Pequeño hombre ¿y ahora qué? (27 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—Enseguida me repondré y seguiremos andando, chico. ¿Pasa algo malo?

—Dios mío —se limita a musitar su esposo.

Y los Pinneberg prosiguen su camino, paso a paso.

—Oye, Corderita —dice el chico titubeando.

—¿Qué? ¡Venga, pregunta!

—¿No pensarás, como ha dicho esa loca, que solo es para que yo obtenga placer, verdad?

—¡Qué tontería! —se limita a responder, pero lo dice con tanta vehemencia que se queda completamente satisfecho.

Ya está ahí, en el umbral de la puerta, el portero gordo.

—Un parto, ¿verdad? A la izquierda, a admisión.

—¿No podríamos ir enseguida a…? —pregunta el chico, preocupado y temeroso—. Ya han comenzado las contracciones. ¿No podríamos conseguir una cama, quiero decir…?

—Por Dios —dice el portero—. Seguro que no corre tanta prisa…

Suben despacio el par de escalones que median hasta admisión.

—Hace poco nos vino una que creía que iba a tenerlo aquí, conmigo, en la entrada, y después se pasó dentro quince días tumbada y luego la mandaron a casa y tardó otros catorce días más… Es que hay algunas que no saben contar.

La puerta de admisión se abre, dentro se ve una enfermera, ay, nadie se altera por la entrada de los Pinneberg en vías de formar una verdadera familia, lo que a fin de cuentas hoy ya no es tan frecuente como antes.

Sin embargo, allí por lo visto es algo completamente habitual.

—¿Un parto? —pregunta la enfermera—. Pues no sé, creo que no tenemos ninguna cama libre. De ser así, tendremos que enviarla a otro sitio. ¿Con cuánta frecuencia le dan las contracciones? ¿Puede andar?

—¡Oiga usted! —Pinneberg empieza a cabrearse.

Pero la enfermera ya está hablando por teléfono. Luego cuelga.

—No quedará libre una cama hasta mañana. Hasta entonces, tranquilidad.

—¡Permítame! —exclama Pinneberg enfadado—. Mi mujer tiene contracciones cada cuarto de hora. No puede estar sin cama hasta mañana temprano.

La enfermera se echa a reír, se ríe de él en sus narices.

—¿Primeriza, eh? —pregunta a Corderita, que asiente—. Bueno, como es natural, usted vendrá primero a la sala de partos y después —se vuelve explicando compasiva a Pinneberg—, después, cuando llegue el bebé, seguro que también habrá una cama libre —y en otro tono—: Y dese prisa, joven, en arreglar sus papeles. Después volverá aquí a recoger a su mujer.

A Dios gracias, lo de los papeles se soluciona con celeridad.

—No, no tiene que pagar nada. Firme aquí para hacer constar que tiene derecho al seguro de enfermedad. Luego ellos nos pagarán a nosotros. Perfecto, todo solucionado.

Corderita acaba de sufrir otra contracción.

—Ahora está empezando lentamente —dice la enfermera— Pero no creo que ocurra antes de esta noche, a las diez o las once.

—¿Tanto tiempo? —pregunta Corderita mirando, pensativa, a la enfermera.

A Pinneberg le parece que ahora su mirada es completamente distinta, como si estuviera muy lejos del mundo y de él, como si dependiera únicamente de sí misma.

—¿Tanto tiempo? —repite.

—Sí —contesta la enfermera—. Como es natural, también puede suceder antes. Usted es fuerte. A algunas les cuesta un par de horas. Y otras no lo pasan ni en veinticuatro.

—Veinticuatro horas —murmura Corderita, sintiéndose muy sola—. Entonces, vamos, chico.

Se levantan y echan a andar trabajosamente. El edificio de la maternidad es el último de todos y los obliga a recorrer a paso lento un camino interminable. Al chico le gustaría charlar con su mujer, distraerla, camina tan silenciosa, con el rostro tan hierático, en la frente se le dibuja la arruga de las cavilaciones, seguro que está dándole vueltas a lo de las veinticuatro horas.

