Authors: Edgar Rice Burroughs
Pero primero encontraría a mi emperatriz. Para mí ella tenía más valor que cuarenta imperios.
—¿Tienes alguna pista del paradero de Dian? —pregunté.
—Ni una sola —contestó Perry—. Estaba buscándola cuando me metí en el hermoso lío en el que me encontraste y del que tú, David, me has salvado. Estaba completamente seguro de que tú no habrías desertado intencionadamente ni de Dian ni de Pellucidar. Sospechaba que, de algún modo, Hooja el Astuto estaba en el fondo de todo, así que decidí ir a Amoz, donde suponía que Dian acudiría a la protección de su hermano, y hacer lo posible para convencerla a ella —y a través suyo, a su hermano Dacor el Fuerte— de que todos habíamos sido víctimas de un traicionero complot del que tú no formabas parte.
—Tras un penoso y terrible viaje —continuó Perry— llegué por fin a Amoz, sólo para descubrir que Dian no estaba en el pueblo de su hermano y que ellos no sabían nada de su paradero. Estoy seguro que Dacor quería ser justo e imparcial, pero eran tan grandes su cólera y su pesar por la desaparición de su hermana que no podía atender a razones; sin embargo, repitió una y otra vez que sólo tu regreso a Pellucidar probaría la honradez de tus intenciones. Entonces vino un extranjero que procedía de otra tribu enviado por Hooja, estoy seguro. Volvió contra mí a los amozs y me vi obligado a huir del país para no ser asesinado.
—Al intentar regresar a Sari me perdí —continuó— y fue entonces cuando me descubrieron los sagoths. Durante algún tiempo los eludí, escondiéndome en cuevas y atravesando ríos para alejarlos de mi rastro. Viví de las nueces, frutos y raíces comestibles que el azar arrojaba a mi camino. Viajé de un lado al otro, aunque no sé en qué direcciones lo hice, hasta que, por fin, no pude eludirles durante más tiempo y el desenlace llegó tal y como durante tanto tiempo había anticipado que llegaría, excepto por el hecho de que no había previsto que tú estarías allí para salvarme.
Descansamos en el campamento hasta que Perry recuperó las fuerzas suficientes para volver a viajar. Hicimos muchos planes, reconstruyendo nuestros desmoronados castillos en el aire; pero por encima de todos ellos estaban los planes para encontrar a Dian.
Cuando Perry hubo descansado lo suficiente regresamos al Excavador donde se equipó de nuevo como un ser humano: ropa interior, calcetines, botas, camisa caqui, pantalones y unas buenas y sólidas polainas.
Al encontrarle iba vestido con unas toscas sandalias de sadok, una túnica fabricada con la áspera piel de un thag y una cuerda por cinturón. Ahora volvía a llevar ropas de verdad por primera vez desde que los hombres mono nos despojaron de nuestras vestimentas en aquel lejano día que había sido testigo de nuestra llegada a Pellucidar.
Con una bandolera de cartuchos cruzando su espalda, dos revólveres de seis tiros a su costado y un rifle en su mano era un Perry mucho más rejuvenecido.
Verdaderamente, en su conjunto, era una persona bastante diferente al vacilante anciano que había entrado conmigo al Excavador diez u once años antes, cuando aquel viaje de prueba nos arrojó a unas aventuras asombrosas y a un mundo extraño y hasta ahora no soñado.
Ahora era fuerte y activo. Sus músculos, casi atrofiados por la falta de uso en su vida anterior, se habían endurecido.
Por supuesto que todavía era un hombre mayor, pero en lugar de parecer diez años mayor de lo que en realidad era, como le ocurría cuando dejamos el mundo exterior, ahora aparentaba ser diez años menor. La vida libre y salvaje de Pellucidar había obrado maravillas en él.
Lo cierto es que si no lo hubiera hecho así hubiera muerto, porque un hombre de la anterior constitución física de Perry no habría sobrevivido mucho tiempo a los rigores y peligros de la vida primitiva del mundo interior.
Perry se interesó mucho en mi mapa y en el "observatorio real". Gracias a los podómetros habíamos rehecho nuestro camino hasta el Excavador con facilidad y seguridad.
Ahora que estábamos preparados para volver a ponernos en camino, decidimos seguir una ruta diferente con la esperanza de que nos pudiera llevar a un territorio más familiar.
No voy a cansaros con la repetición de las incontables aventuras ocurridas en nuestra larga búsqueda. Encuentros con bestias salvajes de gigantesco tamaño eran el acontecimiento de casi todos los días, pero con nuestros rifles mortíferos exprés corríamos pocos riesgos en comparación con los que anteriormente habíamos pasado en este mundo de pavorosos peligros, armados inadecuadamente con armas toscas y primitivas y casi totalmente desnudos.
Comimos y dormimos muchas veces, tantas que perdimos la cuenta; por tanto no sé bien cuánto vagabundeamos, aunque nuestro mapa seguía mostrando las distancias y direcciones de una forma bastante aproximada. Debíamos haber cubierto muchísimas millas cuadradas de territorio y aun no habíamos visto ningún paraje que nos fuera familiar, cuando desde las alturas de la cadena de montañas que estábamos atravesando divisé en la distancia grandes masas de ondulantes nubes.
