Pellucidar (24 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Permanecimos en Thuria sólo el tiempo necesario para arreglar el tratado con Goork, que entre otros detalles incluía la promesa de proporcionar al ejercito imperial mil lidi, las bestias de carga thurias, y sus respectivos conductores, que acompañarían al ejercito de Ghak en su regreso por tierra a Sari, mientras la flota navegaba hasta la desembocadura del gran río del que Dian, Juag y yo habíamos sido alejados.

El viaje transcurrió sin incidentes. Encontramos el río con facilidad, y lo navegamos durante muchas millas a través de unas llanuras tan ricas y fértiles como jamás las había visto antes. Desembarcamos cuando ya no fue posible continuar la navegación, dejando la guardia necesaria para la protección de las faluchas, y recorrimos a pie el resto de la distancia hasta Sari.

El ejercito de Ghak, que estaba compuesto por guerreros de todas las tribus que originalmente habían compuesto la Federación, demostrando así lo fructíferos que habían sido sus esfuerzos para rehabilitar el Imperio, llegó a Sari poco después de que lo hiciéramos nosotros. Con él llegaron los mil lidi thurios.

En el consejo de los reyes se decidió que teníamos que comenzar de inmediato la guerra contra los mahars, puesto que aquellos arrogantes reptiles constituían el mayor obstáculo para el avance del hombre en Pellucidar. Presenté un plan de campaña que contó con el caluroso respaldo de los reyes. De acuerdo con él, lo primero fue despachar cincuenta lidi hasta la flota con ordenes de transportar cincuenta cañones a Sari. También se ordenaba a la flota que partiese inmediatamente hacia Anoroc, donde cargarían a bordo todos los fusiles y las municiones que se hubieran construido desde su partida, y, luego, con todas las tripulaciones al completo, navegarían a lo largo de la costa e intentarían encontrar un paso al mar interior, próximo a la ciudad enterrada de Phutra.

Ja estaba convencido de que un río ancho y navegable comunicaba el mar de Phutra con el Lural Az, y que salvando aquel obstáculo la flota estaría ante las torres de Phutra al mismo tiempo que las fuerzas de tierra.

Por fin el gran ejercito se puso en camino. Había guerreros de todos los reinos de la Federación. Todos iban armados con arcos, flechas y fusiles, ya que prácticamente todo el contingente mezop había sido alistado para aquella campaña, salvo aquellos que eran imprescindibles para tripular las faluchas. Distribuí nuestras fuerzas en divisiones, regimientos batallones, compañías, e incluso en pelotones y secciones, nombrando un destacamento de oficiales y suboficiales. Durante la larga marcha les instruí en sus deberes, y tan pronto como alguno de ellos los aprendía le enviaba como instructor de los demás.

Cada regimiento estaba compuesto de unos mil arqueros, y cada uno de ellos estaba adscrito a una compañía de fusileros mezops y a un batallón de artillería. Estos últimos consistían en nuestros cañones navales montados sobre las amplias espaldas de los enormes lidi. También disponíamos de un regimiento completo de fusileros mezops y de un regimiento de primitivos lanceros. El resto de los lidi que llevábamos con nosotros se usaban como animales de carga o para transportar a las mujeres y niños, que también venían con nosotros, puesto que nuestra intención era marchar sobre una ciudad mahar tras otra hasta subyugar a toda nación mahar que amenazara la seguridad de cualquier reino del Imperio.

Antes de que alcanzásemos la llanura de Phutra fuimos descubiertos por una compañía de sagoths, que en un primer momento intentaron presentar batalla; pero al darse cuenta de lo poderoso que era nuestro ejercito, se volvieron y huyeron hacia Phutra. El resultado de esto fue que cuando llegamos a la vista del centenar de torres que señalaban las entradas a la ciudad enterrada, nos encontramos con un verdadero ejercito de mahars y sagoths alineado para la batalla.

Nos detuvimos a unas mil yardas, y emplazando nuestra artillería sobre unas pequeñas elevaciones del terreno situadas a cada flanco, abrimos fuego sobre ellos. Ja, que era el comandante en jefe de la artillería, estuvo al mando de aquella parte de la operación e hizo un excelente trabajo, ya que sus artilleros mezops se habían convertido a esas alturas en unos verdaderos expertos. Los sagoths no pudieron soportar durante mucho tiempo aquella nueva manera de hacer la guerra, y cargaron contra nosotros aullando como demonios. Les dejamos que se acercaran lo suficiente, y entonces los fusileros que formaban en la primera línea abrieron fuego sobre ellos.

La carnicería fue aterradora, pero los que quedaron en pie siguieron acercándose hasta que la batalla se transformó en un combate cuerpo a cuerpo. Aquí nuestros lanceros fueron de gran valor, así como también lo fueron las toscas espadas con las que la mayoría de los guerreros imperiales iban armados.

