Peligro Inminente (16 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—¿Le había dado usted permiso para ver los fuegos artificiales?

—Naturalmente. Siempre van, y a la vuelta quitan la mesa.

—Pues anoche no fue.

—Sí que fue.

—¿Cómo lo sabe usted, señorita?

—Digo que fue, porque es natural que haya ido. Le dije que fuese a disfrutar del espectáculo si quería, y ella me agradeció mucho el permiso... Por tanto, creo que fuera a recrearse.

—Pues se quedó en casa.

—¡Qué extraño!

—¿Se asombra usted?

—Otras veces nunca se ha quedado en casa. ¿No ha dicho por qué se quedó ayer?

—La causa verdadera no me la ha dicho, de eso estoy bien seguro.

Esa le miró con una interrogación en los ojos, al tiempo que decía:

—¿Y es cosa que tenga importancia?

Poirot alargó los brazos y volvió las palmas de las manos, forma peculiar de confesar su ignorancia

—Eso es precisamente lo que no sé. Pero no deja de ser una cosa extraña...

—En cuanto a lo del escondrijo secreto —replicó Esa, al parecer preocupada— es también muy extraño... y poco convincente... ¿Se lo ha enseñado también a usted en alguna ocasión?

—Ha dicho que no se acordaba del sitio en que estaba.

—¡Naturalmente! ¡Si lo ha soñado!

—Soy de su misma opinión.

—Empieza a chochear la pobrecilla.

—Lo cierto es que da mucho crédito a las cosas fantásticas; dice que La Escollera es una casa de mal agüero.

Esa se estremeció.

—Tal vez —dijo lentamente— tenga razón en eso, pues también lo he pensado yo algunas veces. La Escollera tiene algo que asusta.

—No piense usted en eso ahora. ¿Cuándo y donde firmó su testamento?

—¡Oh! Fue antes de que me operasen de apendicitis. Míster Croft sugirió que pudiera ser conveniente, a fin de evitar complicaciones a los posibles herederos… Realmente, míster Poirot, no lo tomé muy en serio.

—¿Quiénes firmaron como testigos del testamento?

—Helen y su marido. Lo redacté en una simple hoja de papel, y llamé a Helen, y le pedí que firmase debajo de mi firma, y que llamase a su marido para que también hiciese lo mismo. Y así se hizo, no les di más explicaciones.

—¿Y después? ¿Qué hizo después con el testamento? Intente recordarlo, miss Buckleys.

—Después… ¡claro! Entonces pensamos enviárselo a mi primo, a Charles Vyse, puesto que es abogado y habría de saber si estaba correctamente redactado, y míster Croft se ofreció a acercarlo al buzón. Sí, así fue. Lo había olvidado por completo.

—Está bien, miss Buckleys. Ahora procure descansar. Nosotros haremos cuanto sea preciso. Sería aconsejable que expidiese una autorización por escrito, para que míster Vyse nos permita acceder al testamento. Bastarán unas líneas.

—Naturalmente, míster Poirot.

Redactada la autorización por miss Buckleys, salimos de la clínica y nos encaminamos derechamente al bufete de míster Vyse, el cual se encontraba en su despacho, y nos recibió inmediatamente, informándole Poirot de que deseábamos, con permiso de Miss Buckleys, ver su testamento.

—Lo siento, míster Poirot; ignoro si Miss Buckleys ha otorgado testamento, pero en todo caso, no me lo ha entregado en depósito.

—Me ha dicho que hizo uno, ológrafo, que lo escribió en una hoja ele papel de cartas y que se lo remitió a usted.

El abogado movió la cabeza.

—No puedo más que repetir que no lo he recibido.

—Si eso es cierto, míster Vyse...

—Nunca he recibido dicho documento, monsieur Poirot.

Hubo una pausa. Luego se levantó Poirot.

—Siendo así... Habrá que creer en alguna equivocación.

—Seguramente, algún error.

También se levantó el abogado.

—Adiós, señor abogado.

—Hasta la vista, monsieur Poirot.

—Y eso es todo —dije yo a modo de conclusión, apenas volvimos la esquina.

—Una equivocación —repitió entre dientes Poirot.

—¿Cree usted que ha mentido el abogado?

—¡Imposible saber a qué atenerse! Ese leguleyo es un hombre recio y tiene también algo de férreo en sus facciones. Claro que no se volverá atrás. Él no ha recibido nada; ésa es su tesis, y de ella no se moverá en absoluto.

—Pero miss Esa debería tener algún recibo del documento.

—Esa locuela no se habrá preocupado seguramente de pedirlo. Expedido el testamento, no ha vuelto a acordarse de él. Además, acordémonos de que aquel mismo día tenía que ir a un sanatorio a que la operasen. Así, pues, tendría otras cosas en la cabeza la pobrecita.

—¿Adonde vamos ahora?

—A ver a míster Croft. Veremos lo que él recuerda de una cosa en la que ha querido sostener una de las partes principales.

—Y sin esperar ganar nada.

