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Authors: Edgar Rice Burroughs

Pellucidar (3 page)

No lo sabía.

Durante un largo rato permanecí absorto en estas meditaciones, hasta que por fin se me ocurrió coger una de las brújulas que había traído conmigo y comprobar si se mantenía firmemente fijada en un polo invariable. Volví a entrar en el Excavador y di un rodeo hacia fuera.

Alejándome a una distancia considerable del Excavador, para que la aguja no se viera influenciada por su gran masa de hierro y acero, giré el delicado instrumento en todas direcciones.

Siempre y de forma invariable la aguja permanecía inflexiblemente fijada en un punto en línea recta con el mar, señalando una gran isla situada a unas diez o veinte millas de distancia. Aquello debía ser el norte.

Saqué mi cuaderno de notas del bolsillo y realicé un cuidadoso croquis topográfico de la zona situada en mi campo de visión. Al norte, a lo lejos, sobre el resplandeciente mar, se extendía la isla.

El lugar que había escogido para mis observaciones era la cima de una peña grande y plana que se elevaba unos seis u ocho pies por encima del césped. A este lugar lo llamé Greenwich. La peña era el "Observatorio Real".

¡Aquello era un principio! No puedo deciros el sentimiento de alivio que me infundió el simple hecho de que al menos hubiera un lugar en Pellucidar que tuviera un nombre familiar y una situación en un mapa.

Fue casi con infantil alegría con la que tracé un pequeño círculo en mi cuaderno de notas y escribí la palabra Greenwich a su lado.

Ahora sí que sentí que podía comenzar mi búsqueda con alguna garantía de volver a encontrar mi camino de regreso al Excavador.

Decidí que al principio viajaría directamente hacia el sur, con la esperanza de que en esa dirección encontraría algún sitio que me fuera familiar. Era una dirección tan buena como cualquier otra. Cuanto menos esto es lo más que se puede decir al respecto.

Entre las muchas cosas que había traído del mundo exterior, se encontraban unos podómetros. Metí tres de ellos en mis bolsillos con la idea de que podría llegar a algún punto intermedio más o menos preciso y así poder marcarlo.

Sobre mi mapa marcaría tantos pasos al sur, tantos al este, tantos al oeste, etc. Así, cuando quisiera regresar, podía de esta forma seguir cualquier ruta que eligiese.

También cargué una cantidad considerable de municiones a mis hombros, metí en mis bolsillos algunas mechas y enganché a mi cinturón una sartén de aluminio y una pequeña cacerola para guisar del mismo metal.

Estaba preparado; preparado para salir y explorar un mundo. Preparado para buscar a mis amigos en un área de 124.110.000 millas cuadradas; ¡preparado para buscar a mi incomparable esposa y al bueno de Perry!

Y así, tras cerrar la compuerta de la cubierta exterior del Excavador, comencé mi búsqueda. Viajé directamente hacia el sur, atravesando hermosos valles densamente salpicados de pastos y rebaños.

Forcé mi camino a través de frondosos bosques primitivos y ascendí por las laderas de poderosas montañas buscando un paso a sus caras más alejadas.

Rebecos y carneros almizcleros cayeron ante el bueno de mi viejo revólver, de modo que no carecí de comida en las mayores alturas. Los bosques y las llanuras estaban repletos de frutas, aves salvajes, antílopes, uros y alces.

Ocasionalmente, para los animales más grandes y las gigantescas bestias de presa, usaba mi rifle exprés, pero en la mayoría de las ocasiones el revólver cubría todas mis necesidades.

También hubo veces en que encarado por el poderoso oso de las cavernas, el tigre de dientes de sable, el descomunal felix spelaea de crin negra y terrible, incluso mi potente rifle parecía lastimosamente inadecuado. Pero la fortuna me favoreció, de modo que conseguí pasar sano y salvo por aventuras que incluso su recuerdo hace que se me ericen los pelos de la nuca.

No sé cuanto tiempo vagué hacia el sur, ya que poco después de dejar el Excavador algo se estropeó en mi reloj y estuve de nuevo a la merced de la desconcertante ausencia de tiempo en Pellucidar, constantemente avanzando hacia delante bajo el gran e inmóvil sol de mediodía que colgaba eternamente en el firmamento.

A pesar de todo, comí muchas veces, de modo que debieron transcurrir días, posiblemente meses, sin que ningún paisaje familiar recompensase mis ávidos ojos.

No vi ni hombres ni rastros de hombres, lo que no es extraño ya que Pellucidar es inmenso en su área terrestre, mientras que la raza humana es muy joven y, por consiguiente, no muy numerosa.