—Oye, Corderita —dice intentando explicarle que esa tortura le parece una brutalidad. Pero se calla. En lugar de eso, comenta—: Ay, me gustaría distraerte un poco, pero no se me ocurre nada. Solo puedo pensar en eso.

—No necesitas decir nada, chico —contesta—. Y tampoco nenes por qué preocuparte. Esta vez puedo decir de verdad que sí otras pueden, yo también.

—Sí, claro —reconoce él—. Eso sí… pero…

Acaban de llegar al edificio de la maternidad.

Una enfermera rubia y alta que está en ese momento en el pasillo se vuelve al ver su llegada, y quizá también le gusta Corderita (a todas las personas afables les gusta Corderita), pues, pasándole la mano por los hombros, dice con tono jovial:

—¿Qué, joven señora, viene a visitarnos? Magnífico. —Y de nuevo la pregunta que aquí parece ser esencial—: ¿Primeriza, eh?

Y después dice a Pinneberg:

—Voy a raptar a su mujer. No, no ponga esa cara de horror, que aún tiene tiempo de despedirse. Además, debe llevarse todas sus pertenencias, aquí no puede quedar nada. Volverá a traerlas dentro de ocho días, cuando su mujer se vaya a casa.

Y con estas palabras desaparece con Corderita del brazo y su esposa vuelve a despedirlo con una inclinación de cabeza. Ahora ha entrado en esa maquinaria en la que gente que conoce el oficio, los profesionales, traen niños al mundo sin interrupción. Pinneberg se queda fuera.

Mientras proporciona nuevamente los datos personales a una enfermera jefe de cierta edad y cabellos grises con pinta de ser muy severa, piensa: ¡ojalá no le toque esta a Corderita! Seguro que le echará una reprimenda si no lo hace todo bien. Intenta ganarse sus simpatías mostrándose humilde y se avergüenza muchísimo por no saber la fecha de nacimiento de Corderita.

—En fin, es lo habitual. Ese dato no lo sabe ningún hombre —dice la enfermera jefe.

Y sin embargo le habría encantado que en su caso se hubiera salido de lo habitual.

—Bueno, ahora despídase de su mujer.

Entra en una sala larga y estrecha repleta de todas las máquinas imaginables, de ninguna de las cuales logra intuir siquiera la finalidad, y se encuentra a Corderita sentada con un largo camisón blanco, sonriéndole. Parece una niña pequeña, sonrosada, con el pelo rubio suelto, con una pizca de vergüenza.

—Vamos, despídase de su esposa —lo anima la enfermera jefe remoloneando junto a la puerta.

Plantado ante Corderita, lo primero en que repara son las bonitas guirnaldas azules estampadas en el camisón, qué alegres resultan. Pero cuando su mujer le rodea el cuello con sus brazos y atrae su cabeza hacia ella, ve que no son guirnaldas, sino que en todo el camisón figura la leyenda circular «Hospitales Municip. Berlín».

Lo segundo en que repara es que allí no huele nada bien, en realidad…

—Bueno, chico mío, a lo mejor esta misma noche —dice Corderita en ese momento— y con toda seguridad mañana temprano. Me alegro tanto por el bebé.

Y él susurra:

—Corderita, quiero decírtelo, me he jurado que si todo va bien, a partir de ahora no volveré a fumar ningún sábado más.

—Ay, chico, chico… —Le responde.

—Vamos, señor Pinneberg —le insta la enfermera, y dirigiéndose a Corderita—: ¿Qué, ha hecho efecto el enema?

Corderita asiente, colorada como un tomate, y solo entonces cae en la cuenta de que, mientras se despedía de ella, Corderita estaba sentada en un váter, y él también se ruboriza, a pesar de que le parece una bobada.

