Peligro Inminente (6 page)

Read Peligro Inminente Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—¿También a usted le produce el efecto de una «virgen cansada»?

—¿Qué está usted diciendo? Empieza ella por decirle que la muchacha es una embustera... ¡Vaya una fiel compañera! Además, ¿por qué habla de ese modo de su amiga? ¿Temerá acaso alguna revelación desagradable? ¿Tendrá algo que ver su motivo con la avería del freno del automóvil? ¿O habrá contado la historia del freno estropeado para disimular alguna preocupación que no puede confesarse? ¿Ha sido averiado intencionadamente ese freno? Y si es así, ¿por quién? ¿Y qué sabe ella? ¿Y el rubio míster Lazarus? ¿Qué tiene él que ver? ¿Él, que tiene dinero a chorros y un automóvil espléndido? ¿Por qué ha de estar metido en eso? ¿Y el comandante Challenger?

—¡Oh!, de ése, querido Poirot, no se puede desconfiar. ¡Tiene tal aspecto de persona honrada!

—Es decir, que tiene el aspecto de un hombre educado, a la inglesa. Por fortuna, por mi condición de forastero, yo estoy libre de las preocupaciones locales y de su influencia en mi modo de razonar. Por lo demás, reconozco que es difícil de ver una relación entre el comandante Challenger y el caso que nos preocupa. No se comprende que él haya podido intervenir en esto.

—Seguramente no ha intervenido; la cosa es evidente.

Poirot me miró con aire lastimoso.

—Sus entusiastas convicciones producen en mí un efecto singular. Usted se deja engañar tan fácilmente por las apariencias, que, si no siempre, con mucha frecuencia se podría encontrar a un culpable siguiendo la pista de sus simpatías. Usted es el tipo del perfecto hombre de bien, destinado a dejarse embaucar por toda la canalla con que tropieza; el tipo que invierte un capital en pozos de petróleo que no existen, en minas de oro que nadie ha visto. De las legiones de los que a usted se parecen, viven infinidad de bribones. Voy a estudiar al comandante Challenger, pues usted ha despertado mis dudas.

Incomodado, repliqué:

—En vez de tratarme de ese modo, podría usted reflexionar que un hombre que ha navegado como yo...

—Puede no haber aprendido nada —interrumpió Poirot—, la cosa es inverosímil, pero es verdad...

—¿Y cree usted que la cría de ganado a que me he dedicado en la Argentina hubiera salido tan bien como ha salido si hubiera sido tan tonto como usted me supone?

—No se enfade, amigo. Su hacienda ha ido muy bien por sus cuidados y los de su esposa.

—Bella me pide siempre consejo antes de hacer cualquier cosa.

—La sabiduría de su señora es igual a su belleza —me respondió Poirot—. No discutamos, querido... Mire aquí delante de nosotros lo que dice:
Garage Molt
. Me parece que es ése al que aludía la muchacha. Aquí nos enterarán y podremos aclarar lo del desperfecto de los frenos.

Entramos. Poirot se presentó diciendo que la dueña de La Escollera le había indicado aquel garaje. Pidió precios de alquiler de un automóvil para realizar excursiones por las tardes, y luego llevó hábilmente la conversación a la avería producida en el coche de miss Buckleys.

Entonces su interlocutor se mostró muy locuaz; un caso extraño, el más extraño que se le había presentado en su vida. Entró en detalles teóricos; por desgracia, no entiendo nada de mecánica y creo que lo mismo le sucede a Poirot. Pero fueron para nosotros evidentes dos circunstancias: que el coche había sido estropeado y que la avería se había producido por una intervención rápida.

—He aquí un punto aclarado —me dijo Poirot cuando salimos del garaje—. La muchacha tiene razón y Lazarus no la tiene. Todo esto, amigo Hastings, es interesante de veras.

—¿Adonde vamos ahora?

—Al correo. Y si estamos aún a tiempo, enviaremos un telegrama.

