—Conviene que se acueste usted lo antes posible —le decía el doctor—. Venga ahora en mi coche. He pedido a mistress Rice que haga un paquete con las cosas que más pueda usted necesitar.

Desaparecieron los dos por detrás de la puerta.

Challenger me cogió del brazo.

—No entiendo... ¿Adonde se la llevan?

Se lo expliqué.

—Comprendo... ¡Por amor de Dios, Hastings, dígame lo que ha ocurrido! ¡Qué tremenda tragedia! Esa pobre muchacha...

—Venga usted a beber algo —le dije—; no puede tenerse de pie.

—No me importaría nada caerme en pedazos.

Nos encaminamos juntos al comedor.

—¿Ve usted? —me dijo después de haberse tomado una mezcla de coñac y agua de Seltz—: Temía que hubieran matado a Esa.

Ningún enamorado ha podido nunca dejar que sus sentimientos se pusiesen al descubierto con mayor claridad que el comandante Challenger.

Capítulo IX
-
De la «A» a la «J»

Creo que no olvidaré la noche que siguió. Poirot se desesperaba reprochándose con espantosa violencia lo acaecido.

Paseaba de arriba abajo por el cuarto, sin pararse nunca, persistiendo en acumular anatemas contra sí mismo, sin siquiera escuchar mis bienintencionadas protestas.

—¡He aquí lo que significa tener una opinión demasiado buena de sí mismo! ¡Qué castigado estoy por ello! ¡Hércules Poirot, te creías un portento y eres un imbécil!

En vano intentaba apartarle del tormento de esas ideas.

—Pero ¿quién? —exclamó al fin—, ¿quién hubiera podido imaginar semejante audacia? Yo no había descuidado ninguna precaución. Hasta había avisado al asesino.

—¿Avisado al asesino?

—Sí, también en eso pensé. Le había llamado la atención sobre mí. Le había hecho comprender que... yo sospechaba. Había, o cuando menos creía haber, anunciado que era terriblemente peligroso para él la repetición de sus actos criminales. Había cavado un foso, por decirlo así, alrededor de la señorita. Y ha sabido pasarlo. Y pasarlo casi a nuestros ojos. Ni nuestra presencia ni la seguridad de sabernos en guardia han podido impedirle conseguir su objeto.

—En realidad no lo ha conseguido.

—Por pura casualidad. Por lo demás, viene a ser lo mismo, desde mi punto de vista. Ha quedado destruida una vida humana. Y toda vida es sagrada.

—Ya... No quería decir eso.

—Pero, por lo demás, lo que usted dice es cierto. Y en vez de disminuir la gravedad del caso, la acrecienta. El asesino no ha llegado por completo al logro de sus propósitos. ¿Comprende usted ahora, Hastings? La situación ha variado, empeorado. Tal vez ahora en vez de una sola, serán sacrificadas dos vidas humanas.

—No mientras esté usted por aquí —dije yo con convicción.

Hércules se detuvo y desconsolado me apretó fuertemente mano.

—Gracias, amigo, gracias. Aún tiene usted confianza en mí. Me vuelve a dar ánimos. Hércules Poirot no tendrá un segundo fracaso, no se destruirá otra vida. Corregiré el error que he cometido, indudablemente yo me he equivocado. ¿En qué?... No lo sé. En un punto cualquiera de la acción desenvuelta en estos últimos días han debido desviarse mis ideas, en general tan bien ordenadas... Volveré a empezar; esta vez venceré.

—Así, ¿le parece a usted amenazada la vida de miss Esa?

—Naturalmente. ¿Qué otro motivo hubiera tenido yo para enviarla a un sanatorio?

—¿No ha sido por los sobresaltos que se ha llevado esta noche?

—Nada de eso. De un trauma psíquico se puede reponer en su propia casa, y tal vez aquí mejor que en un sanatorio. En los sanatorios el ambiente es aplastante. Figúrese: los suelos de linóleo, las insulsas conversaciones de las enfermeras, las comidas llevadas al dormitorio en una bandeja, los cubos de agua que echan allí para la continua limpieza... No; la he recomendado a un doctor sólo para su seguridad. A él le he explicado claramente cómo están las cosas. Y me ha dado la razón. Tomará cuantas precauciones le recomiende yo. Nadie, ni aun su queridísima amiga, será admitida a presencia de miss Buckleys. Usted y yo seremos los únicos a quienes pueda recibir; a todos los demás se les opondrá una perentoria: «Orden del doctor.» La consigna será respetada.

