Pequeño hombre ¿y ahora qué? (31 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—¡Buenos días, chico!

Ya se ha ido. Buenos días, chico; en fin, al menos Corderita sigue siendo la de siempre, por asquerosa que sea la vida, ella resplandece, saluda con la mano: buenos días, chico. Seguro que no se siente muy bien, hace dos días se desmayó al levantarse.

Allí está él, esperando. Ahora los hombres que esperan han aumentado, todo va bien, faltaría más, no ha sido perjudicado, qué tontos, hacer esperar tanto tiempo a sus taxis, a Pinneberg le daría pena tirar así el dinero.

Los padres conversan.

—Si, ahora es bueno tener en casa a mi suegra. Le hará todo el trabajo a mi mujer —dice uno.

—Nosotros tenemos criada. La mujer no puede hacerlo todo, con un niño tan pequeño y recién parida.

—Permítame —interviene vehemente un señor gordo con gafas—, para una mujer sana un parto no es nada, es bueno para ella. Yo le he dicho a mi mujer, por supuesto que puedo pagarte una ayuda, pero eso te hará flojear. Cuanto más quehacer tengas, antes te recuperarás.

—No sé, no sé… —comenta otro, vacilante.

—Pero claro que sí —afirma el de las gafas—. He oído decir que en el campo dan a luz y a la mañana siguiente salen a recolectar el heno. Todo lo demás es debilidad. Yo estoy muy en contra de estas maternidades. Mi mujer lleva aquí nueve días y el médico se negaba a dejarla marchar. Perdone, doctor, le dije, esta es mi mujer y yo decido por ella. ¿Qué cree usted que hacían con sus mujeres mis antepasados, los germanos? Bueno, se puso colorado como un tomate, huelga decir que sus antepasados no fueron germanos.

—¿Ha sido complicado el parto de su mujer?

—¿Complicado? Amigo mío, le digo que los médicos estuvieron cinco horas con ella, y a las dos de la mañana tuvieron que ir a buscar al catedrático.

—Mi mujer está taaaan desgarrada. ¡Diecisiete puntos!

—Mi mujer también es muy estrecha. A pesar de ser el terceto, sigue siendo estrecha. En fin, también tiene sus ventajas.

Pero los médicos han dicho: «Esta vez, señora, ha ido bien por los pelos, pero la próxima… ».

—Oiga, ¿y a usted también le han entregado tantos impresos por el nacimiento? —pregunta uno.

—Sí, un horror, un verdadero fastidio. Prospectos de cochecitos infantiles, de papillas, de cerveza de malta.

—Sí, a mí me han dado hasta un vale por tres botellas de cerveza de malta.

—Dicen que eso es buenísimo para la mujer, que aumenta la leche.

—Pues yo no le daría cerveza de malta a mi mujer. Es alcohol.

—¿Cómo que alcohol? ¡La cerveza de malta no es alcohol!

—Claro que sí.

—Perdone, pero ¿ha leído las especificaciones del prospecto?

—¿Las especificaciones? ¡Bah! ¿Quién hace caso de esas cosas? Mi mujer no tomará cerveza de malta.

—Pues yo recogeré mis tres botellas y si mi mujer no quiere, me las beberé yo. Te ahorras una jarra.

Llegan las mujeres.

Se abre una puerta aquí y otra allí, llegan ellas, con paquetes blancos y alargados en brazos, tres, cinco, siete mujeres, todas con el mismo paquete y la misma sonrisa blanda e indecisa en los pálidos semblantes.

Los hombres guardan silencio.

Aguardan a sus mujeres. Sus expresiones, tan seguras hace un momento, se tornan inseguras, dan un pasito y se paran. Ahora ya no se conocen. Solo miran a sus mujeres, al paquete alargado que transportan en sus brazos. Todas se sienten muy confundidas. De pronto los hombres se preocupan de sus esposas con voces ruidosas y vociferantes.

