Pequeño hombre ¿y ahora qué? (12 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Sus dos compañeros bailan excitados a su alrededor.

—¡Vaya por Dios! ¡Pero, hombre, te han zurrado la badana!

—¡Ernst, Ernst, no aprenderás nunca!

Lauterbach se sienta muy rígido y con sumo cuidado.

—Lo que está a la vista no es nada. Tendríais que verme la espalda.

—Pero, hombre, ¿cómo es posible…?

—Yo soy así. Hoy habría podido quedarme tranquilamente en casa, pero he pensado en vosotros, en lo mucho que hay por hacer.

—Y en que hoy es día de despido —advierte Pinneberg.

—Y al que no está, le muerden los perros.

—¡Eso no lo consiento! Que hemos empeñado nuestra palabra de honor…

Entra Emil Kleinholz.

Por desgracia, esa mañana Kleinholz está sobrio, tan sobrio que el olor a aguardiente y cerveza de Schulz llega hasta la puerta. Y comienza diciendo:

—Vaya, vaya, ¿otra vez ociosos, señores? Me encanta que hoy sea día de despido, pienso echar a uno de ustedes —sonríe sarcástico—. ¿El trabajo escasea, eh?

Mira a los tres con aire triunfal, ellos se retiran, cortados, a sus puestos. Kleinholz los acomete por detrás:

—Nooo, mi querido Schulz, eso le vendría al pelo, dormir la mona en la oficina a costa de mi dinero. Tuvo un entierro familiar húmedo, ¿eh? ¿Sabe? —reflexiona y de pronto se le ocurre una idea—. ¿Sabe?, puede gatear hasta el remolque del camión y viajar al molino. Y maneje bien el freno, que el camino discurre pero que muy cuesta arriba y cuesta abajo. Avisaré al chófer para que lo vigile un poco y le sacuda una bofetada si se le olvida frenar. —Kleinholz se ríe de su propio chiste. Porque lo de la bofetada por supuesto no va en serio, aunque sí que vaya en serio.

Schulz pretende salir.

—Pero ¿qué quiere hacer sin papeles? Pinneberg, prepárele a Schulz las notas de los pedidos, hoy el hombre es incapaz de escribir, le tiemblan los dedos.

Pinneberg empieza a garabatear, contento de tener qué hacer.

Después entrega los papeles a Schulz.

—Toma. Schulz.

—Un momento, señor Schulz —interviene Emil—. No puede estar de vuelta a las doce y, según nuestro contrato, tengo que despedirlo antes de esa hora. ¿Sabe?, todavía no sé a cuál de ustedes tres despediré, tengo que pensarlo… Así que lo despediré por si las moscas, de modo que durante el trayecto tendrá en qué cavilar, y si entonces acierta a frenar como es debido, casi creeré que se le ha pasado la borrachera, Schulz.

El aludido, de pie, mueve los labios en silencio. Como ya se ha apuntado, tiene el rostro amarillo y arrugado, y esa mañana no parece muy saludable, convertido en un miserable guiñapo grisáceo…

—¡Largo! —le espeta Kleinholz—. Y preséntese ante mí a su regreso. Entonces le diré si dejo sin efecto el despido o no.

Así que Schulz se larga. La puerta se cierra y Pinneberg aparta despacio el secante con una mano temblorosa en la que brilla el anillo de matrimonio. ¿Me tocará ahora a mí o a Lauterbach?

Pero se percata enseguida: a Lauterbach. Con Lauterbach Kleinholz emplea un tono completamente distinto: Lauterbach es estúpido, pero fuerte, y cuando lo irritas demasiado, simplemente golpea. A Lauterbach no se le pueden apretar tanto las tuercas, con él hay que actuar de otra manera. Pero Emil sabe cómo.

—Ahora que lo miro, señor Lauterbach, está usted hecho una verdadera pena. Ojo morado, la nariz hecha papilla, con la boca apenas puede hablar y un brazo… Va a ser un trabajo muy valioso el que desempeñe usted en mi casa. El salario lo querrá cuando menos íntegro, ahí no permitirá objeciones.