—Ya —objeté yo—, pero...

—Pero ¿qué?

—Que semejante situación no puede prolongarse.

—Es verdad, pero nos da un momento de tregua. Y seguramente no habrá usted dejado de comprender que ha mudado el carácter de nuestras operaciones.

—¿Ha mudado? ¿De qué modo?

—Hasta ahora debíamos velar por la seguridad de la muchacha. Ahora nuestra misión es mucho más sencilla y de aquellas a las que estamos muy acostumbrados. No se trata más que de descubrir al asesino.

—¿Y le parece a usted cosa fácil?

—Naturalmente. El criminal ha puesto su propia firma en el delito cometido. Ha salido de la oscuridad.

Titubeando un poco pregunté:

—¿No será usted del parecer de la Policía? ¿Cree usted también que nos hallamos frente a un maniático del crimen?

—Estoy convencidísimo de que ésa es una hipótesis absurda.

—¿Así que continúa usted creyendo...?

No me atrevía a terminar la frase, pero Hércules comprendió pronto el sentido y la concluyó él, en tono grave, diciendo:

—...¿que el asesino pertenece al círculo de los íntimos de la muchacha? No cabe la menor duda.

—Y, sin embargo, es una suposición casi imposible de sostener, por la forma en que se ha pasado la noche. Estábamos todos juntos y...

Hércules volvió a interrumpirme, para preguntarme rápidamente:

—¿Podría usted asegurar que ninguno de los componentes del grupo se ausentó un momento? ¿Podría usted jurar, con respecto a cada una de las personas reunidas en la punta de la roca, haberla visto allí todo el tiempo que duraron los fuegos?

Sus palabras me impresionaron.

—No —tuve que responder después de breve reflexión—. No podría jurarlo. Estaba oscuro y todos nos movíamos. En varios momentos observé a mistress Rice, a Jim Lazarus, a usted, a Croft, a Vyse... Pero a ninguno de ustedes les miré todo el tiempo.

Poirot asintió y añadió:

—Y era cosa de pocos minutos... Así, las dos muchachas van a la casa. El asesino se escabulle cautelosamente, se esconde detrás del sicómoro, a mitad del camino... De la puerta-vidriera de la galería sale miss Buckleys..., o por lo menos lo cree el asesino..., pasa muy cerca de él, y éste dispara rápidamente tres veces seguidas...

—¿Tres? —exclamé.

—Sí. Esta vez no quiso exponerse. Vimos en el cadáver tres orificios de bala de revólver.

—Pues se expuso mucho.

—Más se hubiera expuesto disparando una vez sola. La detonación de un revólver Mauser no es muy ruidosa. El ruido podría confundirse, pues se parece mucho al tiroteo de los fuegos artificiales.

—¿Y encontraron el arma?

—No... Y le aseguro, Hastings, que ésa es para mí una prueba indiscutible de la familiaridad del autor del delito con la casa. Creo que estamos de acuerdo al suponer que el revólver de la muchacha fue robado con la idea de dar a su muerte la apariencia de un suicidio.

—Sí, de acuerdo.

—Ésa es la única explicación plausible de la desaparición del arma. Pero ahora ya no puede haber medio de hacerme creer en una muerte voluntaria. El culpable sabe que no puede inducirnos a error. Sabe, en resumen, que nosotros lo sabemos.

Bien pensado, la lógica de semejantes deducciones parecía irrebatible.

—¿Y qué cree usted que haya hecho del revólver? —pregunté.

Hércules se encogió de hombros y repuso:

—Es difícil decirlo. Pero el mar está allí muy cerca. Un movimiento resuelto del brazo basta para que el arma vaya al fondo, sin que nadie pueda volver a encontrarla. Claro está que no tengo una certeza absoluta, pero es lo que yo hubiera hecho en su lugar.

—¿Y cree usted que advirtiera que equivocó el blanco?

—No, no —me contestó tristemente Poirot—. Y ésa ha debido de ser para él una sorpresa muy desagradable... Conservar el dominio de sí mismo, después de haberse enterado de la verdad... No descubrirse... Todo eso no ha debido de ser cosa fácil.

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