—¿Un telegrama? —pregunté yo, con curiosidad.

—Sí, un telegrama.

La estafeta de Correos estaba todavía abierta. Poirot extendió el telegrama y lo expidió. No me declaró su contenido, y como noté que le hubiera gustado que le interrogase acerca de ello, me guardé muy bien de hacerlo.

—Es una contrariedad que mañana sea domingo —dijo al cabo de un rato, cuando volvíamos al hotel—. No podremos visitar a Vyse hasta el lunes por la mañana.

—Podríamos ir a verle a su casa.

—Desde luego; pero eso es precisamente lo que yo no quiero. Deseo que nuestra primera entrevista con él tenga carácter profesional. Creo que es oportuno formarse un juicio de él como abogado.

Ése fue también mi parecer.

—Así, podría tener gran importancia un dato muy sencillo —me dijo Hércules—: saber si míster Charles Vyse estaba realmente en su bufete esta mañana a las doce y media; pues, en ese caso, no será seguramente él quien haya disparado contra la muchacha en el jardín del Majestic.

—¿No deberíamos examinar también las posibles coartadas de los otros tres de la comitiva?

—Es cosa casi imposible. A cualquiera de los tres le hubiera sido muy fácil separarse, penetrar en el jardín por una de las muchas puertas de la galería de la sala, del salón de fumar, del escritorio..., llegar, oculto entre las ramas de los árboles, al punto adecuado para su objeto, disparar en el momento oportuno y volver a reunirse tranquilamente con los demás. Hasta ahora, querido Harold, no podemos estar seguros ni siquiera de conocer a todos los personajes del drama. Están, por ejemplo, la respetable Helen y su esposo, que por ahora nos es desconocido. Domiciliados ambos en La Escollera, tal vez tengan, y esta suposición es lógica, motivo de rencor contra su ama. También están allí los dos australianos de la casita. Y puede haber otras personas amigas de la muchacha, y que ésta no se haya acordado de nombrar, porque no le parezcan sospechosas. No puedo menos de suponer una razón oculta, un motivo no aparente bajo todo lo que sale a plena luz. Tengo la incipiente convicción de que miss Esa sabe algo más de lo que nos ha referido; no le quepa duda.

—¿Cree usted que nos quiere ocultar algo?

—Sí.

—¿Para poner a salvo a algún protegido suyo?

Hércules movió enérgicamente la cabeza.

—No, no. Sobre ese punto me parece que es del todo franca. Creo que de los atentados nos ha dicho verdaderamente todo cuanto sabe. Pero hay alguna otra cosa. Algo que, según ella, no tiene relación alguna con los mismos atentados. Y yo pagaría por saber qué es. Pero..., lo digo sin falsa modestia..., yo soy bastante más inteligente que esa locuela. Hércules Poirot puede muy bien descubrir una conexión entre cosas que a ella le parezcan incompatibles. Y eso podría darme el hilo de la madeja que hay que desenredar... Quiero resolver el problema. Y hasta que no olfatee algo, cuando menos, de la razón oculta de los hechos, no podré seguir adelante. Debe de haber un motivo; pero ¿cuál? Eso es lo que me pregunto yo a cada paso: ¿cuál?

—Ya lo descubrirá usted —dije para apaciguarlo.

—Con tal que no lo descubra demasiado tarde —me contestó, preocupado.

Capítulo V
-
Los Croft

Aquella noche había baile en el Majestic. Miss Esa, que había cenado allí con sus amigos, nos saludó al pasar, risueña y alegre. Llevaba un vestido de crespón color escarlata que le llegaba hasta el suelo. Del vaporoso traje emergía la mórbida blancura de los hombros y del cuello y la provocativa cabecita morena.

—Un diablillo tentador—dije yo.

—En pleno contraste con la clase de belleza de su íntima amiga, ¿no es así?

La amiga iba de blanco. Bailaba con una gracia lánguida que distaba mucho de la endiablada animación de la Buckleys.

