Pequeño hombre ¿y ahora qué? (25 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—Cien —aclara Corderita.

—Y ¿dónde están?

—Desaparecidos —contesta.

—Pero… —Él se enfada de repente—. ¡Demonios! ¿Qué es lo que has comprado? ¡Contesta de una vez!

—Nada —responde. Y cuando está a punto de encolerizarse por completo añade—: Pero ¿no lo entiendes, chico? Los he apartado, guardado, ya no existen para nosotros. Ahora tenemos que salir adelante con tu sueldo.

—Pero ¿por qué los has apartado? Si decimos que no vamos a gastarlos, no lo haremos.

—No, no nos comportamos así.

—Lo dirás tú.

—Escucha, chico, siempre hemos querido vivir de nuestro salario, incluso deseábamos ahorrar algo, y ¿dónde están nuestros ahorros? Han desaparecido hasta los ingresos extras.

—¿Cómo ha podido suceder? —comienza a cavilar él—. La verdad es que no hemos vivido en la opulencia.

—Sí —dice ella—. Primero cuando nos comprometimos, entonces viajábamos y salíamos mucho.

—Y el cerdo de Sesam, con sus quince marcos, jamás se lo perdonaré a ese fulano.

—Y la boda —precisa ella— también costó dinero.

—Y las primeras adquisiciones. Las cazuelas, los cubiertos, las escobas, la ropa de cama, mi edredón…

—Y además hicimos un montón de excursiones.

—Y el traslado a Berlín.

—Sí, y después… —ella se interrumpe.

Pero él concluye la frase con valentía:

—… el tocador.

—Y la canastilla para el crío.

—Y también hemos comprado ya la cuna.

—Y aún nos quedan cien marcos —remacha ella, radiante.

—Vaya —dice él muy satisfecho—, hemos conseguido un montón de cosas. No rezongues.

—Estupendo —contesta ella cambiando de tono—. Hemos conseguido mucho, pero en realidad deberíamos haber conseguido la mayor parte sin recurrir a las reservas. Mira, chico, estuvo muy bien por tu parte que no me asignaras una suma fija para la casa y que yo no necesitase meter la mano en el jarro azul. Pero eso también me volvió irreflexiva y a veces metí la mano cuando no habría sido del todo necesario. El mes pasado los escalopes de ternera y la botella de Mosela para celebrar la mudanza, por ejemplo, sobraban…

—El Mosela costó un marco. Si ya no vamos a permitirnos ni una alegría…

—Pero hemos de procurar recurrir más a las alegrías gratuitas.

—No existen —dice el joven—. Todo lo que te alegra, cuesta dinero. Si quieres ir un rato al campo, saca dinero. Si quieres escuchar un poco de música, venga dinero. Todo cuesta dinero, nada se consigue sin dinero.

—Había pensado en museos… —se interrumpe de pronto—. Ya sé que no se puede estar siempre visitando museos y que además nosotros entendemos poco de eso. Que nunca encontramos lo correcto, lo que habría que ver… Pero, en cualquier caso, ahora tenemos que arreglárnoslas y por eso he anotado todas nuestras necesidades mensuales. ¿Quieres que te lo enseñe?

—Bueno…

—¿De verdad no estás enfadado?

—¿Cómo voy a estar enfadado contigo? Seguro que tienes razón. Yo no sé manejar el dinero.

—Yo tampoco —admite ella—. Pero debemos aprender.

Le enseña su nota. El rostro masculino se ilumina cuando comienza a leer:

—Presupuesto normal está muy bien, Corderita. Nos atendremos al presupuesto normal pase lo que pase. Lo juro.

—No jures tan pronto —le advierte.

Al principio la lectura va muy rápido.

—Respecto a los alimentos no hay nada que objetar. ¿Lo has comprobado?

—Sí, lo he anotado durante esta última época.

—Carne, doce marcos —dice él—. Me parece carísimo.