—Buenos días. No, déjame a mí. ¡Estás espléndida! ¡Repuesta de verdad! ¿Crees que no sabría cogerlo? Bueno, lo que tú digas. Pero la maleta sí. ¿Dónde está la maleta? ¿Por qué pesa tan poco? Ah, sí, claro, lo llevas todo puesto. ¿Qué tal caminas? Un poco insegura, ¿verdad? Tengo un taxi fuera. Ya lo conseguiremos. Se quedará boquiabierto el pequeñín cuando viaje en coche, es una experiencia nueva para él. ¿Que no se dará cuenta de nada? Ni hablar. Si ahora se habla muchísimo de los recuerdos de infancia reprimidos, de los primerísimos tiempos, a lo mejor sí que le gusta…

Mientras tanto Pinneberg, al lado de su Corderita, exclama:

—¡Estás aquí otra vez! ¡Conmigo!

—Mi chico, ¿te alegras? —pregunta ella—. ¿Han sido malos estos once días? Ahora ya ha pasado todo. Ay, cuánto me alegro de nuestro pequeño hogar.

—Todo está listo, en orden —responde radiante—. Ya lo verás. ¿Quieres ir andando o busco un taxi?

—¡Ni soñarlo! Un taxi, ¿para qué? Me apetece pasear al aire libre. Además tenemos tiempo, hoy libras, ¿no?

—Sí, me han dado permiso.

—Pues entonces caminemos muy despacito. Dame el brazo.

Pinneberg obedece y salen a la placita situada delante de la Maternidad, donde ya petardean los motores de los coches. Despacito recorren el camino hasta la puerta de entrada, los automóviles pasan raudos a su lado, mientras ellos caminan pasito a pasito. No importa, piensa Pinneberg, os he oído hablar, ya me he enterado, no importa que no tengamos dinero.

Después pasan junto al portero, que ni siquiera tiene tiempo de decirles adiós, pues han llegado un hombre joven y una mujer. El vientre de ella delata sus pretensiones.

—Vayan primero a admisión, por favor —oyen decir al portero.

—Unos van —dice Pinneberg, soñador— y otros vienen.

Le resulta raro que allí continúe siempre la misma rutina, que acudan sin cesar padres y esperen, y llamen por teléfono y se asusten, y recojan a su mujer cada día, cada hora, rarísimo. Después, bajando la vista hacia Corderita, dice:

—Pero cuánto has adelgazado, pareces un abeto.

—Gracias a Dios —responde ella—, gracias a Dios. No te puedes imaginar siquiera lo que ocurre cuando desaparece la barriga.

—Sí, imaginármelo sí —contesta muy serio.

Salen de la entrada para sumergirse en el sol y en la brisa de marzo. Durante un instante, Corderita se detiene, contempla el cielo, por el que se deslizan con premura blancas nubes algodonosas, el verdor del Kleiner Tiergarten, el tráfico de la calle. Se detiene unos instantes.

—¿Qué te pasa, Corderita? —pregunta el chico.

—¿Sabes…? —empieza a decir ella, interrumpiéndose—. Bah, no es nada.

Pero su esposo insiste.

—Cuéntamelo, sea lo que sea.

—Bah, es una tontería. Es porque vuelvo a estar fuera, ¿sabes? Ahí dentro no tenías que ocuparte de nada. Y ahora todo depende de nosotros. —Y tras unos instantes de vacilación, añade—: Todavía somos muy jóvenes. Y no tenemos a nadie.

—Nos tenemos el uno al otro. Y al niño —responde Pinneberg.

—Ya, ya. Pero ¿lo entiendes, verdad…?

—Sí, claro que lo entiendo. Y a mí también me preocupa. En Mandel las cosas tampoco son nada fáciles. Pero todo irá bien.

—Doy por sentado que sí.

Y después, cogidos del brazo, caminan por la calzada y cruzan el Kleiner Tiergarten despacio.

—¿Me dejas un ratito al niño? —pregunta el marido.

—No, no, puedo llevarlo bien. ¿Qué te figuras?

—Pero si no me importa, déjame que lo lleve yo.

—No, no; si quieres, nos sentamos un ratito en un banco.

Lo hacen y después siguen caminando despacio.

