Pequeño hombre ¿y ahora qué? (36 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Corderita se encoge de hombros.

—Vaya, con usted no hay manera, señor Jachmann —opina—. Observe, ahora frotamos el culete con aceite, con un buen aceite puro de oliva…

—¿Por qué?

—Para que no se le irrite. Mi hijo todavía no se ha irritado nunca.

—Mi hijo todavía no se ha irritado nunca —repite Jachmann con tono soñador—. ¡Dios, cómo suena eso! Mi hijo todavía no ha mentido nunca. Mi hijo todavía no me ha dado disgustos nunca… Hay que ver cómo le sale a usted lo de los pañales, me parece sencillamente admirable. Sí, eso es algo innato. Es usted una madre innata…

Corderita ríe.

—Vamos, no desvaríe. Pregúntele a mi marido cómo estábamos aquí los dos el primer día. En fin, ahora debe darse la vuelta un momento…

Y mientras Jachmann se acerca, obediente, a la ventana a contemplar el jardín silencioso y nocturno, en el que las ramas de los árboles se mueven suavemente al resplandor que sale de la ventana («Parece como si dialogaran entre ellas, Pinneberg»), Corderita se quita el vestido y retira de los hombros los tirantes de la combinación y la blusa. Después se pone el albornoz y da el pecho a su hijo.

En ese mismo momento este deja dé gritar, con un profundo suspiro, casi un sollozo, sus labios rodean el pezón y el bebé empieza a mamar. Corderita baja los ojos hacia él, y atraídos por el repentino silencio, ambos hombres se vuelven y contemplan en silencio a la madre y al hijo.

El silencio no dura demasiado, pues Jachmann dice:

—Desde luego, lo he hecho todo mal, Pinneberg. Las buenas cosas sencillas… Las cosas buenas y nutritivas… —Se golpea las sienes—. ¡Viejo burro! ¡Viejo burro!

Y a continuación se acuestan.

Jachmann se convierte en inventor y el pobre hombre en rey. ¡Estamos juntos!

A
la mañana siguiente, Pinneberg, con la cabeza algo pesada, se encuentra en Mandel con sus pantalones. No es muy fácil para un marido joven saber que tiene semejante huésped en una vivienda tan pequeña, en realidad solo una habitación. Una y otra vez recuerda la actitud de Jachmann la noche en la que necesitaba el dinero del alquiler y sus esfuerzos por acercarse a la cama de Corderita.

En fin, entonces estaba borracho, mientras que anoche se mostró completamente distinto, muy simpático en realidad. Pero es un hombre capaz de todo, por lo que no inspira confianza.

Pinneberg está detrás del mostrador con fuego debajo de los pies. ¡Ojala estuviera en casa! Como es lógico, en cuanto llega a su hogar todo se arregla. Corderita está de un humor excelente, ambos miran al bebé y él se limita a decir rápidamente a la visita que rebusca en una maleta junto a la ventana:

—Buenas noches, señor Jachmann.

—Buenas noches, joven —contesta—. Tengo que salir un momento… —Cruza la puerta y lo oyen descender por la escalera.

—¿Qué tal se ha portado? —pregunta Pinneberg.

—Con mucha simpatía —contesta Corderita—. Simpatiquísimo, la verdad. Por la mañana estaba muy nervioso, no paraba de hablar de sus maletas y de si querrías ir a buscarlas a la estación.

—Y ¿qué le has respondido?

—Que te lo preguntase. Pero él se limitaba a rezongar. Ha bajado tres veces la escalera para regresar al momento. Después le ha estado tocando algo al pequeñajo con su llavero mientras cantaba canciones. Luego, de repente, se ha marchado.

—Así que ha vencido su miedo.

—Más tarde ha regresado con las maletas, y desde entonces está más contento que unas pascuas. No para de rebuscar en sus cosas y meter papel en la estufa. Ah, y ha hecho un descubrimiento.

