Pequeño hombre ¿y ahora qué? (32 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—Pero quizá hoy, que es su primer día con nosotros —ruega Pinneberg—. ¡Tiene que sentirse a gusto con nosotros!

—Quiero decirte una cosa —le advierte Corderita con voz muy enérgica—. De ninguna manera lo haremos. Escucha, la enfermera dijo que lo mejor es dejarlo llorar, que se pasará las primeras noches berreando. Seguramente… —Mira a su marido—. También puede ocurrir otra cosa. Pero que en ningún caso hay que cogerlo en brazos. Berrear no le perjudica. Después se acostumbrará sabiendo que no consigue nada llorando.

—De acuerdo, pero me parece bastante duro.

—Oye, chiquito, solo serán las primeras dos o tres noches, después todos nos beneficiaremos cuando él duerma toda la noche de un tirón. —Su voz adquiere un timbre seductor—. La enfermera dijo que eso es lo único correcto, aunque de cien padres no lo consiguen ni siquiera tres. Sería estupendo que nosotros lo consiguiéramos.

—Quizá tengas razón —opina él—. Lo de la noche lo entiendo, el crío tiene que aprender que debe dormir. Pero ahora, de día, yo podría cogerlo perfectamente un ratito.

—De ninguna manera —replica Corderita—. Ni hablar del peluquín. Él todavía no sabe si es de noche o de día.

—No tienes por qué hablar tan alto, seguro que eso también le molesta.

—¡Pero si todavía no oye nada en absoluto! —replica Corderita con voz triunfal—. Las primeras semanas podemos hacer todo el ruido que queramos.

—La verdad, no sé… —responde Pinneberg, horrorizado por las opiniones de su esposa.

Pero la calma se restablece y al cabo de un rato el bebé deja de chillar y se queda tumbado en silencio. La pareja desayuna tan a gusto como se figuraba y de vez en cuando Pinneberg se levanta para acercarse a la cuna y observa al bebé, que yace con los ojos abiertos. Camina de puntillas y da igual que Corderita le diga que no es necesario, que el niño no oye nada, a pesar de todo camina de puntillas. Luego se sienta de nuevo y le dice a su mujer:

—¿Sabes?, en realidad sí que es muy bonito, ahora todos los días tiene uno algo de lo que alegrarse.

—Pues claro —afirma Corderita.

—¿Cómo se desarrollará? —comenta su marido—. Cuando aprenda a hablar… Por cierto, ¿cuándo aprenden a hablar los niños?

—Algunos con un año —contesta Corderita.

—¿Ya? Querrás decir solamente. Me alegraría tanto poder contarle algo. ¿Y cuándo aprenderá a andar?

—Ay, chiquito, todo transcurre muy despacio. Primero aprenderá a sostener la cabeza. Después a sentarse. Luego a gatear. Y por último, a andar.

—Es justo lo que yo digo: siempre hay novedades. Me alegro.

—Pues no te digo yo. No te imaginas lo feliz que soy. ¡Oh, chico!

El cochecito y los dos hermanos hostiles. ¿Cuándo hay que pagar el subsidio de maternidad?

T
res días más tarde, un sábado.

Pinneberg, que acaba de regresar a casa, se queda unos instantes junto a la cuna contemplando al bebé dormido. Luego se sienta a la mesa con Corderita, a cenar.

—¿Podremos salir mañana a dar un paseo? —pregunta—. Hace un tiempo espléndido.

Ella lo mira pensativa.

—¿Y dejar solo al niño?

—No puedes estar siempre metida en casa hasta que el niño aprenda a andar, estás palidísima.

—Cierto —contesta vacilante—. Pero tenemos que comprar un cochecito de bebé.

—Sí, claro. —Y añade cauteloso—: ¿Cuánto puede costar?

Corderita se encoge de hombros.

—Ay, no es únicamente el cochecito. También necesitamos la almohada y ropa de cama.

