Authors: Edgar Rice Burroughs
¡Por fin tenía la oportunidad que había esperado! Era libre para alejarme hasta el otro extremo de la meseta, seguir mi camino hasta el valle de abajo y, mientras las dos fuerzas se enfrentaban en combate, continuar mi búsqueda de la aldea de Hooja, que por lo que había averiguado de los hombres bestia, se encontraba bajando el río que había estado siguiendo cuando me hicieron prisionero.
Mientras me volvía hacia el borde de la meseta, los sonidos de la batalla llegaron claramente a mis oídos; los roncos gritos de los hombres mezclados con los semibestiales rugidos y gruñidos de los hombres bestia.
¿Aprovechaba mi oportunidad o no? No lo hice. En lugar de hacerlo, atraído por el estrépito de la contienda y por el deseo de dar un golpe, por pequeño que fuera, en contra del odiado Hooja, me giré y corrí directamente hacia la aldea.
Cuando alcancé el extremo de la altiplanicie mis asombrados ojos se encontraron con una escena como jamás habían presenciado, ya que los singulares métodos de combate de los hombres bestia eran de lo más extraordinario de lo que había sido testigo. A lo largo de la cima del risco se hallaba una fina hilera de poderosos machos. Los mejores lanzadores de lazo de la tribu. Unos cuantos pies más atrás estaba el resto de los machos, a excepción de unos veinte que formaban una segunda línea. Todavía más allá, a su espalda, las hembras y los más jóvenes se reunían en un solo grupo bajo la protección de los veinte machos restantes y de los machos viejos.
Pero era la táctica de las dos primeras líneas la que llamó mi atención. La fuerza de Hooja, una gran horda de salvajes sagoths y primitivos hombres de las cavernas, realizaba su ascensión por la escarpada cara del risco con agilidad pero menos despreocupadamente que mis captores, que la habían escalado con una velocidad inusitada a pesar de ir cargados con mi peso.
Mientras los atacantes se aproximaban, se detenían ocasionalmente en cualquier sitio que les ofreciera un asidero suficiente para ponerse en pie y arrojar lanzas y flechas a los defensores que estaban situados por encima de ellos. Durante la batalla ambos bandos se lanzaban provocaciones e insultos; naturalmente, los seres humanos superaban a los brutos en la vileza y vulgaridad de su difamación e inventiva.
La "línea de fuego" de los hombres bestia no llevaba más armas que sus largos y elásticos lazos. Cuando un enemigo se ponía a su alcance, un lazo caía infaliblemente a su alrededor y era arrastrado, gritando y retorciéndose, hasta la cima del risco, a menos, como ocasionalmente ocurría, que fuera lo bastante rápido como para desenvainar su cuchillo y cortar la cuerda, en cuyo caso normalmente caía a una muerte no menos cierta que la que le esperaba arriba.
A los que eran alzados hasta el alcance de las poderosas garras de los defensores, se les quitaban los lazos y se les catapultaba desde la primera línea a la segunda, donde eran atrapados y muertos por el simple procedimiento de un único y poderoso cerrarse de los potentes colmillos sobre sus nucas.
Pero las flechas de los invasores se cobraban un tributo mucho más cuantioso que los lazos de los defensores y se veía que era sólo cuestión de tiempo el que las fuerzas de Hooja los derrotasen, a menos que los hombres bestia cambiasen su táctica, o que los cavernícolas se cansasen de la batalla.
Gr-gr-gr se encontraba en el centro de la primera línea. A su alrededor todo eran peñascos y grandes fragmentos de roca partida. Me acerqué a él y sin una palabra me subí a un gran montón de rocas situadas en el borde del risco. Empujé la mayor de ellas sobre la cabeza de un arquero causándole la muerte instantánea al aplastarlo e impulsar su cuerpo al fondo del declive, arrastrando a continuación a tres más de los atacantes a su paso.
Gr-gr-gr se volvió sorprendido hacia mí. Por un instante pareció dudar de la sinceridad de mis motivos. Pensé que tal vez hubiera llegado mi hora cuando extendió una de sus gigantescas zarpas hacia mí; pero lo evité y moviéndome unos cuantos pasos hacia la derecha arrojé otro misil. Éste también hizo blanco. Luego cogí otros fragmentos más pequeños y con toda la precisión y seguridad que tan justamente me habían hecho ganar una merecida fama en mis días de colegio hice caer una lluvia de muerte sobre los que se encontraban debajo de mí.
Gr-gr-gr volvió a acercárseme y yo le señalé el montón de cascotes que había en la cima del risco.
—¡Lánzalos sobre el enemigo! —le grité—. ¡Dile a tus guerreros que los arrojen sobre ellos!
Al oír mis palabras todos los que estaban en la primera línea, y que habían observado con gran interés mis tácticas, agarraron enormes peñascos o pedazos de roca, lo que primero llegase a sus manos, y, sin esperar una orden de Gr-gr-gr, inundaron a los aterrorizados cavernícolas con una auténtica avalancha de piedras. En menos tiempo del que se necesita para contarlo, la cara del risco estaba limpia de enemigos y la aldea de Gr-gr-gr salvada.