—No se mueve nada —se extraña él.

—Estará durmiendo. Acaba de mamar hace un momento, justo antes de que nos fuéramos.

—¿Y cuándo tendrás que darle de nuevo el pecho?

—Cada cuatro horas.

Llegan al almacén de muebles del maestro Puttbreese, que contempla la llegada de la familia de tres miembros.

—¿Qué, todo bien, joven señora? —pregunta, guiñándole el ojo—. ¿Cómo ha ido la cosa? ¿Ha pellizcado mucho la cigüeña?

—Bueno, no ha ido mal. Muchas gracias, maestro —Corderita ríe.

—Y ahora ¿cómo lo vamos a hacer? —pregunta el maestro señalando con la cabeza la estrecha escalera—. ¿Cómo vamos a subir ahí arriba con el pequeño? Porque es un niño, ¿verdad?

—Naturalmente, maestro.

—Entonces, ¿cómo vamos a subir ahí arriba?

—Ya nos las arreglaremos —responde Corderita mientras alza los ojos con cierta indecisión hacia la escalera—. Me estoy recuperando muy deprisa.

—¿Sabe, joven señora? Agárrese a mi cuello y la subiré a cuestas. Déjele el niño a su marido, que seguro que lo subirá sano y salvo.

—Desde luego, lo cierto es que es completamente imposible… —comienza a decir Pinneberg.

—¿Qué significa imposible? —pregunta el maestro—. ¿Se refiere a la vivienda? ¿Dispone usted de una mejor? ¿Puede pagarla? Por mí, joven, puede mudarse cuando se le antoje.

—No pretendía decir eso —precisa Pinneberg, apabullado—. Pero tendrá que admitir que es un poco difícil.

—Si llama usted difícil a que su mujer me agarre por el cuello, entonces lo es. Y tendrá usted razón —precisa Puttbreese, irritado.

—¡Vamos, maestro —lo anima Corderita—, en marcha!

Y antes de que Pinneberg pueda darse cuenta tiene el paquete largo y firme entre los brazos, y Corderita rodea con los suyos el cuello del viejo y borracho Puttbreese, que, agarrándola con suavidad por las nalgas, le advierte:

—Si le aprieto, dígamelo y la soltaré en el acto, joven.

—Seguro, hombre, en medio de la escalera. —Corderita ríe.

Y Pinneberg, agarrándose penosamente con una mano, el paquete en el brazo, trepa tras ellos peldaño a peldaño.

Están solos en su cuarto, Puttbreese ha desaparecido, lo oyen martillear en su almacén, pero se han quedado solos, la puerta está cerrada.

Pinneberg mantiene el paquete en la mano, el paquete cálido, inmóvil. La habitación es luminosa, unas manchas de sol salpican el suelo encerado.

Con un rápido movimiento Corderita se ha despojado de su abrigo, que yace sobre la cama. Con paso muy ligero y sigiloso, va de un lado a otro, mientras su marido la sigue con la mirada.

La joven va de acá para allá, agarra deprisa y con suavidad un marco y lo endereza un poco. Da un golpe al sillón. Acaricia la cama con la mano. Se acerca a las dos primaveras de la ventana, se inclina sobre ellas un instante, muy lentamente. Luego camina hasta el armario, abre la puerta, mira dentro, vuelve a cerrarla. En la pila abre el grifo, deja correr el agua unos instantes y lo cierra de nuevo.

De pronto su brazo rodea el cuello de su marido.

—Estoy contenta —susurra—. Muy contenta.

—Yo también —confiesa él.

Y se quedan así un momentito, muy callados, ella con el brazo alrededor de su nuca, él sosteniendo al niño. Miran por las ventanas de las que ya se va apoderando la sombra verde de las copas de los árboles.

—Qué bonito es esto —dice Corderita.

—Qué bonito es esto —repite él.

—¿Todavía sostienes al niño? —pregunta—. Déjalo encima de mi cama. Enseguida le prepararé la cuna.

Y rápidamente coloca la pequeña manta de lana y extiende la sábana.

