Pellucidar (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

—Pensé —concluyó—, que finalmente tendría que usar el colmillo de víbora.

Por fin alcanzamos la playa y desenterramos la canoa. Luego nos dedicamos a poner el mástil y a confeccionar una pequeña vela. Esto lo hicimos Juag y yo, ya que Dian se dedicó a cortar la carne del thag en largas tiras para que se secasen cuando volviésemos a encontrarnos a plena luz del sol.

Al fin todo estuvo terminado. Estábamos preparados para embarcar. No tuve ninguna dificultad en meter a Rajá dentro de la piragua; pero Raní —como la habíamos llamado después de explicarle a Dian lo que quería decir Rajá, y cuál era su equivalente femenino— durante un rato rehusó por completo seguir a su compañero a bordo. De hecho, tuvimos que zarpar sin ella. Pero, tras un momento de vacilación, se lanzó al agua y nadó detrás de nosotros.

Dejé que se pusiera a nuestro costado, y luego Juag y yo la subimos a bordo, mientras nos gruñía y amagaba al hacerlo; pero por extraño que parezca, no hizo ademán de atacarnos una vez que la acomodamos a salvo en el fondo del bote junto a Rajá.

La canoa navegaba con la vela mucho mejor de lo que había esperado —desde luego, infinitamente mejor de lo que lo había hecho el navío de guerra Sari— e hicimos una magnífica travesía hacia poniente a través del golfo, en cuyo lado opuesto esperaba encontrar la desembocadura del río del que me había hablado Juag.

El isleño estaba muy interesado e impresionado por la vela y sus resultados. No había sido capaz de comprender con exactitud lo que yo esperaba conseguir de ella mientras la acoplábamos al bote; pero cuando vio a la tosca piragua moverse por el agua sin necesidad de utilizar los remos, se puso tan contento como un niño. Fue una travesía espléndida, y por fin llegamos a la vista de tierra firme.

Juag se había quedado verdaderamente aterrorizado cuando descubrió que yo me proponía cruzar el océano, y cuando perdimos de vista la costa su miedo fue bastante palpable. Comentó que jamás había oído hablar de algo semejante en toda su vida, y que siempre que alguien se aventuraba tan lejos de tierra nunca volvía a regresar; ¿cómo iban a poder regresar si no podían divisar ninguna costa a la que dirigirse?

Le intenté explicar como funcionaba una brújula, y aunque nunca entendió la explicación científica de aquella, aprendió sin embargo a manejarse bastante bien con ella. Cruzamos ante numerosas islas durante aquel viaje, islas que por lo que me comentó Juag, eran totalmente desconocidas para su pueblo. Lo cierto, es que, en verdad, parecía que eran nuestros ojos los primeros en posarse en ellas. Me hubiera gustado detenerme y explorarlas, pero la cuestión del Imperio no admitía ninguna demora innecesaria.

Le pregunté a Juag cómo esperaba Hooja llegar a la desembocadura del río que estábamos buscando si no pensaba cruzar el golfo, y el isleño me explicó que sin duda Hooja seguiría el contorno de la costa hasta alcanzarlo. Durante algún tiempo navegamos a lo largo de la costa en busca de aquel río, hasta que finalmente lo encontramos. Era tan grande que al principio lo tomé por un enorme golfo, pero la cantidad de madera a la deriva que llegó hasta nosotros con la bajada de la marea me convenció de que aquello era la boca de un río. Los troncos de los árboles se amontonaban en los márgenes de sus orillas. Había una profusión enorme de gigantescas enredaderas, flores, plantas, y, de cuando en cuando, algún pájaro u otro animal.

Estaba verdaderamente ansioso por comenzar a remontar el río, cuando, de repente, ocurrió algo de lo que hasta entonces jamás había sido testigo en Pellucidar: una tormenta realmente terrorífica. Elevó el río sobre nosotros con una ferocidad y de una manera tan inesperada que nos quitó la respiración. Cuando quisimos acercarnos hacia la costa ya era demasiado tarde. Lo único que pudimos hacer fue mantener la embarcación a favor de viento y volar envueltos en una nube de espuma blanca. Juag se encontraba aterrado. Si Dian lo estaba, no lo demostró; era la hija de un gran jefe, la hermana de un rey y, acaso, la mujer de un emperador.

