Peligro Inminente (7 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Sí, así lo creo. El que atenta contra esa vida joven no es un loco vagabundo: es uno que conoce muy bien La Escollera.

Se acercó de nuevo a la salida, y yo detrás de él... No hablamos. Estábamos demasiado preocupados para hablar.

Y en esto, al volver la escalera, nos detuvimos ambos como de mutuo acuerdo ante la imprevista aparición de un hombre que subía hacia nosotros.

También él se paró de repente. Tenía el rostro en la oscuridad; pero su actitud no nos dejaba dudas acerca de sus impresiones. Al fin él rompió el silencio, gritándonos:

—¿A qué diantres han venido ustedes aquí? ¿Puede saberse?

—¡Ah! —respondió sin descomponerse Poirot—, míster... Croft, ¿no es así?

—Sí, ése es mi nombre... Pero qué...

—¿Vamos al salón? Allí estaremos más cómodos para hablar.

El otro aceptó al momento y bajamos con él al salón. Así que se hubo cerrado la puerta. Hércules, inclinándose, se presentó:

—Yo soy Hércules Poirot, para servirle...

La faz de Croft se iluminó y exclamó lentamente:

—¡El detective de quien he leído yo tantas cosas...!

—¿En la
Gaceta de Saint Loo
?

—No. Hace ya muchos años que le conocía a usted de oídas y por su fama en Australia. ¿Es usted francés?

—Soy belga, pero es lo mismo. Este señor es mi amigo, el capitán Hastings.

—Encantado de conocerle. Y dígame, ¿qué gran empresa tiene usted entre manos? ¿Cómo es que se halla usted por aquí? ¿Hay por aquí algo que esté... torcido?

—Depende de lo que se entienda por estar torcido...

El australiano asintió. Era un hombre de buen aspecto, a pesar de su completa calvicie y de su incipiente vejez. Tenía un físico envidiable, la faz poco erguida, tosca y rolliza, cuyo rasgo más característico era el azul metálico de los ojos.

—Miren ustedes —empezó a explicarnos—, he venido a traer a miss Buckleys unos tomates y un pepino. Su jardinero no sirve para nada. Es un haragán que deja que se estropee el huerto. A mi mujer y a mí nos indigna y procuramos remediar, cuando menos en parte, su pereza. Tenemos muchos más tomates de los que podemos consumir. Y como también conviene estar bien con los vecinos, he venido, pues, como de costumbre, entrando por la puerta-vidriera. Ya había dejado mi cesto en el suelo y me disponía a marcharme cuando oí en el piso de arriba un rumor de pasos y voces de hombre. Me quedé petrificado. En general, no suele haber ladrones por este sitio; sin embargo, siempre puede preverse un robo. Así, pues, quise cerciorarme de que no ocurría nada extraordinario, y no quedé poco sorprendido al encontrarles a ustedes en la escalera. Y ahora he aquí que usted se me revela como el más famoso de los detectives. ¿Qué significa su presencia aquí?

—Una cosa sencillísima —respondió Poirot sonriendo—. Miss Buckleys tuvo una sorpresa alarmante la otra noche. Un cuadro muy pesado que había colgado encima de su cama se cayó. Tal vez se lo haya dicho.

—En efecto, ¡de buena se libró!

—Para evitar todo peligro le prometí traerle una cadena de construcción especial, pues no convendría que se repitiera lo ocurrido. Me ha dicho que tenía que salir esta mañana, añadiendo, sin embargo, que, a pesar de ello, podía yo venir a tomar las medidas para la nueva cadena que ha de encargar. Ya ve que la cosa no puede ser más sencilla.

Hablaba con la mayor serenidad y sonriendo apaciblemente.

Croft suspiró, tranquilizado.

—¿Nada más que eso?

—Nada más. Se ha asustado usted en balde. Somos ciudadanos muy respetuosos con la Ley mi amigo Hastings y yo.