Las nubes son parcialmente desconocidas en los cielos de Pellucidar. En el momento en que mis ojos se posaron en ellas mi corazón dio un vuelco. Agarré a Perry del brazo y, señalando hacia la distancia sin horizonte, grité:
—¡Las Montañas de las Nubes!
—Están muy cerca de Phutra y del país de nuestros peores enemigos, los mahars —objetó Perry.
—Lo sé —contesté—, pero al menos nos dan un punto de referencia desde el que podemos continuar nuestra búsqueda más racionalmente. Al menos es un territorio familiar. Nos dicen que estamos en la ruta correcta y que no vagabundeamos en la dirección equivocada. Además, cerca de las Montañas de las Nubes habita un buen amigo, Ja el mezop. No lo conoces, pero sabes todo lo que hizo por mí y todo lo que de buena gana haría por ayudarme. Al menos nos guiaría en la dirección correcta hacia Sari.
—Las Montañas de las Nubes constituyen una cordillera enorme —replicó Perry—. Deben abarcar un territorio muy extenso. ¿Cómo vas a hacer para encontrar a tu amigo en la inmensa región que se divisa desde sus escarpados flancos?
—Fácilmente —le respondí—; Ja me dio instrucciones precisas. Prácticamente recuerdo sus mismas palabras: "Simplemente tienes que llegar hasta el pie del pico más elevado de las Montañas de las Nubes, allí encontrarás un río que desemboca en el Lural Az. Directamente frente a la desembocadura del río verás tres grandes islas en la distancia, tan lejanas que casi no es posible discernirlas; la que está situada a la izquierda es Anoroc, donde yo reino donde la tribu de Anoroc."
Y así nos apresuramos hacia la gran masa de nubes que iba a ser nuestra guía durante varias y fatigosas marchas. Por fin llegamos cerca de sus elevados riscos, alpinos en su belleza.
Destacando majestuosamente entre sus insignes compañeros, un magnífico pico levantaba su gigantesca cabeza miles de pies por encima de los demás. Era el que buscábamos; pero a sus pies ningún río discurría hacia ningún mar.
—Debe de verse desde el lado opuesto —sugirió Perry, echando una triste mirada de reojo a las prohibitivas cumbres que impedían nuestro avance más allá—. No podremos aguantar el frío ártico que despiden los elevados desfiladeros y rodear esta interminable cordillera requeriría un año o más. La tierra que buscamos debe encontrarse al otro lado de las montañas.
—Entonces las cruzaremos —insistí.
Perry se encogió de hombros.
—No podemos, David —repitió—. Vamos vestidos para los trópicos. Nos congelaríamos hasta morir entre las nieves y los glaciares mucho antes de que pudiéramos descubrir un paso al lado opuesto.
—Tenemos que cruzarlas y las cruzaremos —reiteré.
Tenía un plan, y aquel plan lo llevaríamos a cabo aunque nos llevase algún tiempo.
Primero hicimos un campamento permanente un poco más arriba de las laderas, aprovechando que allí había agua potable. Luego salimos en busca del gran y peludo oso de las cavernas que habita en las más elevadas alturas.
Es un animal poderoso, un animal terrible. Es un poco más pequeño que su primo de las colinas más bajas, pero lo compensa con lo enorme de su ferocidad y la longitud y espesor de su peluda piel que era lo que buscábamos.
Dimos con él bastante inesperadamente. Yo avanzaba con dificultad a lo largo de un rocoso sendero desgastado durante incontables eras por las acolchadas patas de las bestias salvajes. En un saliente de la montaña, alrededor del cual corría el sendero, me encontré cara a cara con el titán.
Yo subía por un abrigo de piel. Él bajaba para desayunar. Cada uno nos dimos cuenta que allí se encontraba lo que buscábamos.
Con un enorme rugido la bestia cargó contra mí. A mi derecha el peñasco se elevaba miles de pies en línea recta; a mi izquierda descendía un abismal y oscuro cañón; enfrente estaba el oso y a mi espalda Perry.
Grité para advertirle y después alcé mi rifle y disparé al amplio pecho de la criatura. No había tiempo para apuntar; la cosa estaba prácticamente encima de mí.
Que mi bala hizo su efecto fue evidente por el aullido de rabia y dolor que brotó de las espumeantes quijadas. Sin embargo, no lo detuvo.
Cuando estaba sobre mí, volví a disparar. Caí debajo de su enloquecida tonelada de carne, garras, nervios y huesos.
Pensé que había llegado mi hora. Recuerdo que pedí perdón al pobre Perry por dejarle solo en aquel mundo inhóspito y salvaje.
Y entonces me di cuenta de repente de que el oso había desaparecido y yo estaba ileso. Me levanté de un salto, con el rifle todavía agarrado en mi mano, y miré alrededor buscando a mi antagonista.