Sufrimos grandes perdidas cuando los sagoths llegaron hasta nosotros, pero en cualquier caso fueron absolutamente exterminados. Ni uno solo fue hecho prisionero. Los mahars al ver como iba la batalla se apresuraron a resguardarse en la seguridad de su ciudad subterránea. Una vez que hubimos derrotado a los hombres gorila fuimos tras ellos.

Pero en esta ocasión fuimos derrotados, al menos temporalmente, ya que tan pronto como las primeras avanzadillas de nuestras tropas descendieron a las avenidas subterráneas, la mayoría de nuestros guerreros regresaron tambaleándose y forcejeando por volver a la superficie, medio asfixiados por las emanaciones de algún gas letal que los reptiles habían liberado sobre ellos. Perdimos a muchos hombres allí. Entonces envié a por Perry, que permanecía discretamente en la retaguardia, y le pedí que construyera un pequeño ingenio que tenía en mente contra la posibilidad de nuestro encuentro con un obstáculo semejante en las entradas de la ciudad subterránea.

Bajo mi dirección rellenó uno de los cañones con pólvora, balas y trozos de piedra, casi hasta el mismo borde. Después tapó la boca del cañón con un trozo de madera en forma de cono, lo amartilló y lo apretó tanto como pudo. A continuación insertó una larga mecha. Una docena de hombres llevó el cañón hasta las escaleras que descendían a la ciudad, desmontándolo previamente de su armazón. Luego uno de ellos encendió la mecha y todo el artilugio fue arrojado de un empujón escaleras abajo, mientras el destacamento se daba la vuelta y huía precipitadamente hasta alcanzar una distancia segura.

Durante lo que pareció una eternidad no ocurrió nada. Comenzábamos a pensar que la mecha se había apagado mientras el armatoste rodaba escaleras abajo, o que los mahars habían adivinado su propósito y habían logrado extinguirla, cuando, de repente, el terreno alrededor de la entrada saltó violentamente por los aires, seguido a continuación por una explosión terrorífica y un estallido de humo y llamas que se elevó hasta las alturas en compañía del polvo, las piedras y los fragmentos del cañón.

Perry se había puesto a trabajar en otras dos de aquellas bombas tan pronto como la primera estuvo finalizada. Enseguida las arrojamos en otras dos entradas y funcionaron a la perfección, ya que casi inmediatamente después de la tercera explosión un torrente de mahars surgió de las salidas más alejadas de donde nosotros nos encontrábamos, elevándose sobre sus alas y planeando hacia el norte. Cien lidi fueron enviados en su persecución, llevando cada lidi a dos fusileros además de su conductor. Al suponer que el mar interior, que se hallaba muy próximo a la parte norte de Phutra, era su destino, tomé un par de regimientos y partí en su persecución.

Una baja loma se interponía entre la llanura en la que se encontraba Phutra y el mar interior en el que los mahars acostumbraban a solazarse en sus frías aguas. Hasta que no ascendimos aquella loma no alcanzamos a ver el mar.

Entonces presencié una escena que no olvidaré mientras viva. A lo largo de la playa se hallaban alineadas las tropas de los lidi, mientras que a unas cien yardas de la costa la superficie del agua estaba teñida con los largos hocicos y los fríos ojos reptilianos de los mahars. Nuestros salvajes fusileros mezops y los más pequeños y fornidos conductores thurios de piel blanca, se llevaban las manos a los ojos a modo de visera, y miraban en dirección al mar, más allá de donde se encontraban los mahars, cuyos ojos también se hallaban fijos en el mismo punto. Mi corazón se aceleró cuando descubrí lo que llamaba la atención de todos ellos. ¡Veinte hermosas faluchas se deslizaban suavemente por las aguas en dirección a la horda de reptiles!

Aquella visión debió de llenar a los mahars de temor y consternación, toda vez que nunca antes habían visto semejantes naves. Durante un momento no parecieron capaces de hacer otra cosa más que observar aproximarse a la flota, pero cuando los mezops abrieron fuego sobre ellos con sus fusiles, los reptiles empezaron a nadar velozmente en dirección a las faluchas, evidentemente pensando que estas serían más fáciles de derrotar. El comandante de la flota les permitió acercarse hasta una distancia de unas cien yardas. Entonces abrió fuego con todos los cañones disponibles y con las armas de los marineros.

La gran mayoría de los reptiles cayó con la primera andanada. Los supervivientes vacilaron durante unos instantes y luego se sumergieron. Durante un largo rato no los volvimos a ver.

Pero finalmente emergieron más allá de donde se encontraba la flota, y mientras las faluchas se daban la vuelta para emprender su persecución, salieron del agua y se alejaron volando hacia el norte.

Tras la caída de Phutra visité Anoroc, donde me encontré a la gente muy atareada en los astilleros y en las factorías que Perry había puesto en marcha. También descubrí algo que él no me había contado, algo que prometía infinitamente más que el arsenal o la factoría de pólvora: un muchacho que estudiaba con atención uno de los libros que había traído conmigo del mundo exterior. Se hallaba sentado en la cabaña de madera que Perry se había hecho construir para que le sirviera como dormitorio y oficina. Estaba tan absorto en la lectura que no se dio cuenta de nuestra entrada. Cuando Perry vio la expresión de asombro que había en mi rostro, sonrió.