—Mi trabajo es satisfactorio —argumenta Lauterbach.

—Calma, señor Lauterbach, calma. La política está muy bien, ¿sabe usted?, y el nacionalsocialismo quizá sea muy bueno, ya lo veremos después de las próximas elecciones y nos atendremos al resultado, pero que yo tenga que correr con los gastos…

—Yo trabajo —se defiende Lauterbach.

—Bien —contesta Emil con voz suave—. Ya lo veremos. No creo que hoy trabaje usted, el trabajo que tengo… Usted es un enfermo.

—Yo trabajo… todo —replica Lauterbach.

—Si usted lo dice, señor Lauterbach. Pero no acabo de creérmelo. Porque la Brommen me ha dejado en la estacada, tenemos que moler la cebada de otoño y había pensado, me proponía pedirle que descargase los sacos en la tolva.

Esto es una consumada maldad, incluso para Emil. Por dos razones: primera, porque descargar los sacos no es precisamente el trabajo de un oficinista y, segunda, porque requiere un par de brazos muy vigorosos y sanos.

—¿Lo ve? —dice Kleinholz—. Me lo imaginaba, está usted inválido. Váyase a casa, señor Lauterbach, pero durante estos días no le pagaré el salario. Lo suyo no es una enfermedad.

—Yo trabajo —repite Lauterbach, tozudo y rabioso—. Me encargaré de los sacos en el molino. No tema, señor Kleinholz.

—De acuerdo, entonces subiré a verlo a las doce, Lauterbach, y le comunicaré lo del despido.

Lauterbach gruñe algo incomprensible y se marcha.

Se han quedado los dos solos. Ahora me toca a mí, piensa Pinneberg. Pero, para su sorpresa, Kleinholz dice muy amable:

—Menudos sujetos sus compañeros, un montón de basura y un montón de estiércol, tanto el uno como el otro, no hay diferencia.

Pinneberg guarda silencio.

—Qué aspecto tan emperifollado tiene usted hoy. No podré encargarle ningún trabajo sucio, ¿verdad? Prepare el extracto de la cuenta de la administración de la granja Hönow para el treinta y uno de agosto. Y preste atención sobre todo a las entregas de paja. Se suministró paja de avena en lugar de la de centeno y han interpuesto una reclamación por el vagón.

—Lo sé, señor Kleinholz —contesta Pinneberg—. Era el vagón que fue a la cuadra de caballos de carreras de Karlshorst.

—¡Hay que ver cómo es usted! —exclama Emil—. Es un hombre cabal, señor Pinneberg. ¡Ojalá todos fueran como usted! En fin, hágalo así. Buenos días.

Y sale.

¡Ay, Corderita!, piensa Pinneberg regocijándose en su interior. ¡Ay, Corderita mía, estamos seguros, ya no debemos temer por el empleo ni por el crío!

Se levanta y trae la carpeta con los dictámenes periciales, pues el vagón de paja fue tasado en su día por un perito.

Así pues, ¿cuál era el saldo a treinta y uno de marzo? Deudor. Tres mil setecientos sesenta y cinco marcos con cincuenta y cinco céntimos. En consecuencia…

Levanta la vista como fulminado por el rayo. Y yo, imbécil de mí, acordé con los demás, bajo palabra de honor, que nos despediríamos si uno de nosotros era despedido. ¡Yo mismo maquiné ese plan, idiota de mí, acémila! Ni se me pasa por la imaginación… ¡Ese nos echará a los tres!

Se levanta de un salto, corretea de un lado a otro.

Es la hora de Pinneberg, la hora específica en la que lucha con su ángel.