Pensé que lo encontraría más allá, bajando el sendero, probablemente acabando con Perry, y salté en la dirección en que suponía que estaba, para encontrarme con Perry encaramado a una roca saliente varios pies por encima del sendero. Mi grito de advertencia le habría dado tiempo suficiente para alcanzar aquel punto de seguridad.
Estaba agachado, con los ojos y la boca muy abiertos; un verdadero retrato del terror más abyecto y de la consternación.
—¿Dónde está? —gritó al verme— ¿Dónde está?
—¿No ha pasado por aquí? —pregunté.
—Por aquí no ha pasado nada —contestó el anciano—. Pero oí sus rugidos. Debía ser tan grande como un elefante.
—Lo era —admití—. ¿Pero en dónde demonios se ha metido?
Entonces me vino a la mente una posible explicación. Regresé al punto en que el oso me había tirado al suelo y miré por el borde del peñasco hacia el abismo de abajo.
Lejos, muy abajo, vi una pequeña mancha marrón cerca del fondo del cañón. Era el oso.
Mi segundo disparo debió matarlo y, entonces, su cuerpo ya muerto después de arrojarme al sendero, se había tambaleado hasta el abismo. Me estremecí al pensar lo cerca que yo también había estado de caer con él.
Nos llevó un largo rato llegar hasta el cuerpo y fue una ardua tarea el desprender la gran piel. Pero al fin se consiguió el objetivo y regresamos al campamento arrastrando el pesado trofeo detrás nuestro.
Dedicamos otro considerable periodo de tiempo a limpiarlo y curtirlo. Tras hacer eso, nos fabricamos unas pesadas botas, pantalones y abrigos de gruesa piel, con el pelo vuelto hacia dentro. Con lo que sobró nos hicimos unos gorros que nos cubrían hasta las orejas con unas faldillas que también nos resguardaban los hombros y el pecho.
Ahora ya estábamos convenientemente equipados para la búsqueda de un paso al otro lado de las Montañas de las Nubes.
Lo primero que hicimos fue trasladar nuestro campamento hasta el mismo borde de las eternas nieves que cubrían la elevada cordillera. Allí construimos una pequeña y abrigada choza, a la que aprovisionamos y pertrechamos con una diminuta chimenea para que hiciera de calefacción.
Con nuestra choza como base trabajamos denodadamente en busca de un paso que atravesase la cordillera.
Cada uno de nuestros movimientos era cuidadosamente anotado en nuestros mapas, que ahora teníamos por duplicado. De esta forma evitábamos tediosas e innecesarias repeticiones de rutas que ya habíamos explorado.
Sistemáticamente ascendíamos desde nuestra base en dos direcciones y cuando por fin descubríamos lo que parecía ser un paso accesible trasladábamos nuestras pertenencias a una nueva choza, cada vez a mayor altura.
Era un trabajo duro, amargo, cruel, congelador. No avanzamos ni un paso sin que el siniestro segador persiguiese silenciosamente nuestro rastro.
Allí habitaban grandes osos de las cavernas y sombríos y famélicos lobos, criaturas espantosas del doble del tamaño de nuestros lobos de los bosques canadienses. Más arriba fuimos atacados por enormes osos blancos, hambrientos y diabólicos compañeros que llegaban rugiendo desde la cima de los ásperos glaciares al primer indicio de nuestra presencia, o siguiendo sigilosamente nuestro olor cuando todavía no nos habían visto.
Una de las peculiaridades de la vida en Pellucidar es que el hombre es más a menudo el cazado que el cazador. Son millares los monstruosos e intimidadores carnívoros de este mundo primitivo. Nunca, desde que nacen hasta que mueren, están aquellos enormes estómagos suficientemente saciados; por eso sus poderosos dueños están siempre rondando en busca de comida.
Terriblemente armados para la batalla como están, los hombres en su estado más primario se les presentan como una presa fácil, lento de zancada, insignificante de fuerza y pobremente equipado por la naturaleza con armas de defensa naturales.
Los osos nos veían como comida fácil. Solo nuestros pesados rifles nos salvaron de una muerte prematura. El pobre Perry nunca tuvo un corazón de león, y estoy convencido de que los terrores de ese horrible periodo le debieron causar una intensa angustia mental.
Mientras proseguíamos nuestra ruta más y más allá, hacia la distante grieta que suponíamos marcaba un camino accesible a través de la cordillera, nunca sabíamos en que momento algún poderoso ingenio de destrucción, armado con garras y colmillos podía embestirnos por la espalda o acecharnos al otro lado de una helada loma o de un prominente saliente de los escarpados acantilados.
El rugido de nuestros rifles constantemente alteraba el ancestral silencio de aquel mundo de maravillosos cañones nunca antes vislumbrados por el ojo del hombre. Incluso cuando nos tendíamos a dormir en la relativa seguridad de nuestra choza las grandes bestias rugían y peleaban al otro lado de nuestras paredes, arañando y batiendo la puerta o arrojando temerariamente sus colosales figuras contra las paredes de la choza haciendo que éstas temblasen y se balanceasen por el impacto.