—Chiquito —replica ella—, eso solo son cuarenta pfennigs de carne al día para los dos, mucho menos de lo que has comido en los últimos tiempos. Ahora tenemos que prescindir de la carne al menos dos veces por semana.

—¿Qué comeremos entonces? —inquiere preocupado.

—Muchas cosas. Lentejas, macarrones, ciruelas, sopa de cebada…

—¡Dios mío! —exclama y, al ver su gesto, añade—: Lo comprendo, Corderita. Pero no me digas con antelación que vas a cocinar algo así o no me alegrará regresar a casa.

Su mujer frunce ligeramente los labios con gesto meditabundo, luego se recupera.

—De acuerdo. Y además lo haré lo menos posible. Solo que… si alguna vez no te sabe muy rico, no me sueltes un bufido. Porque yo siempre bufo cuando me bufas tú, y ¿qué vida vamos a llevar si los dos bufamos?

—Bufadora —la llama él—. ¡Ven, gatita mía! ¡Mi gatita grande, mi gatita guapa, anda, ven, ronronea un poquito!

Ella se acurruca bajo su mano, se siente tan a gusto. Pero después lo esquiva.

—No, ahora no, chiquito. Quiero que lo examines todo. Antes no me quedaré tranquila. Y después tampoco…

—¿Qué significa eso? —pregunta, asombrado.

—Nada. Se me ha escapado sin querer. Más tarde. Hay tiempo para eso.

Pero sus palabras lo intranquilizan de veras.

—¿A qué te refieres? ¿Es que ya no te apetece?

—Chico —contesta—. Chico, no digas bobadas. No apetecerme… ¡Si lo sabes de sobra!

—Pero ahora acabas de referirte a eso —insiste él.

—He querido decir algo muy diferente —se defiende—. En el libro —mira al secreter— dice que en la última época es preferible no hacerlo. Que a la madre tampoco le apetece y que no es bueno para el niño. Pero —se interrumpe— de momento todavía lo haré.

—Y ¿cuánto durará eso? —pregunta desconfiado.

—Ah, pues no lo sé. Seis semanas, ocho…

Él le dirige una mirada aniquiladora y recoge el libro del secreter.

—¡Déjalo, hombre! —exclama—. Si todavía falta mucho.

Pero él ya ha encontrado el pasaje.

—Un trimestre como mínimo —musita anonadado.

—Pues muy bien —dice ella—. Creo que en mi caso eso se retrasará más que en las demás, al menos todavía no me siento así. Y ahora, cierra de una vez ese estúpido libro.

Pero él sigue leyendo, enarcando mucho las cejas, la frente llena de arrugas por el asombro.

—Y después la abstinencia se prolonga cada vez más —dice estupefacto—. Otras ocho semanas durante la lactancia… Dime, ¿para qué nos hemos casado?

Ella lo mira sonriente sin decir nada. Y de pronto, también él empieza a sonreír.

—Dios mío —murmura—, cómo cambia el mundo. Nunca me hubiera figurado todo eso. Así que todo eso trae el bebé, así empieza —sonríe burlón—. Qué niño tan amable —dice—, aparta a su padre de un empujón del puchero de la carne.

—Aprenderás muchas, muchísimas cosas más —ríe la joven.

—Bueno es saberlo —la mira radiante—. A partir de ahora, Emma Pinneberg, practicaremos una economía de subsistencia.

—Por mí, encantada —contesta—. Pero ahora termina de leer el presupuesto. Antes no podemos empezar con la economía de subsistencia.

—Vale. Y esto ¿qué es? ¿Productos de limpieza?

—Pues jabón y pasta de dientes y tus cuchillas de afeitar y bencina. También incluye el corte de pelo.

—El corte de pelo, muy bien, preciosa. Vestidos y ropa blanca, diez marcos; pues no parece que vayamos a poder renovar pronto el vestuario.