—Ya, la cosa parece clara. Tal vez sea uno de esos entremetidos cuya suprema felicidad consiste en cuidarse siempre de los asuntos ajenos.

Juzgué exactísima la definición, pues, a mi parecer, Croft era una de tantas moscas borriqueras insoportables, presente siempre en todas partes, entre los atribulados mortales.

Cuando llegamos a su casita, estaba en mangas de camisa, guisando. Del puchero que tenía delante salía un apetitoso olor de estofado. Se nos acercó a toda prisa con evidente impaciencia de oírnos hablar con detalles del crimen.

—Medio minuto... Ahora subimos. Mi mujer no me perdonaría haberles entretenido charlando aquí. Cu... u... yyyyy! Milly!! Vienen dos amigos!

Mistress Croft nos recibió con mucha cortesía y al punto quiso enterarse del estado de Esa. Me parecía mucho más simpática ella que el marido.

—¿Conque han tenido que trasladar a un sanatorio a la muchacha? Ya se comprende... Después de semejante caso bárbaro, míster Poirot, verdaderamente bárbaro,... ¡Pensar se puede asesinar de ese modo, sin razón alguna, da escalofríos. Se me pone la carne de gallina... Y no es en un país de salvajes donde ha tenido que ocurrir semejante horror, sino en nuestra vieja y civilizada Inglaterra. No he podido pegar los ojos en toda la noche.

—Ahora temo salir de casa y dejarte sola, viejecita mía —dijo su marido, el cual se había puesto la chaqueta para reunirse con nosotros—. Al pensar que te quedaste sola en casa anoche, me dan escalofríos.

—No me volverás a dejar sola, te lo aseguro, o cuando menos no me volverás a dejar sola completamente a oscuras. Ya se me han quitado las ganas de continuar aquí. Para mí se acabó la tranquilidad. Seguramente la pobre Esa no podrá ya decidirse a seguir durmiendo en La Escollera.

No fue fácil llegar al objeto de nuestra visita, por lo mucho que hablaban él y ella y por las ganas que tenían de saber todos los pormenores posibles del suceso. Nos preguntaron si habían venido los padres de la muerta, si se habían comenzado las investigaciones, si la Policía había descubierto alguna pista, si se sospechaba de alguien, si era cierto que habían practicado ya una detención en Plymouth.

Después que hubimos contestado a todas sus preguntas, nos convidaron insistentemente a comer, y no hubiéramos podido dejar de aceptar, a no ser por la rápida e ingeniosa excusa que dio Poirot de que estábamos citados con el intendente de Policía del condado.

Al fin hubo una pausa, durante la cual consiguió formular su demanda Poirot. Míster Croft se habían puesto en pie para levantar un poco la cortina de la ventana y parecía absorto en su ligera ocupación: contestó que se acordaba muy bien.

—Fue —dijo— en los primeros tiempos que estábamos aquí... Los médicos habían diagnosticado apendicitis.

—Y probablemente se equivocarían —dijo interrumpiendo la señora—. Los médicos están siempre dispuestos a operar, pero aquélla no era una enfermedad que exigiera una operación, se comprendía muy bien. Se trataría de una indigestión o de cualquier otro ligero trastorno fácil de curar sin necesidad de rayos X ni de intervención quirúrgica... Y la pobrecilla Esa tuvo que ir a un sanatorio.

—Le pregunté —dijo Croft—, más por curiosidad que por otra cosa, si había hecho testamento... Y se decidió a hacerlo sin más ni más. Quería mandar por papel sellado, y yo se lo quité de la cabeza, puesto que el papel sellado puede dar lugar a muchas complicaciones... Al menos así lo he oído decir... Además, el primo de la señorita es un letrado que seguramente hubiera podido redactar un testamento en forma legal si las cosas hubieran ido bien, como sabía que debían ir. Se trataba de una precaución.

—¿Y a quiénes tomaron por testigos?

—A Helen, la criada, y a su marido.

—¿Y dónde depositaron luego el documento?

—Se envió a míster Vyse, es decir, al primo abogado.

—¿Está usted seguro de que aquel sobre fue echado al correo?

—Monsieur Poirot, yo lo eché en el buzón de la verja.

—Pero el abogado Vyse dice que no lo ha recibido.

Croft abrió mucho los ojos:

—¿Quiere dar a entender que se ha extraviado en el correo? No puede ser; en Correos nada se extravía.

—En resumen, usted está seguro de haberlo echado.

—Segurísimo... Puedo jurarlo.

—Pues bien —replicó Poirot—: por fortuna, la cosa no tiene importancia, ya que miss Esa está viva y sana.

Nos fuimos.

—Y ahora —me dijo Poirot, en cuanto estuvimos a buena distancia de la casita—, ¿podría usted decirme cual de los dos es el que miente? ¿Croft o Vyse? Confieso que no veo ninguna razón de que pueda mentir el australiano, no podría tener interés en suprimir un testamento sugerido por él. Sus declaraciones están muy de acuerdo con las de miss Esa. Pero con todo eso... Con todo eso...