Rajá y Raní estaban también aterrorizados. El primero se acercó hasta mí y enterró su hocico en mi regazo. Finalmente incluso la feroz Raní se acercó a buscar la simpatía de un ser humano. Se escabulló hasta Dian, se arrimó a ella y empezó a gemir. Dian le acarició su peludo cuello y le habló como yo lo hacía con Rajá.

No podíamos hacer nada salvo intentar mantener la canoa bocaarriba y a favor de viento. Durante lo que me pareció una eternidad la tempestad ni amainó ni se incrementó. Juzgué que el viento nos estaba adentrando cientos de millas en aquel mar desconocido.

De manera tan repentina como se había levantado también se fue; cuando amainó lo hizo para volverse sobre sí misma y convertirse en una suave brisa. Le pregunté a Juag cuál era ahora nuestro rumbo, ya que él era el último que había tenido la brújula en su poder. La llevaba sujeta con una tira de cuero alrededor de su cuello. Cuando la fue a tocar, la expresión de sus ojos me dijo todo lo necesario sin necesidad de más palabras: ¡la brújula se había perdido! ¡La brújula se había perdido!

¡No había ningún rastro de tierra ni ningún cuerpo celeste que nos guiase! ¡Ni siquiera el mundo colgante era visible desde nuestra posición!

Nuestro trance parecía desesperado, pero no dejé que Dian y Juag descubriesen lo abatido que me encontraba, aunque como pronto descubrí, no me sirvió de nada intentar ocultar a Juag nuestra desgracia: él era consciente de ella tanto como yo. Por las leyendas de su pueblo ya conocía los peligros que albergaba el navegar en mar abierto, sin ninguna porción de tierra a la vista. La brújula, una vez que gracias a mí había aprendido a usarla, era lo único que mantenía a flote su esperanza de una eventual salvación de aquel abismo líquido. Había visto como me había guiado a través del agua hasta la misma costa que quería alcanzar, y por eso, implícitamente, había confiado en ella. Ahora que se había perdido, su confianza también se había perdido con ella.

Lo único que se podía hacer era navegar a favor de viento —ya que así iríamos más rápido que si nos dejábamos arrastrar por la corriente —hasta que avistásemos tierra. Si por azar fuera el continente, mejor que mejor; si fuera una isla... bueno, tendríamos que quedarnos a vivir en ella. Lo que era evidente es que no podríamos mantenernos mucho tiempo en aquel pequeño bote, con sólo unas cuantas tiras de carne seca de thag y unos pocos litros de agua.

De repente se me ocurrió una idea. Me sorprendió que no se me hubiera ocurrido antes como solución a nuestro problema. Así que me volví hacia Juag.

—Los pellucidaros estáis dotados de un instinto maravilloso —le recordé—, un instinto que os indica el camino a casa, sin importar en qué territorio extraño os encontréis. Lo único que tenemos que hacer es dejar que Dian nos guíe hasta Amoz, y en poco tiempo llegaremos a la misma costa de la que nos vimos alejados.

Al hablar les miraba con una sonrisa de renovada esperanza; pero no hubo ninguna expresión de alegría en sus ojos. Fue Dian quien me lo aclaró.

—Sólo somos capaces de hacerlo en tierra firme —dijo—. En el mar no poseemos esa facultad. No sé por qué, pero siempre he oído que es así. Lo único que puede hacer un pellucidaro en el agua es perderse. Creo que ese es el motivo de que todos temamos al gran océano, incluso los que surcan su superficie en sus canoas. Juag nos dijo que ellos nunca perdían de vista la costa.

Habíamos arriado la vela mientras discutíamos el mejor rumbo a seguir. Nuestra pequeña nave se dejaba arrastrar perezosamente por la corriente, alzándose e inclinándose con las grandes olas, que ahora parecían disminuir. Unas veces estábamos en su cresta, otras en su fondo. Cuando Dian cesó de hablar dejó que su mirada vagase por la ilimitada extensión del ondulado mar. Subimos hasta una gran altura con la cresta de una poderosa ola. Cuando nos encontrábamos en su cima Dian lanzó una exclamación y señaló a popa.

—¡Canoas! —gritó—. ¡Canoas! ¡Muchas canoas!