—Para eso también están los ocho marcos de las nuevas adquisiciones, pero alguna vez tendremos que comprar zapatos; he pensado que un traje para ti cada dos años como mucho y cada tres años un abrigo de invierno para uno de los dos.

—Generosa… Tres marcos para cigarrillos, me parece muy decente por tu parte.

—Tres al día por tres pfennigs —puntualiza ella—. A veces jadearás.

—Lo soportaré. Pero ¿qué es esto, tres marcos al mes para salidas? ¿Adónde pretendes ir con tres marcos? ¿Al cine?

—De momento a ningún sitio —responde—. Ay, chico, es que he pensado que una vez en la vida me gustaría salir como es debido, como los ricos. Sin mirar el dinero.

—¿Por tres marcos?

—Los apartaremos todos los meses. Y cuando hayamos reunido una buena suma, digamos veinte o treinta marcos, saldremos como Dios manda.

La mira inquisitivo, con una pizca de tristeza.

—¿Una vez al año? —pregunta.

Pero esta vez ella no se da cuenta.

—Sí, por mí, dentro de un año. Cuanto más reunamos, mejor. Y después gastaremos el dinero a lo grande. Entonces nos iremos de verdad de juerga.

—¡Qué raro! —exclama él—. Nunca pensé que pudiera gustarte algo así.

—Raro, ¿por qué? —Le pregunta—. Si es de lo más natural. Yo nunca en mi vida he hecho nada parecido. Tú, como es lógico, conoces todo eso de tu época de soltero.

—Claro, claro —dice despacio, y calla, De pronto, da un puñetazo furioso en la mesa—. ¡Maldita sea mi estampa! —grita.

—¿Qué pasa? —inquiere—. ¿Qué te ocurre, chico?

—Bah, nada —contesta, enfurruñado de nuevo—. A veces explotaría de rabia al ver cómo está organizado el mundo.

—¿Te refieres a los demás? Olvídalos. A ellos tampoco les sirve de nada. Y ahora firma, chiquito, que te atendrás a todo esto.

Pinneberg coge la pluma y firma.

El abeto perfumado y la madre de dos hijos. Heilbutt opina: sois valientes. ¿Lo somos?

L
a Navidad llegó y pasó. Fue una Navidad tranquila, corriente, con un abeto en un tiesto, una corbata, una camisa y unas polainas cortas para el chico, una faja de embarazada y un frasco de colonia para Corderita.

—No quiero que se te caiga el vientre —explicó su chico—. Quiero que mi esposa siga siendo guapa.

—El año que viene, el crío ya verá el árbol —había dicho Corderita.

Dicho sea de paso, hubo un olor muy intenso y el frasco de colonia se terminó en Nochebuena.

Cuando uno es pobre, todo se complica. Lo del abeto en el tiesto se le había ocurrido a Corderita, ella se proponía seguir cuidándolo hasta el momento de trasplantarlo en primavera. Al año siguiente lo vería el crío y así el abeto crecería, se haría cada vez más espléndido, entablando, valga la expresión, una competición de crecimiento con el bebé, de Navidad a Navidad, su primer y único abeto.

Antes de la fiesta, Corderita había colocado el abeto encima del tejado del cine. Sabe Dios cómo el gato acertó a llegar hasta allí. Corderita ignoraba que allí hubiera gatos. Pero los había, pues Corderita encontró sus señales en la tierra de la maceta cuando intentó adornar el árbol. Olían a rayos. Corderita retiró lo que había que retirar, frotó y lavó, y sin embargo no pudo evitar que su chico, apenas transcurrida la parte oficial de la fiesta con beso y miraditas y apertura de regalos, exclamara:

—¡Uy, qué olor tan raro hay aquí!

Corderita le informó y el chico rio diciendo:

—Nada más fácil. —Y abriendo el frasco de colonia, salpicó unas gotas encima del tiesto.