—¿No nos vimos ya ayer? —preguntó, dudando un poco, Croft. Y recordando de pronto, añadió—: Sí, ayer tarde. Pasaron ustedes por delante de nuestra casa.

—Es verdad. Usted trabajaba en el jardín y tuvo la atención de darnos las buenas tardes cuando nos encaminábamos a la casa.

—Sí, sí, ahora me acuerdo. Así, ¿usted es ese Hércules Poirot de que tanto se habla? Pero dígame, monsieur Poirot, ¿tiene usted mucho que hacer? Si estuviera usted libre, quisiera pedirle que viniese a mi casa y aceptase un té de mañana, pues en Australia lo tomamos por la mañana. Desearía presentarle a mi mujer, que siempre lee todo lo que se ha escrito sobre usted en los periódicos.

—Es usted muy amable. No tenemos nada que hacer y aceptamos gustosos.

—¡Magnífico!

Y Poirot, volviéndose, me preguntó apresuradamente:

—¿Ha apuntado usted exactamente todas las medidas, Hastings?

Le aseguré que lo había anotado todo y seguimos a nuestro guía. Croft era hablador. Nos habló de su casa, próxima a Melbourne, de los difíciles años vividos al principio de la carrera, de su matrimonio, de la lucha común y de la fortuna alcanzada al fin.

—Apenas tuvimos dinero, decidimos viajar. Siempre habíamos deseado conocer la madre patria. Pues bien: lo conseguimos. Vinimos aquí, intentamos encontrar a algunos parientes de mi mujer, cuya familia era oriunda de estos contornos. Pero no encontramos a ninguno. Entonces viajamos por el continente, por París, Roma, los lagos italianos, Florencia... Y durante nuestra permanencia en Italia ocurrió la desgracia ferroviaria que hirió gravemente a mi mujer. Pobrecilla. Un caso cruel... Mandé que la visitasen los mejores médicos y todos repetían la misma cantinela: «Con el tiempo..., tal vez con el tiempo... Se trata de una lesión que interesa la columna vertebral.»

—¡Qué desgracia!

—Una desgracia de veras. En fin, la desdicha es inevitable. Ella tenía la idea fija de venir a instalarse por estos parajes, le parecía que viviendo en una casa nuestra, por modesta que fuese, sentiría menos su infortunio. Vimos muchas casitas poco atractivas, y, por último, tuvimos la suerte de descubrir ésta. Simpática y tranquila, y además aislada; no se oyen ruidos de automóviles ni de gramófonos. La alquilé inmediatamente.

Mientras Croft terminaba sus explicaciones, llegamos a la casita. Al llegan «Cu... u... u... y», a lo cual hizo eco un grito parecido dentro de la casa.

—Pasen ustedes —nos dijo Croft.

Subimos pocos escalones y nos encontramos en un apacible dormitorio; allí, en un diván, estaba tendida una señora de edad mediana, con una hermosa cabeza de cabellos ya canosos y una dulcísima sonrisa.

—¿A quién crees que tienes delante, Milly? —le dijo el marido—. Nada menos que a monsieur Hércules Poirot. Le he traído aquí para que puedas hablar con él.

—¡Qué suerte! ¡Qué agradable sorpresa! ¡No sé cómo expresarle mi alegría! —exclamó la señora, estrechando fuertemente la mano de Hércules en la suya—. He leído el «Crimen del expreso del Sur». Quiso la Providencia que viajase usted en aquel mismo tren. Conozco muchos casos suyos. Desde que estoy obligada a la inmovilidad he leído todas las novelas policíacas que se imprimen. Nada me hace pasar el tiempo mejor. Berto, di a Edith que nos sirva el té...

—Tienes razón, Milly.

—Edith es algo así como una viceenfermera —nos explicó mistress Croft—. Viene todas las mañanas a ponerme aquí. No tenemos que luchar con criadas... Además, Berto es un buen cocinero y sabe llevar la casa admirablemente. Entre la casa y el jardín tiene su trabajo.

