Peligro Inminente (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Poirot asintió:

—¡Semejante delito! ¡Tan inútil barbarie! ¡Crueldad sin objeto!... Tengo el corazón encogido. Esa joven... No puedo tener paz. ¡Estaba yo aquí y no he sabido impedir su muerte!

—Nadie podía impedirla.

—¿Qué dice usted, Hastings? ¿Nadie? Ninguna persona ordinaria, lo admito; pero ¿de qué sirve tener el cerebro de Poirot repleto de una sustancia gris superfina, si no puede llevar a cabo cosas que son imposibles a la gente ordinaria?

—Si lo toma usted así...—murmuré.

—Claro que sí. ¡Estoy avergonzado, vencido, aniquilado!...

Para mis adentros pensé que los actos de contrición de Hércules Poirot eran muy parecidos a las bravatas de otros comunes mortales; pero me guardé muy bien de expresar mi humilde parecer.

—Y ahora —añadió Hércules— sigamos adelante. Vamos a Londres.

—¿A Londres?

—Sí. Estamos a tiempo para tomar el tren de las catorce. Aquí todo se halla tranquilo y miss Esa está en el sanatorio tan segura como en una iglesia. Por consiguiente, los perros guardianes pueden ausentarse... Necesito algunos informes suplementarios.

Nuestro primer cuidado en Londres fue ir a ver a los abogados del difunto capitán Seton, los señores Whitfield, Partiger y Whitfield.

Poirot les había pedido ya hora; por lo cual, en cuanto dieron las seis de la tarde, fuimos introducidos en el despacho del abogado Whitfield, socio principal de aquella casa.

Era una persona imponente. Tenía ante sí dos cartas. Una del director y la otra de un importante funcionario de Scotland Yard.

—Esta consulta —dijo pausadamente, mientras limpiaba los cristales de los anteojos— está fuera de toda buena regla; es realmente muy extraordinaria, monsieur Poirot.

—Es cierto, míster Whitfield. Pero también el asesinato es cosa irregular y, por fortuna, bastante extraordinaria.

—Es verdad... Es verdad... Sin embargo, me parece algo fantástica la suposición de que ese delito tenga que ver con el testamento de mi difunto cliente.

—A mí me parece razonable.

—¡Ah!... Bien... Dada su personalidad..., y ya que sir Henry insiste tanto en su carta..., tendré mucho gusto en hacer todo lo que pueda para ayudarle en sus investigaciones.

—¿Era usted el abogado del capitán Seton?

—Y de todos los Seton. Somos sus abogados..., es decir, acuden a nuestro bufete, desde hace más de cien años, las personas de esa familia.

—Muy bien. ¿Había hecho testamento el difunto sir Mateo Seton?

—Lo hicimos nosotros, por su cuenta.

—¿Y cómo dispuso su fortuna?

—Deja varios legados, uno de ellos al Museo de Historia Natural; pero la mayor parte de su inmensa fortuna la heredaba el capitán Seton. No tenía ningún otro pariente cercano.

—¿Dice una fortuna inmensa?

El abogado tomó el tono de rigor para informarnos de que sir Mateo Seton tenía derecho al segundo puesto en la lista de los archimillonarios ingleses.

—¿Tenía ciertas ideas algo estrambóticas?

Esta vez Whitfield respondió, casi desaprobándole:

—Un millonario puede permitirse el lujo de ser extravagante y hasta diré que está obligado a serlo.

Poirot aceptó dócilmente la lección e hizo una nueva pregunta:

—¿No era inesperada su temprana muerte?

—Sí. Nadie se esperaba esta muerte. Sir Mateo gozaba de excelente salud y nadie hubiera podido sospechar en él la existencia de un tumor. Pero el mal, por haberse comunicado a un tejido vital, exigió una rápida intervención quirúrgica. Y como sucede siempre en semejantes casos, la operación se efectuó admirablemente, pero sir Mateo murió.

—¿Y su fortuna pasó al capitán Seton?

—Eso es.

—Me dicen que el capitán había hecho testamento antes de salir de Inglaterra.

—El suyo —dijo el abogado— es un testamento..., por decirlo así.

—Pero ¿es legal, sin embargo?

—Perfectamente. La intención del testador está claramente manifiesta y confirmada por dos testigos... Sí; es perfectamente legal.

—Entonces, ¿por qué parece usted desaprobarlo?

—Señor mío, ¿para qué se han hecho los abogados?

¡Cuántas veces me había dirigido yo la misma pregunta! Habiéndoseme ocurrido un día la chifladura de dictar mi sencillísimo testamento, vi luego que mi abogado me presentó un documento largo, verboso e inverosímilmente complicado.

—Hay que decir —prosiguió Whitfield— que en el momento de su partida de Inglaterra el capitán tenía poco que dejar en herencia, por no decir nada. Vivía de lo que le pasaba su tío, que era bastante. Supongo que habrá creído, dada la forma en que estaban las cosas, que bastaba una hoja volante para la expresión de sus últimas voluntades.

«No hubiera podido razonar mejor que de ese modo», dije para mis adentros.