Ay, esa noche repitió con frecuencia las salpicaduras, el gato se dejaba anestesiar, pero después despertaba victorioso a una nueva vida, el frasco se vació, pero seguía apestando a gato. Al final, la noche misma de Nochebuena colocaron el abeto al otro lado de la puerta. No hubo manera de evitarlo.

El primer día de fiesta, Pinneberg salió, robó en el Kleiner Tiergarten un montoncito de tierra de jardín y trasplantaron el abeto. Pero la peste continuaba y luego comprobaron que no se trataba de un abeto cultivado en la maceta, sino una planta a la que el jardinero había cortado todas las raíces para conseguir meterla en el tiesto. Un bluf que duró dos semanas.

—A la gente como nosotros —comenta Pinneberg, deseando encontrarlo perfecto—, siempre le dan gato por liebre.

—Bueno, siempre no —puntualiza Corderita.

—¿Por qué lo dices?

—Cuando yo te pesqué, por ejemplo.

Por lo demás, diciembre fue un buen mes, pues a pesar de las fiestas en el hogar de los Pinneberg no se superó el presupuesto. Se sintieron más alegres que unas pascuas.

—¡Así que podemos! ¿Lo ves? ¡A pesar de las navidades!

Hicieron planes de lo que pensaban hacer los próximos meses con todos sus ahorros.

Enero, sin embargo, fue un mes sombrío, oscuro, depresivo. En diciembre, el señor Spannfuss, el nuevo supervisor de la firma Mandel, se había limitado a estudiar por encima la empresa, pero en enero inició su labor a pleno rendimiento. El cupo de ventas para cada vendedor, su recaudación, quedó fijado en confección de caballeros en veinte veces el salario mensual. El señor Spannfuss lo justificó con un breve discurso, aduciendo que obraban así en interés de los empleados, pues ahora cada uno de ellos tendría la certeza matemática de que sería valorado por sus propios méritos.

—¡Se han terminado las zalamerías y las adulaciones, la coba a los superiores, tan perniciosa para la moral! —exclamó el señor Spannfuss—. ¡Denme su talonario de caja y sabré qué tipo de hombre son!

Los empleados pusieron cara seria; a lo mejor los amigos íntimos se arriesgaron a cruzar alguna palabra sobre esa charla, pero nada manifestaron en voz alta.

Con todo, el hecho de que a finales de enero Kessler comprara a Wendt dos ventas provocó murmullos. Porque Wendt ya había cubierto el cupo el día veinticinco y a Kessler todavía le faltaban trescientos marcos el veintinueve.

Total, que cuando Wendt vendió el día treinta dos trajes, uno detrás de otro, Kessler le ofreció cinco marcos por cada venta si le permitía anotarlas en su bloc. Wendt aceptó la oferta.

Todo esto no se supo hasta más tarde. En cualquier caso, al principio solo el señor Spannfuss se enteró de esta transacción, nunca se supo por qué vía. Al señor Wendt se le indicó que era preferible que se marchara, pues se había aprovechado de la situación de necesidad de un compañero, mientras que el señor Kessler se libró con una advertencia. Contó a todo el mundo que había recibido una severa amonestación.

Por lo que concierne a Pinneberg, en enero consiguió sin problemas el cupo.

—Que los zurzan a ellos y a sus tonterías —dijo, rebosante de confianza.

Para febrero todos esperaban una rebaja de la cuota, porque febrero solo tenía veinticuatro días de venta en lugar de los veintisiete de enero. Además, en enero había tenido lugar la liquidación por inventario. Algunos valientes se atrevieron incluso a plantear el asunto al señor Spannfuss, pero este lo rechazó:

—Caballeros, quieran reconocerlo o no, todo su ser, su organismo, su energía… ha asumido ya que tiene que vender por valor de veinte veces el salario. Cualquier disminución de la cuota constituye una disminución de su capacidad de rendimiento que ustedes mismos lamentarán. Tengo la firme convicción de que cada uno de ustedes alcanzará esa cuota; es más, que la superará.

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