En aquel momento reapareció el marido con una bandeja en las manos.

—Aquí está el té. Éste es un gran día para nosotros, Milly.

Mistress Croft se incorporó un poco y manejó la tetera sin dejar de hablar.

—Supongo que se detendrá aquí, monsieur Poirot.

—Me tomo unas pequeñas vacaciones, señora.

—Yo había leído que se había retirado usted, que había resuelto tomar vacaciones definitivas.

—¡Ay, señora! No se debe creer todo lo que dicen los periódicos.

—Es verdad... Es verdad... Así, ¿sigue usted trabajando?

—Cuando se me presenta algún caso interesante.

—No estará usted aquí en actividad de servicio, ¿verdad? —preguntó disimuladamente Croft—. La declaración de hallarse descansando podría formar parte de algún plan especial.

—No hagas preguntas indiscretas, Berto —replicó la señora—. De lo contrario, monsieur Poirot no volverá a venir a vernos. Somos gente muy sencilla, monsieur Poirot... Nos hace a los dos un gran regalo con su visita. No sé realmente cómo agradecérselo a ambos...

Las amables frases eran pronunciadas con tanta naturalidad, que al punto fue contando nuestra huésped con mi simpatía.

—Ha sido una mala cosa la caída de ese cuadro —dijo Croft.

—Esa pobrecilla —afirmó la señora— ha corrido el peligro de perder la vida. Es un verdadero diablillo. Su presencia en La Escollera lo reanima todo. Parece que no la quiere muy bien el vecindario, pero siempre sucede lo mismo en estos pueblecitos ingleses: no admiten la alegría de la juventud. Y es natural que ella no tenga gran apego a Saint Loo. Y ese larguirucho primo narigudo tiene las mismas probabilidades de convencerla para que se quede aquí definitivamente que tengo yo de dar saltos y hacer piruetas.

—Déjate de chismes, Milly —susurró el marido.

Pero Poirot exclamó al momento:

—¡Ah! ¡Viene de aquella parte el viento! Podemos fiarnos de la intuición de esta señora. ¿Está míster Vyse enamorado de nuestra amiguita?

—Está loco por ella. Pero Esa no quiere casarse con un abogado de pueblo. Y no deja de tener razón; además, dice que no tiene un céntimo. Me gustaría más verla casada con ese hermoso marino... ¿Cómo se llama?... Challenger... ¡Se reputan de buenos matrimonios algunos que no valen lo que puede valer ése!... Él tiene algunos años más que ella, pero eso no tiene excesiva importancia. Y ella necesita detenerse por fin en algún punto del orbe. Ese continuo vagar por Inglaterra y también por el continente, sola o en compañía de esa ambigua mistress Rice... Es una muchacha muy buena Esa, monsieur Poirot, y no estoy muy tranquilo respecto de ella. De algún tiempo a esta parte no es la misma... Me parece que la turba algún pensamiento molesto, y no estoy tranquila... Tengo mis buenas razones para quererla bien, ¿verdad, Berto?

Croft se levantó, diciendo:

—Déjame a monsieur Poirot, que quiero enseñarle mi colección de instantáneas de la vida de Australia.

La última parte de la visita no tuvo nada de notable.

Apenas salimos, resumí mis impresiones de este modo:

—Son buena gente, muy simples y sin pretensiones, típicamente australianos.

—¿Le gustan a usted?

—¿A usted le han gustado?

—Han estado muy amables, muy obsequiosos.

—Entonces, ¿qué encuentra usted?

—Que tal vez sean demasiado «típicos» —murmuró Poirot—. Ese modo de llamarse al son de «Cu... u... u... y», y esa insistencia en enseñarnos su colección de fotografías... ¿No ha sentido también usted la impresión de que exageraban algo? ¿De que recitaban un papel?

—¡Qué receloso es usted!