Cree que en Ducherow no conseguirá otro empleo. Y dada la coyuntura actual, tampoco en el vasto mundo. Piensa que antes de entrar en Bergmann estuvo un trimestre sin trabajo y en lo terrible que fue eso ya entonces, solo, y ahora ¡siendo dos y esperando un tercero! Piensa en sus compañeros a los que en el fondo no traga, en que ambos pueden soportar el despido mejor que él. Piensa en que ni siquiera es seguro que mantengan su palabra si el despedido es él. Piensa en que si se despide y Kleinholz le deja marchar, durante una larga temporada no tendrá derecho al subsidio de desempleo, en castigo por haber renunciado a un trabajo. Piensa en Corderita, en Bergmann, el viejo judío de la tienda de tejidos, en Marie Kleinholz y de repente en su madre. Después piensa en una lámina de
El divino milagro de la maternidad
, que representa a un embrión en el tercer mes; así será ahora el crío, un topo desnudo, horrible de imaginar. Piensa en eso largo rato.

Camina de acá para allá, nota un calor espantoso.

¿Qué voy a hacer ahora…? No puedo… ¡Y los otros seguro que no lo harían! ¿Entonces…? Pero no quiero comportarme como un miserable, no quiero tener que avergonzarme de mí mismo… ¡Ojalá estuviera aquí Corderita para preguntarle su opinión! Corderita es muy recta, sabe de sobra las responsabilidades que uno debe asumir ante sí mismo para no sentir remordimientos de conciencia…

Se abalanza hacia la ventana de la oficina, mira hacia la plaza mayor. ¡Ojalá pasara por delante! ¡Ahora! Según le informó, tiene que salir hoy temprano a comprar carne. ¡Querida Corderita! ¡Corderita buena! ¡Te lo ruego, pasa ahora!

Se abre la puerta y entra Marie Kleinholz. Un viejo privilegio de las mujeres de la familia Kleinholz es que el lunes por la mañana, cuando nadie acude a la oficina, coloquen la colada sobre la mesa grande de la oficina. Y además estas damas tienen derecho a exigir a los empleados que despejen esa mesa con antelación. Pero ese día, con tanta agitación, no lo han hecho.

—¡La mesa! —exclama Marie Kleinholz con dureza.

Pinneberg salta.

—¡Un instante nada más! Le pido disculpas, estará lista enseguida.

Arroja muestras de grano en anaqueles, apila clasificadores sobre la repisa de la ventana, durante un momento no sabe dónde colocar el aparato de comprobar el peso.

—No se apresure, hombre —dice Marie, con ganas de pelea—. Yo estoy aquí con mi ropa.

—Un momento —dice Pinneberg con mucha suavidad.

—Un momento… un momento… —refunfuña ella—. Eso habría que haberlo hecho hace mucho rato. Pero eso sí, asomarse a la ventana a ver a las putillas…

Pinneberg prefiere no contestar. Marie deposita con brío su montón de ropa encima de la mesa despejada.

—¡Esto es una porquería! Recién limpia y vuelve a estar sucia. ¿Dónde guarda usted el trapo del polvo?

—No lo sé —contesta Pinneberg bastante enfurruñado, fingiendo que busca.

—Todos los sábados por la tarde cuelgo una gamuza limpia, pero los lunes ha desaparecido. Tiene que haber alguien que robe los trapos del polvo.

—Eso no lo tolero —replica Pinneberg, irritado.

—¿Qué es lo que no tolera? Usted no tolera nada de nada. ¿Acaso lo he acusado de robar los trapos del polvo? He dicho «alguien». No creo que semejantes chicas toquen los trapos del polvo, es un trabajo demasiado vulgar para ese tipo de chicas.

—Oiga usted, señorita Kleinholz —comienza Pinneberg, pero recapacita—. ¡Bah! —añade antes de sentarse en su puesto a trabajar.

—Sí, es mejor que se calle. Mira que andar besuqueándose con una así en una calle pública…

Espera un momento a ver si su dardo ha dado en el blanco. Después añade:

—Yo al menos solo vi el besuqueo, si hubo algo más… Tan solo hablo de lo que puedo dar fe…

Enmudece de nuevo. A Pinneberg le cuesta pensar: calma. No trae mucha ropa. Después tendrá que desaparecer…

Marie retoma el hilo de su cháchara:

—Tenía un aspecto de lo más ordinario esa persona. Tan emperifollada. —Pausa—. Dice papá que la ha visto en el local Las Palmeras, donde era camarera. —Nueva pausa—. Bueno, a algunos hombres les gusta lo ordinario, eso les excita, afirma papá. —Nueva pausa—. Me da usted pena, señor Pinneberg.