De repente, él se asusta.

—Se nos acabará el dinero.

—Ay, Dios mío, sí —coincide su mujer. Y de pronto se le ocurre una idea—: ¡Tienes que solicitar el dinero del seguro!

—Mira que haberme olvidado. ¡Pues claro! —reflexiona—. Pero no puedo ir. No puedo pedir otro permiso. Y la pausa de mediodía es demasiado breve.

—Pues entonces escríbeles.

—Buena idea. Lo haré ahora mismo. Después bajaré a echar la carta al buzón de correos. Escucha, Corderita —dice, mientras sale en busca de los útiles de escribir, tan poco utilizados—. ¿Qué te parece si consigo un periódico y procuramos conseguir un cochecito de segunda mano? Seguro que se publican anuncios.

—¿De segunda mano? ¿Para el bebé? —suspira la mujer.

—Tenemos que ahorrar mucho —le advierte él.

—Pero quiero ver al niño que haya estado acostado en el cochecito. Nuestro hijito no puede acostarse en el cochecito de cualquier niño.

—Eso puedes hacerlo —argumenta su marido.

Ya sentado, escribe la carta al seguro de enfermedad, número de asegurado tal y tal, adjunta el informe de alta hospitalaria y el de maternidad, y solicita cortésmente que le remitan inmediatamente el subsidio de maternidad y el de lactancia tras descontar los gastos de hospital.

Tras cierta vacilación, subraya una vez «inmediatamente».

Y después lo subraya de nuevo. «Con todo respeto, Johannes Pinneberg».

El domingo compran el periódico y encuentran un par de anuncios de cochecitos de bebé. Pinneberg se pone en marcha y no muy lejos de allí ve un cochecito precioso.

—¿Sabes?, al parecer él es cobrador de tranvía —informa a su esposa—, pero tiene muy buena pinta. El niño ya sabe andar.

—Y ¿cómo es el cochecito? —pregunta Corderita.

—Está muy bien. La verdad es que parece nuevo.

—Quiero decir, ¿es alto o bajo?

—Pues… —vacila y después añade—: Mira, es un auténtico cochecito infantil.

—¿Tiene las ruedas grandes o pequeñas? —insiste la joven.

Pinneberg se muestra cauteloso:

—De una altura mediana, creo.

—¿Y de qué color es? —indaga Corderita.

—No me fijé con tanto detalle —admite. Y cuando su esposa empieza a reírse, se defiende—: Es que no había mucha luz en la cocina. —Y de pronto se le ocurre una idea—: Tenía muchas puntillas blancas alrededor de la capota.

—¡Cielos! —exclama ella—. Quisiera saber qué es lo que has visto del cochecito.

—Perdona, es un cochecito buenísimo. Por veinticinco marcos.

—En fin, tendré que verlo con mis propios ojos. Porque ahora lo moderno son los cochecitos bajos, con las ruedas muy pequeñas.

Su marido aduce enseguida por si acaso:

—Creo que al bebé le dará completamente igual que lo llevemos sobre ruedas grandes o pequeñas.

—Pero el crío tiene que tener cosas bonitas —explica la madre.

Cuando el niño ha mamado y yace en su cuna plácidamente dormido y se disponen a salir, Corderita se detiene en el umbral, retrocede para mirar al niño dormido y regresa a la puerta.

—Dejarlo así, tan solo —murmura mientras se marchan—. Algunas personas no saben la suerte que tienen.

—Dentro de hora y media estaremos de vuelta —la consuela—. Seguro que dormirá profundamente, y además aún no puede moverse.

—A pesar de todo —insiste ella—, no es fácil.

Como es lógico, el cochecito de bebé es un cochecito de ruedas grandes pasado de moda, limpio, pero muy anticuado.

Un niño pequeño rubio contempla el cochecito muy serio.

—Es el suyo —explica la madre.