—Está bellísima —murmuró inopinadamente Poirot.

—¿Quién, nuestra Esa?

—No, mistress Rice. ¿Será mala? ¿Será buena? ¿Será simplemente infeliz? No puedo decirlo. Es misteriosa. Y así se lo parecerá a usted tarde o temprano. Ya lo verá seguramente.

Se levantó de pronto. Esa bailaba con Challenger. Frica y míster Lazarus, después de unas vueltas de vals, volvieron a su mesa. Pero casi inmediatamente después se marchó él. Poirot se encaminó derecho hasta la señora y yo detrás de él. Hércules tiene ciertos movimientos resueltos que van directamente a su objeto.

—¿Me permite usted?

Había tocado una silla, y sin más preámbulos, se había decidido a sentarse.

—Me urge hablar con usted un momento mientras baila su amiga —le dijo.

—¡Ah! ¿Sí?

La voz era tranquila y fría.

—No sé si se lo habrán dicho, señora, pero yo estoy aquí para enterarla de que su amiga ha corrido hoy un peligro mortal. Poco ha faltado para que fuese víctima de un atentado.

Los ojos grises de la señora abriéronse desmesuradamente, horrorizados. Hasta se le dilataron sus negras pupilas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que alguien ha disparado una bala contra miss Buckleys en el jardín de este hotel.

Entonces Frica sonrió graciosa e incrédulamente, y preguntó:

—¿Se lo ha dicho a usted Esa?

—No, señora. Lo he visto yo. Aquí está la bala disparada.

—Entonces..., entonces...

—Entonces —repuso con voz segura Poirot— no se trata de una invención de miss Buckleys, yo se lo garantizo; y aún hay más: han acaecido varios hechos extraños estos últimos días. Habrá usted sabido también... Y eso que tal vez no, puesto que no ha llegado usted aquí hasta ayer.

—Sí... Ayer.

—Después de una breve permanencia en Tavistock, en casa de unos amigos.

—Eso es.

—¿Me quiere usted decir el nombre de esos amigos?

La interrogada arqueó las cejas y preguntó con acento glacial:

—¿Hay alguna razón para que le dé yo ese dato?

Poirot representó admirablemente el papel de ingenuo:

—¡Oh!, perdóneme, señora, he sido muy indiscreto; pero es que como yo también tengo amigos en Tavistock, podría esperar noticias de ellos por mediación de usted. Son los Buchanan. ¿Los conoce usted?

Mistress Rice negó con la cabeza.

—Es la primera vez que oigo ese nombre. No me parece haberlos visto nunca —su acento ya se había vuelto enteramente cordial—. Pero no divaguemos. Hábleme de Esa. ¿Quién ha disparado contra ella y por qué?

—Aún no sé el nombre del agresor. Pero lo sabré; sí, lo sabré. Lo descubriré, de seguro. Soy un detective: Hércules Poirot.

—¡Un hombre célebre!

—Es usted muy amable.

—¿Y qué me pide usted que haga?

Creo que Poirot se sorprendió tanto como yo por tan extraña pregunta. En efecto, no nos la esperábamos.

—Quiero pedirle, señora, que monte la guardia alrededor de su amiga.

—Lo haré.

—Nada más.

Poirot se levantó, saludó rápidamente a la señora y volvimos a nuestra mesa.

—¿No teme usted descubrir demasiado su juego?

—No podemos proceder de otro modo —me contestó—. Es un caso en que hay que jugar a cartas vistas para estar un poco más seguro, y no quiero correr ningún riesgo. Además, ya he aclarado un punto cuando menos.

—¿Cuál?

—Que mistress Rice no ha pasado estos últimos días en Tavistock. ¿Dónde estaba en realidad? Lo sabré. Nadie puede ocultar a Hércules Poirot lo que éste quiera saber. Mire usted allí... Ya ha vuelto el bello Lazarus. Ella se lo está contando... ¿Ha visto usted la mirada? Éste es listo. Observe usted el perfil de esa cara. Quisiera yo saber...