Sin duda que, en aquella larga búsqueda, los míos fueron los primeros pies humanos en tocar el suelo en muchos lugares; míos fueron los primeros ojos humanos en descansar sobre las esplendorosas maravillas del paisaje.

Era una reflexión impactante. Pero no podía menos que hacer hincapié en ella mientras seguía mi solitario camino a través de aquel mundo virgen. Entonces, de forma bastante repentina, un día salí de la armonía primigenia a la presencia del hombre; y la paz se quebró.

Ocurrió de la siguiente forma:

Había estado siguiendo una inclinada garganta para salir de una cadena de elevadas colinas y me había detenido ante su boca para admirar el pequeño y hermoso valle que yacía ante mí. A un lado había un enmarañado bosque, mientras que directamente enfrente de mí un río serpenteaba plácidamente en paralelo a los riscos en los que terminaban las colinas en el extremo del valle.

De repente, mientras me encontraba disfrutando de la hermosa escena, tan absorto en las maravillas de la naturaleza que parecía que no había visto paisajes similares en otras muchísimas ocasiones, un sonido de griterío resonó en dirección al bosque. Que aquellas notas ásperas, discordantes, habían surgido de gargantas humanas no me ofrecía la más mínima duda.

Me deslicé detrás de un gran peñasco cercano a la boca de la hondonada y esperé. Podía oír el ruido de la maleza al ser aplastada en el bosque, y supuse que quienquiera que fuese venía rápidamente; sin duda perseguidores y perseguidos.

En un corto lapso algún animal cazado saltaría a mi vista, y, un momento más tarde, un grupo de salvajes medio desnudos vendrían detrás con lanzas, garrotes o grandes cuchillos de piedra.

Había visto aquello tantas veces durante mi vida en Pellucidar que sentía que podía anticipar con la mayor precisión el hecho del que iba a ser testigo. Esperaba que los cazadores resultasen ser amistosos y pudieran dirigirme hacia Sari.

Mientras meditaba aquellos razonamientos, la presa emergió del bosque. Pero no era un aterrado animal de cuatro patas. Por el contrario, lo que veía era un anciano; ¡un anciano aterrorizado!

Tambaleándose débilmente y desesperado por lo que debía ser un terrible destino, a juzgar por la horrorizada expresión con que continuamente miraba hacia atrás en dirección al bosque, venía dando tropiezos en mi misma dirección.

Apenas había cubierto una corta distancia del bosque cuando vi al primero de los perseguidores: un sagoth, uno de los terribles y siniestros hombres gorila que guardaban a los poderosos mahars en sus ocultas ciudades, y que salían de vez en cuando en expediciones de caza de esclavos o de castigo contra la raza humana de Pellucidar, a la que la raza dominante del mundo interior tenía en la misma consideración en la que nosotros podemos tener al bisonte o al carnero salvaje de nuestro propio mundo.

Que en poco tiempo estarían sobre él, era bastante claro. Uno de ellos le estaba alcanzando rápidamente; su brazo retrocediendo hacia atrás, con la lanza en la mano, daba fe de cual era su propósito.

Y entonces, con el repentino asombro de un golpe inesperado, capté una vaga familiaridad con el porte y la forma de andar del fugitivo.

Simultáneamente me aplastó el sorprendente hecho de que el anciano era...¡Perry!

¡Y estaba a punto de morir ante mis ojos sin esperanza de que pudiera alcanzarle a tiempo de evitar la monstruosa catástrofe, porque para mí aquello era una verdadera catástrofe!

Perry era mi mejor amigo.

A Dian, claro está, la veía como algo más que una amiga. Era mi esposa, una parte de mí.

Había olvidado por completo que el rifle estaba en mi mano y los revólveres en el cinturón; uno no puede sincronizar rápidamente sus pensamientos con la edad de piedra y el siglo veinte simultáneamente.

Debido a los hábitos pasados, todavía pensaba en términos de la edad de piedra y en mis recuerdos de la edad de piedra no había lugar para las armas de fuego.

El sujeto estaba prácticamente encima de Perry cuando el tacto del arma en mi mano me despertó del letargo de terror en que me había sumido. Desde detrás de mi peñasco me eché a la cara el pesado rifle exprés, un poderoso ingenio de destrucción que podía abatir un oso de las cavernas o un mamut de un solo disparo, y apunté al amplio y peludo pecho del sagoth.

Ante el sonido del disparo se quedó completamente inmóvil. La lanza resbaló de su mano; después cayó de bruces sobre su cara.