—¿Y cuáles son las cláusulas de ese testamento? —preguntó Poirot

—Deja cuando posee a su prometida, miss Magdalena Buckleys, y me nombra a mí albacea.

—¿Así, su heredera es miss Buckleys?

—Sin duda alguna, ella es la heredera.

—¿Y si miss Buckleys hubiese muerto ayer?

—Habiendo muerto antes el capitán, la fortuna iría a parar a los herederos que esa señorita designase, o, en caso de que hubiese muerto sin testar, a su pariente más cercano.

Y al llegar aquí, añadió, con aire de profunda satisfacción:

—Los derechos de sucesión hubieran sido enormes, enormes... ¡Tres muertos en poco tiempo!... ¡Enormes!...

—¿No se hubieran comido todo el importe de la herencia?

—Como ya le he dicho, señor mío, sólo hay un hombre en Inglaterra más rico que sir Mateo.

Poirot se levantó.

—Se lo agradezco infinito, señor abogado. Sus datos me serán utilísimos.

—De nada... De nada... Puedo decirle que me pondré en comunicación con miss Buckleys. Creo que ya habrán echado al correo una carta para ella. Estoy a su disposición para todo aquello en que pueda servirle.

—Es una joven que seguramente necesitará los buenos consejos de un experto letrado.

—Pronto veremos rondar en torno suyo los cazadores de millones —dijo sentenciosamente Whitfield, moviendo la cabeza.

—Es fácil suponerlo —asintió Poirot—. Adiós, míster Whitfield.

—Hasta la vista, monsieur Poirot... Y he tenido mucho gusto en poder ayudarle. Su nombre me es muy familiar.

Esto lo dijo cortésmente, como quien dice algo importante.

—Las cosas estaban exactamente como usted creía —dije a Poirot, cuando volvíamos del bufete del abogado.

—Así tenían que estar. No podía ser de otro modo... Ahora vamos a la fonda, donde nos espera Japp y donde cenaremos con él, un poco antes de la hora acostumbrada.

El inspector Japp, de Scotland Yard, estaba, en efecto, en el local en que le habíamos citado. Hizo un alegre recibimiento a nuestro común amigo.

—¡Cuántos años hace que no había tenido el gusto de verle, monsieur Poirot! ¿Cómo sigue? Creí que se había dedicado ya a la horticultura.

—Lo intenté, Japp; pero ni siquiera en el campo se consigue descansar de las desgracias.

Suspiró. Y yo sabía muy bien en lo que estaba pensando: en la extraña aventura del Parque de Fernley. ¡Cuánto sentí yo hallarme lejos de Inglaterra en aquella época!

—¿Y usted, capitán Hastings, cómo está?

—Muy bien, gracias.

—¿Y tenemos ahora otros asesinos? —preguntó alegremente Japp.

—Sí, otros asesinos.

—Pues bien, querido amigo, cuando todavía hay ánimos para descubrir asesinos, es señal de que no se envejece, aunque creo que no se puede pretender en la vejez tener los triunfos de otros tiempos, porque sabemos que al llegar a cierta edad hay que ceder el paso a los jóvenes.

—Y, sin embargo, el perro viejo es el que conoce todas las astucias de la caza; el mejor sabueso es el más viejo, ése es el que nunca abandona un rastro.

—Bien, pero hablemos de seres humanos y no de perros...

—¿Y cree usted que hay mucha diferencia?...

Japp se echó a reír, pero pronto volvió a su seriedad y declaró haber hecho las indagaciones que se le habían pedido.

—Aquellas impresiones dactilares —dijo.

—¿Las ha encontrado? —preguntó ansiosamente Poirot.

—No. El individuo a quien pertenecen no ha pasado nunca por nuestras manos. Además, en Melbourne, adonde he telefoneado, no conocen a ninguno de sus señas ni de su apellido.

—¡Ah!

—Así que podría haber habido algo sospechoso en su pasado, pero la Policía no lo conoce. En cuanto a lo otro...

—¿Qué?

—La casa Lazarus e Hijo goza de muy buena fama. Parece que son comerciantes honrados y respetables. Muy sagaces... Pero esto es cosa natural, pues sin agudeza de ingenio no se puede llevar bien un negocio. No hay nada que reprocharles. Mas financieramente, se hallan bastante apurados.

—¿De veras?

—Sí, por la depreciación de los objetos de arte y de los muebles antiguos... Ahora están de moda las cosas modernas... El año pasado quisieron agrandar sus almacenes y..., como le decía, no están lejos de la catástrofe.

—Le agradezco muchísimo esos datos.

—No crea que he sudado poco para conseguirlos. Nunca es fácil pedir informes y tenía mucho interés en obtener los que usted necesitaba.

—Sin su auxilio, querido Japp, no hubiera sabido cómo arreglármelas.

—Ya sabe que siempre me gusta ayudar a un viejo amigo. En otro tiempo creo que ya le puse al corriente de algunos casos muy interesantes.

—Aquéllos eran los buenos tiempos.

—También hoy quisiera poder ayudarme de su prudencia. Sus métodos tal vez sean ahora un poco anticuados, pero tiene usted muy buena cabeza, Poirot.