Después abre el paquete con sumo cuidado.

—Está durmiendo —musita.

Y él también se inclina sobre el paquete en el que yace el bebé, su hijo. Tiene la cara enrojecida, expresión preocupada y se le ha aclarado algo el cabello.

Corderita se muestra indecisa.

—No sé, creo que antes de meterlo en la cuna debería cambiarle el pañal. Seguro que está mojado.

—¿Tienes que molestarlo?

—¿Antes de que se irrite? No, voy a cambiarlo. Espera, la enfermera me enseñó a hacerlo.

Coloca unos pañales formando un triángulo, y después, muy despacio, va abriendo el paquete. ¡Ay, Dios, esos diminutos miembros que parecen atrofiados y para colmo esa cabeza descomunal! A Pinneberg le parece malo, le gustaría apartar la vista, hay algo horrible en eso, y sin embargo sabe que no debe hacerlo. ¡Debe olvidarse de eso! Además, ¡es su hijo!

Corderita lo manipula presurosa mientras mueve los labios.

—¿Cómo era? ¿Así? ¡Ay, qué torpe soy!

El pequeñín ha abierto los ojos, son azules mate, y, cansado, abre la boca, empieza a gritar, no, a berrear, es como un lloriqueo indefenso, lastimero, penetrante, quejumbroso.

—¿Lo ves? ¡Se ha despertado! —Le reprocha su marido—. Seguro que tiene frío.

—¡Enseguida! ¡Enseguida! —dice ella, intentando atar los pañales.

—¡Date prisa! —la apremia.

—Así no es. No tienen que hacer arrugas o le escocerá enseguida. ¿Cómo era…? —Y vuelve a intentarlo.

Pinneberg la mira con el ceño fruncido. Corderita es muy torpe. A ver: formar el triángulo, eso está claro, y después, por el otro lado…

—Déjame a mí —dice, impaciente—, no acabarás nunca.

—¡Tú mismo! —replica aliviada—. Si puedes…

Él coge los pañales. Parece tan fácil, los diminutos miembros apenas se mueven. Bueno, ponerlo encima, después agarrar las puntas, formar…

—Está todo lleno de arrugas —le advierte Corderita.

—Aguarda un poco —le replica con tono impaciente mientras manipula mis deprisa aún.

¡Cómo chilla la criaturita! Esos berridos altos y penetrantes resuenan en la luminosa habitación, por débil que sea su voz. Mientras tanto se pone rojo oscuro, la verdad es que debería coger aliento, Pinneberg no puede evitar mirarlo sin cesar, por lo que su labor no prospera.

—¿Quieres que vuelva a intentarlo yo? —pregunta Corderita con suavidad.

—Por favor. Si te crees capaz de hacerlo…

Claro que sí. De repente le sale a la perfección, en un momento.

—Son los nervios —comenta ella—. Pero esto se aprende deprisa.

El bebé, ya en su cama, ha empezado a berrear, está ahí tumbado, mirando al techo y berrea.

—¿Y ahora qué? —susurra Pinneberg.

—Nada —contesta Corderita—. Déjalo que chille. Dentro de dos horas le daremos de mamar y se callará.

—¡Pero no podemos dejarlo llorando dos horas!

—Sí, es mejor. Eso le vendrá bien.

¿Y a nosotros?, Le gustaría preguntar a Pinneberg. Pero no lo hace. Va a la ventana y mira al exterior. Detrás de él berrea su hijo. Todo es muy distinto a como se lo había imaginado. Quería desayunar tranquilamente con Corderita y había comprado un par de cosas buenas, pero con el bebé gritando de ese modo… El cuarto entero está repleto de sus berridos. Apoya la cabeza en el cristal.

Corderita está a su lado.

—¿No se le puede llevar un poco de acá para allá, mecerlo? —pregunta Pinneberg—. Oí decir una vez que es lo que hay que hacer cuando lloran los niños pequeños.

—¡Esto es solo el principio! —exclama Corderita enfadada—. Después no nos quedará más remedio que llevarlo de un lado a otro y mecerlo.

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