—Puede telefonear siempre que quiera, señor Pinneberg, durante toda la noche —le informa la enfermera jefe—. Tome, estas son las cosas de su mujer.

Acto seguido, Pinneberg se marcha despacio, infeliz al pensar que por primera vez en su matrimonio acaba de dejar a su esposa a merced de otras personas, y ahora ella estará viviendo experiencias que él no comparte. Quizá habría sido mejor que hubiéramos buscado una comadrona. Así yo habría podido estar presente.

El Kleiner Tiergarten. No, en el banco ya no se sientan las mujeres de antes, le habría gustado charlar con una de ellas. Tampoco está Puttbreese, por lo que no puede hablar con él, tiene que permanecer solo en su silenciosa y aislada vivienda.

Y ahí está, en mangas de camisa, con el delantal de Corderita, fregando los platos, y de pronto exclama en voz muy alta y muy despacio:

—¿Y si no vuelvo a verla más? A veces ocurre. Con frecuencia.

¡Muy poco fregado! La creación del bebé. Corderita también gritará

N
o es nada fácil estar en una casa vacía pensando: a lo mejor no vuelvo a verla más. A Pinneberg, en cualquier caso, le cuesta. En primer lugar, los cacharros siguen allí y tiene que ocuparse de ellos. Pinneberg ejecuta esa labor lenta y minuciosamente, arremete contra cada cazuela con jabón y estropajo, por él que no quede. Mientras tanto, la verdad es que sus pensamientos no son precisamente reconfortantes, está eso del camisón estampado con guirnaldas de letras azules, y ella parecía enrojecida e infantil. ¿Y eso era todo?

No.

Ha acabado de fregar. Y ahora, ¿qué? Recuerda que hace mucho que deseaba aislar la puerta contra las corrientes con una tira de fieltro y aún no ha tenido tiempo de hacerlo. La tira de fieltro lleva allí desde comienzos del invierno y también los clavos. Es ahora, en marzo, cuando se pone manos a la obra. Ajusta bien la tira, la sujeta provisionalmente y comprueba si cierra la puerta. Cierra. Clava la tira de fieltro, centímetro a centímetro, tiene todo el tiempo del mundo, antes de las siete no tiene sentido llamar. Y dicho sea de paso, en lugar de telefonear, se presentará allí. Se ahorrará unas monedas y a lo mejor se entera de más cosas. A lo mejor hasta consigue verla.

Pero a lo mejor ya no la ve más.

Entonces solo quedaría recoger sus vestidos, olían tan bien a ella… siempre le había encantado ese olor. Desde luego no se había portado muy bien con ella, lo había gruñido con excesiva frecuencia y tampoco había pensado bien en lo que a ella le preocupaba. Todas esas cosas. Desde luego que todos los hombres recordaban esas historias cuando quizá era ya demasiado tarde; como de costumbre, había dicho la enfermera jefe. La verdad es que sucedía lo acostumbrado. Semejante arrepentimiento era inútil.

Las cinco y cuarto. Se ha marchado del hospital una hora antes y ya no tiene nada que hacer. Se tira en el gran sofá de hule y yace allí mucho rato en silencio, con el rostro enterrado entre las manos. Sí, es pequeño y miserable, grita y arma camorra y necesita los codos para conservar su sitio en la vida, pero ¿lo merece? Es un don nadie. Y ella tenía que malvivir por su culpa. Si él nunca… si nunca hubiera… si siempre hubiera…

Allí yace él, no podía llamar pensamientos a eso que brotaba de su interior sin poder evitarlo.

Uno puede yacer en medio camarote de barco, en Berlín noroeste, en un sofá de hule, orientado a un jardín: a pesar de todo, el estruendo de la gran ciudad llega hasta sus oídos. Solo que en este caso se confunden mil sonidos aislados para originar un gran sonido general, que aumenta y disminuye, se torna muy ruidoso y casi desaparece, como si se hubiera desvanecido en el aire.