—Comencé a enseñarle el alfabeto cuando llegamos al Excavador y sacamos su contenido —me explicó—. Estaba confuso ante los libros, y ansioso por saber para qué servían. Cuando se lo expliqué, me pidió que le enseñara a leer y me puse a trabajar con él siempre que tuve oportunidad de ello. Es muy inteligente y aprende rápidamente. Antes de dejarle ya había hecho grandes progresos, y tan pronto como esté lo suficientemente cualificado enseñará a leer a los demás. El comienzo fue una tarea muy dura y difícil, puesto que todo tenía que ser traducido a la lengua de Pellucidar. Llevará algún tiempo solventar este problema, pero creo que enseñando a varios de ellos a leer y escribir en inglés, seremos capaces de darles más rápidamente un lenguaje escrito propio.

Así pues, aquel era el núcleo sobre el que íbamos a construir nuestro gran sistema de colegios y escuelas: aquel guerrero rojo semidesnudo, sentado en la pequeña cabaña de Perry en la isla de Anoroc, descifrando letra a letra las diversas palabras, con un esfuerzo intenso. Ahora tenemos... Pero ya volveré a esto antes de concluir.

Mientras estuvimos en Anoroc, acompañé a Ja a una expedición a la Isla Sur, la más meridional de las tres que formaban el grupo principal del archipiélago de Anoroc —Perry la dio su nombre— donde hicimos la paz con una tribu que durante mucho tiempo había estado enfrentada con Ja. Ahora están bastante contentos de ser aliados suyos y de haber ingresado en la Federación. Desde allí partimos con sesenta y cinco faluchas hacia la distante Luana, la isla principal del archipiélago en el que habitaban los enemigos hereditarios de Anoroc.

Veinticinco de estas faluchas eran de un nuevo modelo, mayor que aquellas con las que habían navegado Ja y Perry en la ocasión en que nos encontraron y rescataron a Dian y a mí. Eran más largas, usaban unas velas mucho mayores, y eran considerablemente más veloces. Cada una de ellas llevaba cuatro cañones en lugar de dos, y se hallaban dispuestos de forma que cualquiera de ellos podía entrar en acción sin importar dónde se encontrase el enemigo.

El archipiélago de Luana se encontraba fuera de la vista del continente. Desde Anoroc sólo era visible la isla mayor; sin embargo, a medida que nos aproximamos descubrimos que comprendía muchas islas hermosas y densamente pobladas. Los luanos, naturalmente, no eran ignorantes de todo lo que había estado ocurriendo en los dominios de sus más cercanos y cordiales enemigos. Conocían nuestras faluchas y nuestras armas, puesto que en varias de sus incursiones habían probado unas y otras. Pero su principal jefe, un anciano, nunca las había visto. Así, en el momento en que nos divisaron se dispuso a hundirnos, llevando con él una flota de casi cien grandes canoas de guerra, completamente llenas de guerreros armados con lanzas. Era de lamentar, y así se lo comenté a Ja. Me parecía un deshonor masacrar a aquellos pobres individuos si no había forma de evitarlo.

Para mi sorpresa, Ja opinaba lo mismo que yo. Me dijo que siempre había odiado hacer la guerra a otros mezops cuando había tantas razas extranjeras contra las que luchar. Le sugerí que nos dirigiésemos al jefe y pidiéramos parlamentar con él; pero cuando Ja así lo hizo, el viejo idiota pensó que les teníamos miedo y con fuertes gritos de triunfo urgió a sus guerreros a que nos atacasen.

En consecuencia abrimos fuego sobre ellos, si bien, a sugerencia mía, centramos nuestro ataque sobre la canoa del jefe. El resultado fue que en unos treinta segundos de aquella canoa de guerra no quedaba más que un puñado de astillas, mientras que su tripulación —aquellos que habían logrado sobrevivir— forcejeaba en el agua, batallando contra los miles de espantosas criaturas que habían surgido para devorarles.

Salvamos a algunos de ellos, pero la mayoría murió de la misma manera en que lo había hecho Hooja y la tripulación de su canoa cuando nuestro segundo disparo les hizo zozobrar.

De nuevo instamos a los restantes guerreros a que viniesen a parlamentar con nosotros; pero ahora el hijo del jefe estaba al mando, y al ver que su padre había muerto no sólo no quiso hacerlo sino que pidió venganza. Ante esto, nos vimos obligados a abrir fuego contra aquellos bravos individuos con todas nuestras armas; pero aquello no duró mucho tiempo, ya que resultó haber entre los luanos mejores cabezas que las que habían poseído el jefe o su hijo. En breve, un viejo guerrero que comandaba una de las piraguas se rindió. Tras esto, una a una se acercaron y depositaron todas sus armas en nuestras cubiertas.

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