—Y usted a mí también —contesta Pinneberg.

Pausa muy larga. Marie se siente un tanto desconcertada. Al final:

—Si va a ponerse impertinente conmigo, señor Pinneberg, se lo contaré a mi padre. Le despedirá en el acto.

—¿Cómo que impertinente? —pregunta Pinneberg—. He dicho exactamente lo mismo que usted.

Se hace el silencio, un silencio que parece definitivo. De vez en cuando matraquea el aparato para rociar la ropa cuando lo sacude Marie Kleinholz o la regla de acero golpea contra el tintero.

Marie suelta un repentino grito y se precipita hacia la ventana con aire triunfal.

—¡Por ahí va! ¡Por ahí va ese putón! ¡Dios, qué pintarrajeada va! ¡Es para estremecerse de asco!

Pinneberg se levanta y mira hacia el exterior. La que camina por ahí fuera es Emma Pinneberg, Corderita, con la bolsa de red de la compra, lo más maravilloso que existe para él en el mundo. Y todo lo que ha dicho esta de «pintarrajeada» es mentira, bien lo sabe él.

Sigue a Corderita con la vista hasta que dobla la esquina y desaparece en la Bahnhofstrasse. Se gira y se dirige a la señorita Kleinholz. Su rostro tiene un aspecto muy antipático, está muy pálido, la frente surcada de arrugas, pero su mirada está en realidad muy animada.

—Escuche, señorita Kleinholz —dice él antes de hundir las manos en los bolsillos como medida de precaución. Traga saliva y repite—: Escuche, señorita Kleinholz, como vuelva a decir algo así, le pegaré un par de tortas en esos morros de bruja.

Ella intenta decir algo, sus labios finos se contraen, su cabecita de pájaro da una sacudida hacia él.

—¡Cierre el pico! —replica Pinneberg con tono grosero—. ¡¡¡¡Esa es mi mujer!!!!, ¿lo entiende? —Y ahora sí que saca la mano del bolsillo y coloca el brillante anillo de matrimonio delante de sus narices—. ¡Y dese usted con un canto en los dientes si consigue convertirse en una mujer la mitad de decente que ella!

Y tras estas palabras, Pinneberg da media vuelta, ha dicho todo lo que tenía que decir, y siente un maravilloso alivio… ¿Consecuencias? ¿Qué consecuencias? ¡Que se vayan al infierno todos ellos! Así que Pinneberg da media vuelta y se sienta en su puesto.

Durante un buen rato reina el silencio, él la mira de reojo, la mujer ni siquiera lo mira, mueve hacía la ventana su pobre cabecita de finos cabellos color ceniza, pero la otra se ha ido. Ha dejado de verla.

Entonces se sienta en una silla y, apoyando la cabeza en el borde de la mesa, empieza a llorar y sus sollozos son tan desgarradores que te parten el corazón.

—Dios mío —murmura Pinneberg, avergonzado de su brutalidad, aunque muy poco—, tampoco lo he dicho con tan mala intención, señorita Kleinholz.

Pero ella llora mucho rato, seguramente su llanto en cierto sentido la reconforta, y entre medias balbucea que ella no tiene la culpa de ser así, que siempre lo había considerado un tipo muy formal, muy diferente a sus compañeros, y que si está casado y bien casado pues muy bien, ah, ya, solo por lo civil, y que no contará una palabra a su padre, que no se asuste, y que si «su señora» es de aquí, no lo parece, y que sus palabras solo pretendían enfadarlo, porque es muy guapa.

Y continúa, y seguramente habría seguido así un buen rato si fuera no hubiera resonado la dura voz de la señora Kleinholz:

—¿Dónde demonios te has metido con la ropa, Marie? ¡Que tenemos que calandrarla!

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