—Es verdad, querido, es verdad... Sospecho de todo y de todos. Tengo miedo, Hastings; sí, tengo mucho miedo.

Capítulo VI
-
Visita a Mr. Vyse

Poirot permanecía fiel al café con leche de los continentales. Estaba, o cuando menos decía estar, asqueado de ver la tortilla con salchichón que me servían a mí al levantarme; y para dejarme saborear plenamente las alegrías del desayuno al gusto inglés, él lo tomaba en la cama. Al salir de mi cuarto el lunes por la mañana, fui al suyo y encontré a mi amigo sentado en el lecho, envuelto en una elegantísima bata.

—Buenos días, Hastings. Iba a llamar al camarero. ¿Quiere usted hacerme el favor de decir que envíen esta cartita a La Escollera y se la entreguen a la señorita? Se trata de una cosa urgente.

Mientras me entregaba el sobre dirigido a la Buckleys, me miró y me dijo entre suspiros:

—Hijo mío, ¡si quisiera usted llevar la raya en medio, en vez de llevarla a un lado..., su rostro adquiriría mayor simetría! ¿Y los bigotes? Si no quiere afeitárselos del todo, cuando menos debiera usted llevarlos enteros, como hago yo.

Al pensar que hubiera podido yo ser una imitación de Poirot, me corrió un escalofrío por la espalda. Cogí la carta y me marché.

Me había reunido con él en nuestra salita común cuando nos anunciaron la llegada de miss Buckleys al hotel. Hércules dio orden de que la dejasen subir al momento.

La muchacha se presentó con sus acostumbrados modales desenvueltos. Pero tenía una mirada más oscura que nunca. Traía en la mano un telegrama, que entregó a Poirot, diciendo:

—Aquí lo tiene. Supongo que estará contento.

Y Hércules leyó en voz alta:

«Llegaré a las diecisiete treinta. Maggie.»

—¡El guardia de Corps! Pero hace usted mal, muy mal, pues Maggie no es un «cráneo». No es capaz más que de moverse alrededor de obras benéficas. No sabe ni siquiera coger al vuelo una broma. Frica sería diez veces mejor que ella para descubrir una serpiente escondida. Y aún valdría más Jim Lazarus. ¡Ése sí que se podría decir que tiene una inteligencia ilimitada!

—¿Y el comandante Challenger?

—¿George? Sólo ve lo que se pone delante de las narices. Pero, por lo demás, haría pagar caro al que cayese en sus manos: es un verdadero atleta.

Se quitó el sombrero y añadió:

—He dado orden de que dejen entrar al hombre de quien me habla en su carta. Al agente misterioso... ¿Tendrá que colocar un dictáfono?

Poirot movió la cabeza.

—No, señorita, nada científico. Me ayudará a formarme una opinión, al suministrarme unos datos que necesito.

—¡Oh!, entonces... La charada está casi acertada, ¿no es así?

—Acertada precisamente...

Esa volvió la espalda y permaneció un momento parada mirando por la ventana. Luego, volviéndose otra vez, nos mostró su rostro profundamente alterado. En vez de su impertérrito y acostumbrado valor, reflejaba el tormento de quien, invadido de insoportable angustia, contiene trabajosamente las lágrimas.

—No —balbució despacito—. No está acertada. Tengo miedo, mucho miedo, ¡y me creía valiente!...

—Y lo es de veras. El amigo Hastings y yo estamos admirados de su valor.

—Así es —dije yo con toda la cordialidad de que era capaz.

—No, no —replicó Esa moviendo la cabeza—. No soy valiente... Es... la espera..., el temor de alguna nueva desgracia... La preveo, la espero...

—Ya, y el estar con el ánimo en suspenso.

—Esta noche he puesto la cama en medio del cuarto, he echado el pestillo a la puerta... Hoy, para venir aquí, he seguido la calle... No he podido decidirme a cruzar el jardín... Mis nervios han cedido de pronto... Una contrariedad más, como si no bastasen las otras.

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