Pinneberg yace allí, el sonido lo alcanza y lo levanta para bajarlo después lentamente; siente cómo el frío sofá de hule se acerca a su cara, lo levanta y lo baja, y sin embargo nunca deja de abrazarlo, es como la resaca marina. También transcurre con idéntica inutilidad, sin cesar, ¿por qué, en realidad?

El pueblo se llamaba Lensahn y los fines de semana vendían billetes de ida y vuelta hasta allí desde Ducherow. Pinneberg viajó allí un sábado de los albores del verano a las dos de la tarde. Sería mayo o junio. No, era junio. Bergmann le había dado permiso.

Lensahn no está muy lejos de Platz. Total, que el pueblo estaba repleto de gente, la radio alborotaba desde los jardines de los restaurantes, y en la playa vociferaban como salvajes. El caso es que una playa de arena como Dios manda invitaba a seguir andando, a ir cada vez más lejos. Pinneberg se despojó de los zapatos y calcetines y empezó a caminar. No tenía ni idea de a dónde dirigirse, si allí habría algún pueblo, pero ¿no daba lo mismo?

Caminó durante horas, ya no se divisaba persona alguna, se sentó en la playa a fumar un cigarrillo.

Luego se levantó de nuevo para proseguir su andadura. Ay; a veces en esa playa, con sus calas y cabos, parecía como si detrás de esa nariz de dunas ya no existiera nada más, como si se encaminase directamente hacia el mar. Y sin embargo continuaba tierra adentro con una oscilación de infinita suavidad. Una enorme bahía repleta de agua azul con cabellera blanca y una nueva nariz de dunas, ahí enfrente, enfrente del todo.

Y entonces se acabó de verdad.

Pero aconteció algo, incluso fuera de la bahía de rigor, una persona venía hacia él. Primero frunció el ceño, no era más que una raya negra, es decir, una persona. ¿Qué hace la gente ahí fuera? ¡Que se queden en Lensahn!

Al aproximarse comprobó que una chica caminaba hacia él, descalza y zancuda, de hombros anchos, blusa de seda rosa y falda plisada blanca.

Atardecía, el cielo se teñía ya de rojo.

—Buenas tardes —Pinneberg se detuvo a mirarla.

—Buenas tardes —dijo Emma Mörschel, mirándolo a su vez.

—No vaya allí —advirtió él, señalando el lugar del que había venido—. Solo hay
jazz
, señorita, y la mitad están borrachos.

—No me diga —contestó la joven—. En ese caso, tampoco vaya usted allí. —Y señaló hacia la dirección de la que ella procedía—. En Wiek acontece otro tanto.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó riendo.

—¿Qué podemos hacer? —inquirió la muchacha.

—Cenemos aquí —le propuso.

—Me parece bien —contestó ella.

Caminaron pesadamente hacia las dunas, se sentaron en una hondonada como si fuera una enorme mano amable, mientras la brisa acariciaba las cimas de las dunas y se alejaba por encima de sus cabezas. Intercambiaron huevos cocidos y bocadillos de salchichas, él llevaba café en un termo, ella, cacao.

Charlaron un rato y rieron. Pero en síntesis se lo comieron todo con mucho apetito. Por lo demás, coincidieron en que la gente era horrible.

—Dios mío, no me apetece nada ir a Lensahn —dijo la joven.

—Ni a mí a Wiek —reconoció Pinneberg.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Pues de momento, darnos un baño.

El sol se había puesto, pero todavía había luz. Se adentraron corriendo en el suave oleaje, salpicándose y riendo. Eran buenos ciudadanos, cada uno había traído su bañador y su toalla. (Pinneberg la de su posadera, la verdad.)

Más tarde se quedaron sentados sin saber qué hacer.

—¿Nos vamos? —preguntó ella.

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