Pellucidar (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

De esta forma soñaba mientras nos acercábamos a Thuria, cuando mi sueño fue hecho añicos por un salvaje gruñido de Rajá. Miré hacia él. Se había parado en seco como si se hubiera convertido en piedra. Una delgada tira de su espeso pelaje se había erizado a lo largo de su espina dorsal. Sus ojos verdeamarillentos estaban fijos en la jungla cubierta de maleza a nuestra derecha.

Aferré con mis dedos las crines de su cuello y volví mis ojos hacia la dirección en la que apuntaban los suyos. Al principio no vi nada. Luego un ligero movimiento de los arbustos atrajo mi atención. Pensé que debía ser una bestia salvaje, y agradecí el haber tomado todas las primitivas armas de los cuerpos de los guerreros que me habían atacado.

De repente distinguí dos ojos acechándonos desde la vegetación. Di un paso en su dirección, y al hacerlo un joven se levantó y echó a correr en la dirección a la que nos dirigíamos. Rajá intentó salir tras él, pero lo agarré firmemente del cuello, un acto que no pareció gustarle, ya que se giró hacia mí con los colmillos al aire.

Decidí que ese momento era tan bueno como cualquier otro para descubrir cuan profundo era el afecto de Rajá hacia mí. Uno de los dos debía ser el amo, y lógicamente ése era yo. Me gruñó. Le golpeé severamente en la nariz. Me miró con sorprendido aturdimiento durante un momento y luego me volvió a gruñir. Hice otro amago de golpearle esperando que al hacerlo se tirase a mi garganta, pero en lugar de ello, retrocedió y se acurrucó. ¡Rajá estaba domesticado!

Me detuve y lo acaricié. Después cogí un trozo de cuerda que formaba parte de mi equipo y le hice una correa.

De esta guisa reanudamos nuestro viaje hacia Thuria. El joven que nos había visto era evidentemente un thurio. Que no había perdido un instante en correr hacia su hogar y propagar la noticia de mi llegada se hizo evidente cuando llegamos a la vista del claro y del poblado, por cierto el primer poblado que veía que había sido construido por humanos pellucidaros. Era un tosco rectángulo vallado con rocas y troncos, en el que había cien o más chozas con el tejado de paja de similar construcción. No había puerta. Unas escalas que por la noche podían ser quitadas servían para traspasar la empalizada.

Ante el poblado se hallaba reunida una gran multitud de guerreros. En el interior pude divisar las cabezas de las mujeres y los niños escudriñando por encima del muro; y también lejos, a sus espaldas, se veían los largos cuellos de los lidi, coronados por sus diminutas cabezas. Lidi, dicho sea de paso, es tanto la forma singular como la plural del nombre que describe a las enormes bestias de carga de los thurios. Son cuadrúpedos gigantescos, de ochenta a cien pies de largo, con cabezas muy pequeñas situadas en lo alto de sus larguísimos y delgados cuellos. Sus cabezas están a unos cuarenta pies del suelo. Su paso es lento y cauto, pero sus zancadas son tan enormes que, en realidad, cubren el terreno muy rápidamente.

Perry me ha contado que son casi idénticos a los restos fósiles de los diplodocus del Periodo Jurásico de la corteza exterior. Yo he tomado su palabra para nombrarlo, y supongo que vosotros también lo haréis, a menos que sepáis de estas cosas más que yo.

Cuando llegamos a la vista de los guerreros, los hombres montaron una gran algarabía. Sus ojos estaban abiertos de asombro, presumo que no sólo a causa de mi extraña vestimenta, sino más bien por la circunstancia de que venía en compañía de un jalok, que es el nombre pellucidaro del hienodonte.

Rajá tiró de su correa, gruñendo y mostrando sus largos colmillos blancos. Nada le habría gustado más que lanzarse a las gargantas de toda la congregación; pero lo sujeté con la correa, aunque requirió de toda mi fuerza el hacerlo. Alcé la mano libre por encima de mi cabeza, con la palma vuelta hacia fuera, en señal de lo pacífico de mi misión.

En primer término divisé al joven que nos había descubierto, y por la forma en que se conducía puedo decir que estaba bastante creído de su propia importancia. Los guerreros que estaban a su alrededor eran todos individuos bien parecidos, aunque más pequeños y rechonchos que los saris o los amozs. Su color, además, era un poco más claro, sin duda debido al hecho de que pasaban la mayoría de su vida a la sombra del mundo que pendía eternamente sobre su país.