El efecto sobre los otros fue poco menos que extraordinario. Perry posiblemente sólo podía conjeturar el significado de aquel estrepitoso estruendo, o explicar su conexión con el repentino colapso del sagoth. Los demás hombres gorila se habían quedado inmóviles durante un instante. Pero con renovados gritos de rabia saltaron hacia delante para acabar con Perry.

Al mismo tiempo salí de detrás de mi peñasco, desenfundando uno de mis revólveres ya que debía conservar la preciada munición del rifle exprés. Rápidamente hice fuego otra vez con esta otra arma.

Ahora sí que todos los ojos se dirigieron hacia mí. Otro sagoth sintió las balas de mi revolver; pero eso no detuvo a sus compañeros. Habían salido en busca de sangre y venganza y ahora querían conseguir ambas.

Mientras corría hacia Perry hice cuatro disparos más, abatiendo a tres de nuestros antagonistas. Entonces, por fin, los otros siete vacilaron. Les debió parecer demasiado aquella muerte rugiente que saltaba invisible hacia ellos desde una gran distancia.

Aprovechando su vacilación, llegué al lado de Perry. Nunca he visto en el rostro de un hombre una expresión tal como la que vi en el de Perry cuando me reconoció. No tengo palabras para describirla. No hubo tiempo para hablar, apenas para un saludo. Puse el revólver que estaba totalmente cargado en su mano, disparé mi último tiro y lo cargué de nuevo. Quedaban seis sagoths.

Avanzaron hacia nosotros una vez más, aunque pude apreciar que estaban aterrados probablemente tanto por el ruido de las armas como por sus efectos. Nunca nos alcanzaron. A medio camino, los tres que a estas alturas quedaban se dieron la vuelta y huyeron, y nosotros les dejamos ir.

Lo último que vimos de ellos es que desaparecieron en la espesa maleza del bosque. Entonces Perry se volvió y arrojó sus brazos sobre mi cuello y, ocultando su rostro en mis hombros, lloró como un niño.

Capítulo II
Viaje terrorífico

A
campamos al lado del apacible río. Allí Perry me contó todo lo que le había ocurrido desde mi marcha al mundo exterior.

Al parecer Hooja había sugerido que yo había dejado atrás intencionadamente a Dian, y que no tenía ninguna intención de regresar a Pellucidar. Les dijo que yo pertenecía a ese otro mundo y que estaba cansado de éste y de sus habitantes.

A Dian le explicó que ya tenía una compañera en el mundo al que había regresado, y que nunca había tenido la intención de llevar a Dian la Hermosa conmigo, que jamás me volvería a ver.

Poco después de esto Dian desapareció del campamento; Perry no la había vuelto a ver ni había tenido ninguna noticia de ella desde entonces.

No tenía ni idea del tiempo que había transcurrido desde que yo me había marchado, pero suponía que varios años habían arrastrado su lento caminar en el proceso.

Hooja también desapareció poco después de que lo hiciera Dian. Los saris bajo el mando de Ghak el Velludo, y los amozs bajo el de Dacor el Fuerte, el hermano de Dian, rompieron su pacto ante mi supuesta deserción, ya que Ghak no creía que yo les hubiera engañado de una forma tan traicionera y que les hubiera abandonado.

El resultado fue que aquellas dos poderosas tribus cayeron una sobre otra con las nuevas armas que Perry y yo les habíamos enseñado a fabricar y usar. Las demás tribus de la nueva Federación tomaron partido por cada uno de los principales contendientes o comenzaron pequeñas revoluciones por su cuenta.

La conclusión fue la total destrucción del trabajo que tan bien habíamos empezado.

Aprovechándose de las guerras tribales, los mahars reunieron a sus fuerzas sagoths y atacaron una tribu tras otra en rápida sucesión causando un terrible caos entre ellas y reduciendo a la mayoría a un estado de terror tan lastimoso como aquel del que las habíamos sacado.

De la antaño poderosa Federación tan solo los saris, los amozs y alguna que otra tribu más, continuaban manteniendo su desafío a los mahars; pero estas tribus también estaban divididas entre sí, y a Perry no le había parecido posible la última vez que había estado con ellas, que pudiera realizarse algún tipo de reunificación.

—Y de esta forma, su majestad —concluyó—, nuestro maravilloso sueño se ha desvanecido en el olvido de la edad de piedra y con él, el primer Imperio de Pellucidar.

Ambos sonreímos ante el uso de mi título real, pero sin embargo todavía era realmente "emperador de Pellucidar", y algún día reconstruiría lo que el vil acto de traición de Hooja había destruido.

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