Gr-gr-gr estaba a mi lado cuando el último de los cavernícolas desaparecía en su veloz huida hacia el valle. Me miraba intensamente.
—Aquéllos eran tu gente —dijo—. ¿Por qué los mataste?
—No eran mi gente —repuse—. Te lo dije antes, pero no quisiste creerme. ¿Me creerás ahora cuando te digo que odio a Hooja y a su tribu tanto como vosotros? ¿Me creerás cuando te digo que deseo ser amigo de Gr-gr-gr?
Durante un rato permaneció ante mí rascándose la cabeza. Evidentemente le era más difícil que a los seres humanos el reajustar sus conclusiones preconcebidas; pero al fin la idea se introdujo en su cabeza, lo que nunca hubiera ocurrido si hubiese sido un hombre, o puntualizando lo dicho, lo que nunca hubiera ocurrido en algunos hombres. Finalmente habló.
—Gilak —dijo—, has hecho que Gr-gr-gr se avergüence. Él te habría matado ¿Cómo puede recompensarte?
—Déjame libre —contesté rápidamente.
—Eres libre —dijo—. Puedes ir donde desees o puedes permanecer con nosotros. Si te vas, puedes regresar cuando quieras. Somos tus amigos.
Naturalmente preferí irme. De nuevo le expliqué a Gr-gr-gr la naturaleza de mi misión. Me escuchó atentamente; después de hacerlo, se ofreció a enviar conmigo a algunos de los suyos para que me guiasen a la aldea de Hooja. No me hice repetir la oferta.
Ante todo, primero debíamos comer. Los cazadores sobre los que habían caído los hombres de Hooja habían traído consigo la carne de un gran thag. Hubo un gran festín para conmemorar la victoria; un festín y también una danza.
Nunca había sido testigo de una ceremonia tribal de los hombres bestia, aunque a menudo había oído extraños sonidos que venían de la aldea, a la que no me habían permitido ir desde mi captura. Ahora tomaba parte en una de sus orgías.
Aquello vivirá siempre en mi memoria. La combinación de bestialidad y humanidad era a veces tierna y a veces grotesca y horrible. Bajo el deslumbrante sol de mediodía, en el abrasador calor de la cima de la meseta, las inmensas y peludas criaturas saltaban alrededor de un gran círculo. Enrollaban y arrojaban sus elásticas cuerdas; lanzaban insultos y provocaciones a un imaginario enemigo; cayeron sobre el cuerpo del thag y literalmente lo despedazaron; sólo cesaron cuando, hartos, no pudieron moverse más.
Tuve que esperar hasta que el proceso de digestión liberó a mi escolta de su sopor. Algunos habían comido hasta que sus abdómenes estaban tan distendidos que creí que iban a explotar, ya que junto al thag había un centenar de antílopes de diversos tamaños y en varios grados de descomposición que habían desenterrado de escondrijos bajo el suelo de sus madrigueras para adornar la mesa del banquete.
Pero al fin partimos; seis grandes machos y yo mismo. Gr-gr-gr me había devuelto mis armas, y de nuevo estaba en mi a menudo interrumpido camino hacia mi objetivo. Si encontraría o no a Dian al final de mi viaje, no lo podía sino suponer; pero estaba impaciente por saberlo, porque aunque sólo me aguardase lo peor, incluso eso lo deseaba averiguar enseguida.
Apenas podía creer que mi orgullosa compañera estuviera viva en poder de Hooja; pero el tiempo en Pellucidar era una cosa tan extraña que incluso era posible que para él o para ella tan sólo hubiesen transcurrido unos cuantos minutos desde la sucia treta con la que había sido capaz de llevársela de Phutra. Incluso también era posible que ella hubiera encontrado los medios para repeler sus insinuaciones o para escaparse.
Mientras descendíamos el risco interrumpimos a una gran manada de grandes bestias similares a hienas, hiaena spelaeus como Perry las llamaba, que estaban muy ocupadas con los cuerpos de los cavernícolas caídos en la batalla. Las feas criaturas distaban mucho de las cosas cobardes con que se reputa a las hienas de nuestro mundo; éstas permanecían en su sitio enseñando los colmillos cuando nos aproximábamos a ellas. Pero como más tarde averigüé, tan formidables son los hombres bestia que hay pocos de los grandes carnívoros que no se aparten de su camino cuando ellos están cerca. Así las hienas se apartaron un poco de nuestra línea de avance, volviendo de nuevo a su festín cuando hubimos pasado.
Proseguimos nuestro camino hacia la orilla del hermoso río que fluía a lo largo de la isla, llegando por fin a uno de los bosques más densos que me encontré en aquella zona. Ya dentro del bosque mi escolta se detuvo.
—¡Allí! —dijeron, señalando al frente—. No iremos más allá.