Un poco más delante de los demás, había un sujeto barbado adornado de muchos ornamentos. No necesité preguntar para saber que era su caudillo, Goork, el padre de Kolk. Así que me dirigí a él.

—Soy David —dije—, emperador de los Reinos Federados de Pellucidar. ¿Has oído hablar de mí?

Movió su cabeza afirmativamente.

—Vengo de Sari —continué— donde encontré a Kolk, hijo de Goork. Traigo un símbolo de Kolk a su padre que probará que vengo como amigo.

De nuevo asintió el guerrero.

—Yo soy Goork —dijo— ¿Dónde está el símbolo?

—Aquí —contesté buscando en el zurrón en el que lo había puesto.

Goork y su gente esperaban en silencio, mientras mi mano rebuscaba en el interior de la bolsa.

¡Estaba vacía! El símbolo me había sido robado junto con mis armas.

"Con una mano sobre su rodilla y la otra acariciándose el mentón, me miró intensamente..." (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo VIII
Cautivo

C
uando Goork y su pueblo vieron que no tenía ningún símbolo comenzaron a insultarme.

—¡No te ha enviado Kolk, sino el Astuto! —gritaban—. ¡Has venido de la isla a espiarnos! ¡Márchate o acabaremos contigo!

Les expliqué que todas mis pertenencias me habían sido robadas, y que el ladrón también debía haber cogido el símbolo; pero no me creyeron. Como prueba de que pertenecía a la gente de Hooja, apuntaron a mis armas, diciendo que estaban adornadas de igual modo que las del clan de la isla. Además, añadieron que ningún hombre de paz vendría en compañía de un jalok, y que de acuerdo con esta línea de razonamiento, estaba claro que era un malvado.

Me di cuenta de que no eran una tribu guerrera, ya que preferían dejarme marchar en paz antes que verse forzados a atacarme, mientras que los saris habrían matado a un extranjero sospechoso primero y preguntado sobre sus propósitos después.

Creo que Rajá sentía su antagonismo, ya que tiraba de su correa y gruñía ominosamente. Ellos le tenían un poco de temor y se mantenían a una distancia segura. Era evidente que no podían comprender la razón por la que el salvaje bruto no se volvía contra mí y me hacía pedazos.

Perdí mucho tiempo intentando persuadir a Goork de que me aceptase por mi propia valía, pero era demasiado prudente. Lo máximo que haría era darnos comida, lo que hizo, y decirme cuál era la parte más segura de la isla hacia la que quería dirigirme, aunque como me dijo, estaba seguro de que mi petición de información no era sino un pretexto para engañarle sobre mi verdadero conocimiento de la fortaleza insular.

Por fin me alejé de ellos, bastante descorazonado, puesto que había esperado ser capaz de alistar una fuerza considerable con la que intentar atacar a la horda de Hooja y rescatar a Dian. Volví a la playa dirigiéndome hacia la escondida canoa en la que hacíamos nuestro viaje.

Cuando llegué al túmulo estaba cansadísimo. Arrojándome sobre la arena, pronto me quedé dormido, y con Rajá tendido a mi lado, sentí una seguridad de la que no había disfrutado en mucho tiempo.

Me desperté muy descansado para encontrarme los ojos de Rajá pegados a mí. En el momento en que abrí los míos, se levantó, se estiró, y sin una mirada hacia atrás, se zambulló en la jungla. Durante varios minutos le oí moverse por la maleza y después todo quedó en silencio.

Me pregunté si me había abandonado para regresar a su fiera morada. Me invadió una sensación de soledad. Con un suspiro volví a la tarea de arrastrar la canoa hasta el mar. Al entrar en la jungla en la que se encontraba la piragua, una liebre salió lanzada de debajo del costado del bote, y un disparo bien dirigido de mi lanza me la consiguió. Estaba hambriento, de lo que no me había dado cuenta antes, de modo que me senté en el extremo de la canoa y devoré mi alimento. Acabados los últimos restos, volví a ocuparme de mis preparativos para la expedición a la isla.

No sabía seguro que Dian estuviera allí, pero lo suponía como cierto. Tampoco podía saber a qué obstáculos debía enfrentarme en mi esfuerzo por rescatarla. Durante un rato, después de haber colocado la canoa en la orilla del mar, me entretuve esperando a ver si regresaba Rajá, pero no lo hizo, de modo que empujé  la tosca nave hacia el agua y salté a ella.