—Con todo eso, ¿que?

—Pues que ha sido una afortunada casualidad que estuviera en la cocina haciendo de cocinero. Ha dejado una nitidísima impresión del pulgar grasiento y del índice en una esquina del periódico que estaba desplegado sobre la mesa, y a hurtadillas he conseguido coger ese pedacito de papel a sus espaldas. Se lo enviaré a Japp, el inspector de Policía de Scotland Yard. No es del todo improbable que nuestro buen amigo encuentre en algunas de sus fichas la exacta reproducción de esas huellas.

—No es posible.

—¿Qué quiere usted que le diga, Hastings? La bondad de míster Croft me parece demasiado genial, demasiado completa, demasiado excelsa; en una palabra, me parece demasiado grande para ser verdadera... Y ahora vámonos a comer, que me muero de hambre.

Capítulo XV
-
Curiosa actitud de Frica

No eran del todo fantásticas las imprevistas aseveraciones de Poirot respecto del intendente de Policía. En efecto, el coronel Weston nos visitó en el Majestic a primera hora de la tarde. Era un hombre de aspecto marcial y bastante guapo. Tenía elevado concepto de Hércules, cuyas proezas parecía conocer muy bien.

—Es una verdadera suerte para nosotros su presencia en estos lugares —repetía de cuando en cuando a mi célebre amigo.

Evidentemente, le atormentaba la idea de tener que verse obligado a recurrir a la ayuda de la Policía metropolitana para conseguir capturar al misterioso culpable, y el hecho de hallarse Poirot en aquellos parajes le infundía la viva esperanza de descartar toda intervención de Scotland Yard. Por lo que pude ver, Poirot no le ocultó ninguna de las circunstancias de que había tenido conocimiento.

—Una confusión endiablada —dijo el coronel—. Hasta ahora no había tropezado con otra cosa por el estilo. De momento, la muchacha puede estar segura en el sanatorio, pero no se la puede dejar allí eternamente.

—Ahí está precisamente el busilis, coronel. No hay dos modos de salir de cuidado, sino uno solo...

—¿Y es?

—Dar caza al culpable de los hechos.

—Si, pero no será cosa fácil, si lo que usted imagina corresponde a la verdad.

—Estoy convencido de ello.

—¿Y cómo haremos para obtener pruebas?

Después de una breve pausa, añadió frunciendo el ceño:

—Los casos tan extraordinariamente inusitados son siempre difíciles de descubrir. Si siquiera pudiéramos encontrar la pistola...

—Según toda probabilidad, el arma estará ya en el fondo del mar... Es decir, si el homicida tiene algo de sentido común.

—Sucede con frecuencia que esa gente no lo tiene —exclamó el coronel—. Todos los días se cometen muchas tonterías, enormes, increíbles, desde luego. No hablo particularmente de los asesinos, pues por fortuna hay pocos delitos de sangre en estos lugares, pero en los delitos de menor cuantía es asombrosa la bestial estupidez de los delincuentes.

—Digamos que razonan a su modo, que tienen una mentalidad distinta de la normal.

—Sí... Tal vez... Si el culpable es Vyse, nos costará mucho trabajo poder echarle el guante. Es un hombre cauto, un buen jurisconsulto; no se descubrirá. En cuanto a la mujer... Si ha sido ella, no será tan difícil nuestro cometido, porque lo más probable es que vuelva a las andadas... Las mujeres no tienen paciencia.

Se levantó.

—La información está señalada para mañana. El coroner trabajará con nosotros y no hablará mucho. Por ahora conviene guardar bastante reserva.

Se encaminaban hacia la puerta, cuando de pronto se volvió diciendo:

—¡Caramba! ¡Se me olvidaba lo mejor! Mire esto y déme su opinión.

Sentóse otra vez y sacó del bolsillo un pedacito de papel manuscrito, que entregó a Poirot.

—Mis hombres han encontrado esta cosita en el jardín, cerca del sitio donde estaban ustedes reunidos mirando los fuegos. Es el único objeto algo sugestivo que han descubierto en sus indagaciones.

Poirot desdobló el papel, escrito con letras grandes, que decía:

El dinero pronto, si no... Puede suceder... El aviso está claro...

Con la frente iluminada, Hércules leía y releía.

—Es un papelito interesante. ¿Puedo quedármelo?

—Desde luego. No tiene huellas dactilares. Y mucho me alegraría que pudiera darle a usted una indicación útil.

El coronel Weston se levantó otra vez.

—Tengo que irme de veras. Como le he dicho, la información se efectuará mañana. No le llamaré a usted como testigo. Sólo interrogarán al capitán Hastings. No quiero que se enteren los periodistas de que usted se cuida de este asunto.

—Comprendo... ¿Y la familia de la pobre joven?

—Los padres llegarán hoy, a las cinco y media de la tarde... ¡Pobres gentes!... Son dignos de compasión... Mañana se llevarán el cadáver... —y con un largo suspiro añadió—: Es un mal asunto. Y no me hace mucha gracia tener que encargarme de él.

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