—Veinticinco marcos es mucho dinero por un cochecito tan pasado de moda —comenta Corderita.

—Le regalo además las almohadas —propone la mujer— Y el colchón de crin, que costó ocho marcos.

—No sé… —dice Corderita indecisa.

—Veinticuatro marcos —dice el cobrador con una mirada a su mujer.

—La verdad es que está como nuevo —continúa la mujer—. Y los coches bajos no son nada prácticos.

—¿A ti qué te parece? —pregunta Corderita, vacilante.

—Bien —contesta su esposo—. Además, tampoco puedes estar yendo mucho por ahí.

—Ya… —contesta Corderita—. Bien, de acuerdo, veinticuatro marcos, almohadas y colchón.

Compran el cochecito y se lo llevan. El niño pequeño llora como un descosido porque le quitan su cochecito y Corderita se reconcilia un poco con esa pieza tan pasada de moda por el mero hecho de que el niño le tenga tanto aprecio.

Después la pareja camina por la calle sin que se note que el cochecito tan solo contiene unas almohadas. También podría albergar perfectamente un bebé.

Pinneberg apoya a veces su mano en el borde.

—Ahora somos un matrimonio como es debido —dice.

—Sí —afirma Corderita—. Tenemos que dejar el cochecito siempre abajo, en el almacén de muebles de Puttbreese. No me gusta.

—Ni a mí.

El lunes por la tarde, cuando Pinneberg llega a casa del trabajo, pregunta:

—¿Qué, han enviado ya el dinero los del seguro?

—No, aún no —contesta Corderita—. Seguramente llegará mañana.

—Seguro. La verdad es que todavía no ha dado tiempo.

Pero el martes siguen sin recibir el dinero y están a finales de mes. Han gastado el sueldo y de la reserva de cien marcos apenas queda un billete de cincuenta.

—Este no podemos cambiarlo bajo ningún concepto —advierte Corderita—. Es nuestro último billete.

—Por supuesto que no —coincide Pinneberg sintiéndose cada vez más enfadado—. Ya tendría que haber llegado el dinero. Mañana a mediodía iré a meterles prisa.

—Espera a la noche —aconseja Corderita.

—No, iré a mediodía.

Así que va. Dispone de poco tiempo, tiene que renunciar a su comida en la cantina y se gasta cuarenta pfennigs en el billete, pero al fin y al cabo comprende que quien paga casi nunca tiene la misma prisa que quien cobra. No es que pretenda armar un escándalo, pero sí agilizar el asunto.

Total, que llega al seguro. Un edificio con portero, vestíbulo gigantesco, salas de ventanillas artísticas; es muy distinguido.

Y ahí llega el pobre Pinneberg, que aspira a percibir cien marcos o quizá ciento veinte, sin tener ni la menor idea de cuánto quedará una vez deducidos los gastos de hospital, y penetra en un edificio bello, luminoso y enorme. Y ahí está, tan insignificante y anónimo, en ese vestíbulo descomunal. Pinneberg, amigo mío, cien marcos, aquí están en juego millones. ¿Son importantes para ti esos cien marcos? Para nosotros es un asunto baladí, carente por completo de importancia. Mejor dicho: importancia sí que tiene, bueno, ya lo comprobarás después. Es verdad que este edificio ha sido levantado con tus aportaciones y las de personas tan insignificantes como tú, pero ahora no debes pensar en eso. Nosotros utilizamos tus aportaciones con escrupuloso respeto a las disposiciones legales.

Para Pinneberg es un consuelo que detrás de la barrera se sienten empleados como él, colegas en cierto modo. De lo contrario, podría acobardarse en medio de tantas maderas y piedras nobles.

Pinneberg mira de hito en hito a su alrededor, esa de ahí es la ventanilla correcta, letra P, y está abierta, no cerrada. Allí se sienta un hombre joven, aunque al otro lado de la barrera.