De este modo, habiéndome guiado hasta mi destino, me dejaron. Frente a mí, a través de los árboles, podía ver lo que parecía ser el pie de una escarpada colina. Hacia ella dirigí mi camino. El bosque corría hasta la misma base de la colina, en cuya cara se veían las bocas de muchas cavernas. Parecían deshabitadas, pero decidí observar un rato antes de aventurarme más lejos. Un gran árbol, de denso follaje, ofrecía un espléndido punto de observación desde el que espiar la colina, de modo que subí hasta sus ramas, donde seguramente escondido, podía vigilar lo que acontecía en las cuevas.
Apenas me había colocado en una posición cómoda cuando una partida de cavernícolas emergió de una de las aberturas más pequeñas de la cara del risco, a unos cincuenta pies de la base. Descendieron al bosque y desaparecieron. Al poco rato salieron varios más de la misma cueva y, tras ellos, después de un corto intervalo, un grupo de mujeres y niños, que entraron en el bosque a recoger fruta. Había varios guerreros con ellos; una guardia, presumí.
Tras esta vinieron otras partidas, y dos o tres grupos que salieron del bosque y ascendieron por la cara del risco para entrar en la misma caverna. No podía entender aquello. Todos los que habían salido venían de la misma cueva. Todos los que regresaban volvían a entrar en ella. Ninguna otra caverna daba señales de estar habitada, y ninguna cueva, salvo una de extraordinario tamaño, podría acomodar a toda la gente que había visto entrar y salir de su boca.
Durante mucho tiempo estuve allí sentado observando las idas y venidas de un gran número de cavernícolas. Ni una sola vez nadie dejó el risco por otra abertura que no fuera aquella por la que había visto salir a la primera partida, ni volvió a entrar en el risco a través de otra entrada.
¡Qué cueva debía ser aquella que albergaba a una tribu entera! Desconfiando de la verdad de mi suposición, subí más arriba entre las ramas del árbol para obtener una mejor visión de otras porciones del risco. Ya a mucha altura del suelo alcancé un punto desde el que podía divisar la cumbre de la colina. Evidentemente era un monte de cima lisa similar al que habitaba la tribu de Gr-gr-gr.
Mientras estaba observando, una figura apareció en el mismo borde. Era una muchacha joven cuyo cabello tenía una vistosa flor cogida de alguna de las plantas del bosque. La había visto entrar por debajo de mí apenas un rato antes y entrar a la pequeña cueva que había absorbido a todos los miembros de la tribu que regresaban.
El misterio estaba resuelto. La caverna no era sino la boca de un pasadizo que llevaba desde el risco a la cumbre de la colina. Simplemente la utilizaban como una avenida desde su elevada ciudadela hasta el valle inferior.
Tan pronto como la verdad relampagueó en mi mente, comprendí que debía buscar algún otro medio de llegar hasta la aldea, ya que pasar sin ser visto por aquella vía continuamente transitada, sería imposible. En aquel momento no había nadie a la vista debajo de mí, así que me deslicé rápidamente desde mi arbórea torre de observación hasta el suelo y me moví con premura hacia la derecha, con la intención de rodear la colina si fuera necesario hasta encontrar un lugar discreto desde el que tuviera alguna ligera posibilidad de escalar las alturas y llegar a la cima sin ser visto.
Me mantuve pegado al margen del bosque, en cuyo mismo centro parecía elevarse la colina. Aunque examiné cuidadosamente el risco mientras rodeaba su base, no vi ninguna señal de otra entrada distinta a aquella a la que me habían conducido mis guías.
Al poco tiempo, el rugido del mar resonó en mis oídos. En breve llegué hasta el inmenso océano cuyas olas rompían al mismo pie de la colina en la que Hooja había encontrado un refugio seguro para él y sus villanos.
Estaba a punto de escalar las dentadas rocas que yacían en la base del risco más próxima al mar, en busca de algún camino hacia la cumbre, cuando tuve la suerte de ver una canoa rodeando el extremo de la isla. Me arrojé detrás de un enorme peñasco desde el que pude observar la piragua y sus ocupantes sin que me vieran.
Durante un instante remaron en la dirección en que me hallaba y entonces, a unas cien yardas de mí, giraron directamente hacia la base de los ceñudos riscos. Desde donde me hallaba parecía que se arrojaban a una muerte segura, ya que el rugido de las rompientes batiendo sobre la cara perpendicular del risco sólo podía acarrear la muerte a cualquiera que se aventurase en sus implacables garras.
Una masa de rocas pronto los escondió de mi vista. Pero tanta era la excitación del momento que no pude contenerme y me acerqué hasta un punto en el que pudiera observar como la pequeña nave se hacía pedazos contra las afiladas rocas que yacían ante ella, aunque me arriesgase a ser descubierto desde arriba por conseguir mi propósito.
Cuando alcancé el punto desde el que podía volver a ver la piragua, llegué a tiempo de verla deslizarse sin daño alguno entre dos puntiagudos centinelas de granito y flotar tranquilamente en el calmado seno de una diminuta cala.
De nuevo me agaché detrás de una roca para observar lo que ocurría a continuación; no tuve que esperar mucho. La piragua, que transportaba a dos hombres, era conducida hasta la pared rocosa. Una cuerda fibrosa, uno de cuyos extremos estaba atado al bote, fue rápidamente asegurada a uno de los salientes de la faz del risco.