Todavía estaba un poco abatido por la deserción de mi recién encontrado amigo, aunque intentaba convencerme a mí mismo de que no era sino lo que en el fondo siempre había esperado.

El salvaje bruto me había servido bien en el corto tiempo en que habíamos estado juntos, y había pagado con creces su deuda de gratitud hacia mí, ya que había salvado mi vida, o cuanto menos mi libertad, no menos de lo que yo había salvado la suya cuando él estaba herido y ahogándose.

El viaje por mar hasta la isla transcurrió sin acontecimientos notables. Me alegré enormemente de encontrarme de nuevo con la luz del sol al salir de la sombra del Mundo Muerto, aproximadamente a mitad de camino entre la isla y tierra firme.

Los calientes rayos del sol de mediodía contribuyeron a elevar mi ánimo y a dispersar la apatía mental que me había invadido prácticamente desde que había entrado en la Tierra de la Horrible Sombra. Para mí no hay nada más descorazonador que la ausencia de la luz del sol.

Remé hacia un punto en el sudoeste que Goork me había indicado que creía que era la parte menos frecuentada de la isla, puesto que nunca había visto salir botes de allí.

Encontré un arrecife poco profundo que se introducía muy lejos hacia el mar y riscos bastante escarpados que desembocaban casi en la rompiente. Era un lugar bastante temerario para tomar tierra, y comprendí por qué no era utilizado por los nativos; pero al fin me las arreglé, después de un buen remojón, para desembarcar mi canoa en la playa y escalar los riscos.

El terreno al otro lado aparecía más abierto y similar a una campiña de lo que había imaginado, ya que desde tierra firme toda la costa que era visible parecía densamente cubierta por una jungla tropical. Esta jungla, en lo que podía divisar desde el aventajado punto que suponía la cima del risco, formaba una franja relativamente estrecha entre el mar y la pradera y el bosque más abierto del interior, lejos y a mi espalda, había una cordillera de bajas pero aparentemente muy pedregosas colinas, y aquí y allá en todo lo que era visible, masas de pequeñas montañas rocosas, achatadas en su cima, que de hecho me recordaban las fotos que había visto de los paisajes de Nuevo México. En conjunto, el terreno era muy quebrado y muy hermoso. Desde donde me encontraba conté no menos de una docena de torrentes que serpenteaban entre las mesas y desembocaban en un precioso río que fluía en dirección nordeste hacia el extremo opuesto de la isla.

Mientras mis ojos vagaban por el paisaje, de repente fui consciente de unas figuras moviéndose en la lisa cima de una distante meseta. Si eran bestias o seres humanos no lo pude determinar; pero al menos estaban vivos, así que decidí proseguir mi búsqueda de la fortaleza de Hooja en aquella dirección.

Descender del valle no me requirió gran esfuerzo. Mientras me mecía a lo largo de la abundante hierba y las fragantes flores, con mi garrote balanceándose en mi mano y mi lanza con sus tiras de piel de uro trotando entre mis hombros, me sentía listo para afrontar cualquier emergencia, preparado para cualquier peligro.

Apenas había cubierto una escasa distancia, y estaba pasando a través de una franja de bosque situada al pie de una de las mesetas, cuando fui consciente de la sensación de ser observado. Mi vida en Pellucidar había avivado bastante mis sentidos de la vista, el oído, el olfato y, también, cierta intuición primitiva o ciertas cualidades instintivas que parecen embotadas en el hombre civilizado. Pero aunque estaba seguro de que unos ojos invisibles me vigilaban, no podía ver rastro alguno de ningún ser vivo en el bosque, salvo la multitud de pájaros de vivos plumajes y los pequeños monos que llenaban los árboles con vida, color y movimiento.

Puede parecer que mi convicción era el resultado de una imaginación sobreexcitada, o de la evidente realidad de los curiosos ojos de los monos y de los pájaros; pero hay una diferencia que no puedo explicar entre la sensación de una observación casual y un espionaje estudiado. Una oveja te observa y tu subconsciente no te transmite ninguna advertencia, porque una oveja no te pone en peligro. Pero deja que un tigre al acecho te observe fijamente, y a menos que tus instintos primarios estén completamente anquilosados, enseguida comenzarás a mirar furtivamente a tu alrededor y a notar un terror vago e irracional.

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