—Pinneberg, Johannes —informa—. Número de afiliación 606867. Mi mujer ha tenido un hijo y les escribí por el subsidio de maternidad y de lactancia…

El hombre joven, ocupado con un fichero, no tiene tiempo para levantarse, pero alarga una mano y dice:

—Carné de afiliado.

—Tome —contesta Pinneberg—. Les escribí…

—Partida de nacimiento —solicita el hombre joven extendiendo de nuevo la mano.

Pinneberg dice con suavidad:

—Colega, les escribí para enviarles la documentación que me entregaron en el hospital.

El hombre joven alza la vista y lo mira.

—Bien, ¿y qué es lo que quiere?

—Preguntar si se ha solucionado el asunto. Si han enviado el dinero. Lo necesito.

—Todos lo necesitamos.

Pinneberg pregunta con más suavidad aún:

—¿Me lo han enviado?

—No lo sé —contesta el joven—. Si lo ha solicitado por escrito, le comunicarán la resolución también por escrito.

—¿Podría comprobar si se ha tramitado?

—Nosotros lo tramitamos todo con rapidez.

—Pero habría debido llegar ayer.

—¿Por qué ayer? ¿Cómo lo sabe?

—Lo he calculado. Si se ha tramitado deprisa…

—¡Calculado, calculado…! ¿Cómo puede saber usted cómo se tramitan aquí esos asuntos? Ahí hay más instancias.

—Pero si se ha tramitado deprisa…

—Aquí todo se tramita deprisa, se lo aseguro.

Pinneberg dice con voz suave y enérgica:

—En ese caso, ¿quiere usted averiguar si el asunto se ha tramitado o no?

El hombre joven y Pinneberg cruzan una mirada. Ambos visten un atuendo muy aceptable, Pinneberg obligado por su profesión; los dos van pulcramente lavados y afeitados, llevan las uñas limpias y son empleados.

Sin embargo, son enemigos, enemigos encarnizados porque uno se sienta detrás de la barrera y el otro está de pie delante. Uno exige lo que considera su derecho, pero el otro lo considera un fastidio.

—Nada como las molestias innecesarias —gruñe el hombre joven.

Pero ante la mirada de Pinneberg se levanta y se dirige hacia el fondo. Allí hay una puerta por la que desaparece. Pinneberg lo sigue con la vista. En la puerta cuelga un letrero, sus ojos no son lo bastante agudos para leer la leyenda de ese letrero, pero cuanto más tiempo lo contempla, más convencido está de que el rótulo dice: «Servicios».

Siente rabia en su interior. A un metro se sienta otro hombre joven, él tiene la letra O. A Pinneberg le gustaría preguntarle por los servicios, pero carece de sentido. O no será distinto de P, eso es obra de la sala de ventanillas y de la barrera.

Al cabo de un rato bastante largo, a decir verdad larguísimo, el joven reaparece por la misma puerta, de la que, como Pinneberg sospecha, cuelga el cartel «Servicios».

Pinneberg lo mira impaciente, pero él no le devuelve la mirada. El hombre joven se sienta, coge el carné de afiliado de Pinneberg, lo deposita sobre la barrera e informa:

—Está tramitado.

—¿Han enviado el dinero? ¿Ayer? ¿Hoy?

—Ya le digo que se ha tramitado por escrito.

—¿Cuándo, por favor?

—Ayer.

Pinneberg mira de nuevo al hombre joven. El asunto le huele a chamusquina, seguramente solo eran los servicios.

—¡Como no me encuentre el dinero en casa, pienso decirle…! —advierte con tono amenazador.

Pero el joven ya no le presta atención. Está hablando con su vecino de enfrente, el de la letra O, sobre «personas ridículas». Pinneberg vuelve a mirar al colega, él ya lo había sabido siempre, pero a pesar de todo se enfada. Luego consulta su reloj: si quiere estar en Mandel a tiempo, debe tomar el tranvía.

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