Como se interrumpió, le pregunté:

—¿Qué?

Y no obtuve más que esta ambigua respuesta:

—Lo que sabré el lunes.

No insistí. Exhaló Hércules un suspiro y luego añadió:

—En otro tiempo, hubiera tenido la curiosidad de enterarse. En cambio ahora...

—Ahora —repliqué yo, con acompasado tono— conviene desacostumbrarle a usted de ciertos placeres.

—Y entre ellos, ¿de cuáles?

—Del de negar respuesta a quien le interroga.

Volvió a brillar en sus ojos la maliciosa viveza de otros tiempos. Un instante después, Esa, dejando a su caballero, se acercaba, alegre pajarillo de brillantes plumas, a nuestra mesa, y sonrió al decirnos:

—Estoy bailando al borde de la tumba.

—¿Es una sensación nueva para usted, no?

—No experimentada hasta ahora. Es original.

Y se alejó, agitando la mano con un saludo picaresco.

—Ha sido una frase desdichada la suya —dije yo—. No me gusta eso de «Bailar al borde de la tumba».

—Ya, está demasiado de acuerdo con la realidad. Esa chiquilla es valerosa, demasiado valerosa. Pero, más que valor, necesitamos ahora prudencia, mucha prudencia, para desembrollar el intrincado problema.

* * *

Al día siguiente, que era domingo, estábamos sentados en la gran terraza del Majestic cuando, a eso de las once y media, Poirot, levantándose de repente, me invitó a seguirle, explicándome de este modo sus decididas intenciones:

—Venga, quiero probar un pequeño experimento. Lazarus y la señora han pasado hace un minuto en automóvil, y la muchacha va con ellos. La cuesta está libre.

—Libre ¿para qué?

—Ahora lo sabrá usted. Venga conmigo.

Bajamos la breve escalinata. Cruzando luego un pequeño prado, llegamos a la verja del sendero, que descendía serpenteando hasta el mar. Subía por él una pareja de bañistas. Se cruzaron con nosotros, charlando y riendo. Así que se hubieron alejado, Poirot me guió hasta el sitio en que, encima de otra verja, bastante herrumbrosa, había una tabla con esta inscripción:
A la Escollera. Camino particular
. No se veía alma viviente. Abrimos la verja y pasamos al otro lado. Un minuto después estábamos en el callejón y precisamente delante de la casa de la Buckleys. Tampoco había allí nadie. Poirot se llegó hasta la punta de la roca y, después de mirar en torno suyo, se encaminó de nuevo a la casa. Las puertas de la galería estaban abiertas de par en par y entramos tranquilamente en el salón. No perdió allí el tiempo el amigo Hércules. Abrió una puerta que daba al vestíbulo y subió la escalera, y yo detrás de él. Fue derecho al dormitorio de Esa, sentóse al borde de la cama y me miró, guiñando un ojo.

—¿Ve usted, Hastings, lo fácil que es introducirse en esta casa? Nadie nos ha visto entrar. Nadie nos verá salir. Si tuviéramos que cometer cualquier fechoría a escondidas, podríamos hacer cuanto quisiéramos con perfecta tranquilidad. Podríamos, por ejemplo, limar el sostén metálico de un cuadro, de tal modo que tuviera que caerse fatalmente al cabo de unas horas. Y aunque alguno nos viese venir, bastaría que fuésemos conocidos como amigos de miss Esa para poder justificar nuestra presencia en este cuarto.

—¿Quiere usted decir que debemos descartar la idea de un malhechor ajeno a la casa?

Other books

Ask Me for Tomorrow by Elise K Ackers
All the Finest Girls by Alexandra Styron
The Lady and the Cowboy by Winchester, Catherine
For Whom the Spell Tolls by H. P. Mallory
Tattoo by Manuel Vázquez Montalbán
Curse of the Mummy's Uncle by J. Scott Savage