—¿Y lo que le pregunté respecto del doctor MacAllister?

—Ése es un médico de mujeres. Quiero decir, uno de esos especialistas en enfermedades nerviosas que aconsejan dormir entre paredes tapizadas de color púrpura y bajo un techo pintado de amarillo limón. Tal vez sea un medicastro, pero tiene mucha suerte con las mujeres. Acuden a él en tropel. Tiene no sé qué asuntos profesionales en París.

—¿El doctor MacAllister? —pregunté yo, con curiosidad—. ¿Y quién es ése?

—El tío del comandante Challenger —me contestó Hércules—. ¿No se acuerda usted de que el marino aludió a un tío suyo médico especialista en enfermedades nerviosas?

—¡Qué minucioso es usted en sus investigaciones! ¿Se figura acaso que sea él quien haya operado a sir Mateo Seton?

—No es cirujano —repuso Japp.

—Querido —replicó Poirot—, quiero investigar por todas partes. Hércules Poirot es un buen perro, uno de aquellos que, si no tienen un rastro que olfatear, van husmeando aquí y allá en busca de cosas no muy limpias. Y a menudo, muy a menudo, encuentro algo.

—No es muy buena profesión la nuestra —murmuró Japp—, aún lo es menos para quien la ha ejercido como usted, fuera del elemento oficial, pues ha de verse obligado a introducirse a escondidas, a buscar subterfugios...

—Pero no me disfrazo, Japp. Nunca me he disfrazado.

—Ni podría usted. Usted es un tipo que el que lo haya visto una vez no le puede olvidar nunca.

Poirot le miró, como dudando.

—No se ofenda, Poirot; es mi modo de hablar... ¿Quiere ponerme otro vasito de vino de Oporto?

Estábamos en los postres y empezaron a recordar cosas pasadas. Confieso que yo disfrutaba también con sus recuerdos. Habían tenido muy buenos tiempos.

Comprendía yo que nuestro viejo amigo no tenía ya las espléndidas dotes de sus mejores años. Sentíase amenazado de un ruidoso fracaso, amenazado de tener que renunciar a identificar al asesino de Maggie Buckleys.

De pronto, me dio un golpecito cariñoso en el hombro y salió, diciéndome:

—Ánimo, Hastings, el caso no es desesperado. Le recomiendo que no ponga mala cara.

—Todo va bien. Yo estoy muy animado.

—Yo también, incluso está animado el mismo Japp.

Y con esa nota alegre nos separamos.

A la mañana siguiente regresamos a Saint Loo. Apenas hubo llegado al Majestic, telefoneó Poirot al sanatorio y pidió hablar con miss Esa.

Súbitamente, vi que se le alteró el rostro; casi se le cayó de las manos el aparato.

—¿Qué? ¿Qué? Haga el favor de repetirlo.

Estuvo escuchando unos minutos y luego contestó:

—¡Sí, sí, voy al momento!

Se volvió a mí con la faz descompuesta por la emoción, exclamando:

—¿Por qué me habré marchado, Hastings? ¿Por qué, Dios mío?

—¿Qué ha sucedido?

—Miss Esa está gravemente enferma, envenenada. La han salvado por milagro. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué nos habremos marchado?

Capítulo XVII
-
Bombones de chocolate

Durante todo el camino, Poirot no dejó de dirigirse improperios y reproches.

—¡Hubiera yo debido pensar en ello!... ¡Debiera haberlo previsto!... Pero ¿qué podía hacer? Había tomado todas las precauciones imaginables... Imposible... Imposible... ¿Quién puede haber infringido mis ordenes?

En el sanatorio nos introdujeron inmediatamente en un saloncito de la planta baja, en donde a los pocos minutos se nos presentó el doctor Graham. Estaba pálido, destrozado por la ansiedad y el cansancio.

—Se salvará —dijo al entrar—. Se repondrá por completo. Lo que más me preocupaba era no saber la dosis de la maldita droga que ha tomado.

—¿Qué era?

—Cocaína.

—¿La salvará usted?

—Sí, se curará completamente.

—Pero ¿cómo ha sido?... ¿Cómo se las han compuesto para llegar hasta ella? ¿A quién han admitido en su cuarto?

Era tal la excitación de Poirot, que no conseguía estar quieto.

—A nadie.

—Imposible.

—Es la verdad.

—Pues entonces...

—Ha sido una cajita de bombones de chocolate.

—¡Dios mío! ¡Y yo le había prohibido que comiera cosa alguna! Le dije que no probara nada de lo que le enviaran de fuera.

—Yo ignoraba esa orden..., pero no hubiera sido fácil empresa impedir que una muchacha tomase unos bombones... Por fortuna, no ha tomado más que uno.

—¿Estaban envenenados todos?

—No. Y la señorita ha tomado uno solo de los tres que lo estaban y que habían sido colocados en la primera capa. En los demás no había nada de particular.

—¿Y cómo habrían introducido el veneno?

—De un modo muy primitivo. Partiendo el bombón en dos, mezclando la cocaína a la pasta del relleno y reuniendo luego ambas mitades... Cosa de aficionados.

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