Juag y yo nos levantamos de un salto, pero nuestra pequeña nave se hallaba ahora en el seno de la ola y no vimos nada salvo el muro de agua que nos rodeaba. Esperamos a que la siguiente ola nos elevase, y cuando lo hizo fijamos nuestros ojos en la dirección que Dian había indicado. En efecto, apenas a media milla de distancia había varias embarcaciones, y dispersos a nuestra espalda, por todas partes en lo que podíamos divisar, había muchas más. No las habíamos descubierto en la distancia, ni tampoco en el breve intervalo en que las podíamos alcanzar a ver antes de que nos volviésemos a zambullir en la siguiente ola. Pero eran canoas, y en ellas debía de haber seres humanos como nosotros.

"...las dos bestias cayeron sobre el thurio simultáneamente..." (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo XIII
Carrera por la vida

P
or fin se calmó el mar y pudimos tener una mejor visión de la flota de pequeñas naves que venían a nuestra estela. Habría unas doscientas. Juag comentó que jamás en toda su vida había visto tantas embarcaciones juntas. ¿De dónde venían? Juag fue el primero en aventurar una respuesta.

—Hooja estaba construyendo muchas canoas para llevar a sus guerreros por el gran río hasta Sari —dijo—. Las estaba construyendo en la Isla de los Arboles, empleando a todos sus guerreros y a muchos esclavos. Nadie en la historia de Pellucidar había construido tantas canoas como se comentaba que lo estaba haciendo Hooja. Esas deben de ser sus canoas.

—Y al igual que nosotros han debido ser arrojados mar adentro por la gran tormenta —sugirió Dian.

—No puede haber otra explicación mejor —convine.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Juag.

—Estamos dando por seguro que realmente son las fuerzas de Hooja —señaló Dian—. Puede que no lo sean, y si nos alejamos de ellos antes de que averigüemos definitivamente quiénes son, estaremos alejándonos de nuestra mejor oportunidad de encontrar el continente y salvarnos. Es posible que se trate de un pueblo del que nunca hemos oído hablar, y si es así, podemos pedirles ayuda; si es que conocen el camino hacia el continente.

—No lo sabrán —interpuso Juag.

—Está bien —dije—; no podemos empeorar nuestra situación por esperar hasta que descubramos quiénes son. Además, ya se están dirigiendo hacia nosotros. Evidentemente han divisado nuestra vela, y suponen que no pertenecemos a su flota.

—Seguramente también quieren preguntarnos por el camino hacia el continente —dijo Juag, que era un verdadero pesimista.

—Si quieren cogernos, sólo lo conseguirán si son capaces de remar más rápido de lo que es capaz de impulsarnos nuestra vela —dije—. Si les dejamos que se acerquen lo bastante como para que averigüemos su identidad, ya que a favor de viento somos más rápidos que ellos, podríamos dejarles atrás en cualquier momento; así que creo que deberíamos esperar.

Y lo que finalmente hicimos fue esperar. El mar se calmó en breve, así que cuando la primera canoa llegó hasta unas quinientas yardas de nosotros les pudimos distinguir con claridad. Todos nos estaban mirando. Las piraguas, que eran de una longitud inusual, eran manejadas por veinte remeros, diez a cada costado de la canoa. Además de los remeros, Había más de veinticinco guerreros en cada embarcación.

Cuando la nave que iba al frente estuvo a unas cien yardas de nosotros, Dian llamó nuestra atención al hecho de que en su tripulación había sagoths. Aquello era definitivo: la flota era, en efecto, la de Hooja. Le indiqué a Juag que les saludase y les sacase la información que pudiera, mientras que yo permanecía en el fondo de la canoa, tan apartado de su vista como me fuera posible. Dian también se había tendido en el fondo de la canoa, pues no quería que la vieran y la pudieran reconocer si, como suponíamos, era la gente de Hooja.

—¿Quiénes sois? —gritó Juag, poniéndose de pie en la embarcación y haciendo voz con ambas manos.

Una figura apareció en la proa de la primera canoa; una figura que reconocí antes incluso de que hablase.

—¡Soy Hooja! —gritó el hombre respondiendo a Juag.

Por alguna razón no reconoció a su antiguo prisionero y esclavo; posiblemente porque tenía demasiados como para reconocerlos a todos.

—Vengo de la Isla de los Arboles —continuó—. Cien de mis canoas se perdieron en la gran tormenta y sus tripulaciones deben de haberse ahogado. ¿Dónde se encuentra la tierra firme? ¿Quién eres tú, y qué cosa extraña es esa que se agita en el pequeño árbol que has puesto al frente de tu canoa?

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