—¿Un descubrimiento?

—No soporta oír gritar al bebé. Se pone como loco, pobre niño, luchando ya con el mundo, esto es insoportable. Le he aconsejado que no se lo tome tan a la tremenda, que el bebé simplemente tiene hambre. Y él, que le diera de mamar en el acto. Y cuando me he negado, ha comenzado a despotricar de un modo terrible. Locuras de padres, decía. Que nos ha atacado la locura pedagógica. Después ha pretendido cogerlo en brazos. Y luego llevárselo de paseo en el cochecito. Figúrate, Jachmann con un cochecito de bebé en Kleiner Tiergarten! Y como no he querido ni oír hablar del asunto y el bebé seguía berreando sin parar…

Se interrumpe, pues, como si hubiera estado escuchando, el pequeñín alza su voz, gritona y furibunda…

—Escucha! Vas a comprobar enseguida el descubrimiento de Jachmann…

Coge una silla, la coloca junto a la cuna y deposita su neceser sobre ella. Luego saca el despertador y lo pone encima del maletín.

Pinneberg la contempla, muerto de curiosidad.

Ahora el despertador, un verdadero y tosco despertador de cocina, hace tic-tac muy cerca de la oreja del bebé. Un tictac muy fuerte, pero, claro, cuando el niño berrea, ese sonido insignificante no se oye.

Al principio el bebé no para de llorar, pero también él necesita recuperar el aliento antes de continuar con sus berridos.

—Todavía no se ha dado cuenta —susurra Corderita.

Pero a lo mejor sí se ha percatado. La siguiente pausa para respirar llega mucho más deprisa, dura mucho más. Es como si escuchase: tic-tac, tic-tac, sin cesar.

Después reanuda el llanto. Pero llora sin verdadera convicción. Ahí está, muy enrojecido por el esfuerzo, con su mechón de pelo rubio blanco en la cabeza y su boquita extrañamente arrugada. Ahora mira abstraído, seguramente sin ver, y sus diminutos deditos reposan sobre la manta. Seguro que le encantaría berrear, tiene hambre, algo se alborota en su estómago, y cuando eso sucede, berrea. Pero ahora hay algo junto a su oído: tic-tac, tic-tac. Y no cesa.

Bueno, claro que cesa. Cuando berrea, desaparece. Y cuando se calla, retorna. Ahora hace la prueba. Berrea un poquito y el tic-tac se va. Se calla y regresa. Y entonces enmudece del todo, escucha, seguramente en su cerebro no hay sitio para nada más: tic-tac, tic-tac. El alboroto está muy abajo, muy lejos, ya no llega hasta arriba.

—Pues parece que da resultado de verdad —susurra Pinneberg—. Menudo tipo, el tal Jachmann, ¿cómo se le habrá ocurrido?

—¿Qué, ensayando mi descubrimiento, eh? —pregunta el señor Jachmann desde la puerta—. ¿Funciona?

—Eso parece —contesta Pinneberg—. Solo falta saber cuánto durará.

—Bueno, joven señora, ¿qué? ¿Conoce su marido nuestro programa? ¿Lo ha aprobado?

—No tiene ni idea. A ver, chico, presta atención. El señor Jachmann nos invita. Saldremos a lo grande. Cabaré y bar, figúrate. Y primero al cine.

—Caramba —dice Pinneberg—. Pues lo has conseguido. Señor Jachmann, salir una vez a lo grande ha sido siempre el deseo de mi mujer. ¡Estupendo!

Una hora después están en el cine, en un palco. Se apaga la luz, y después:

Un dormitorio, dos cabezas sobre la almohada, un rostro joven que respira risueño, un hombre, algo mayor, parece preocupado, incluso ahora, en sueños.

Entonces aparece la esfera del despertador, puesto a las seis y media. El hombre se agita, se gira, alarga la mano, adormilado, hacia el aparato: faltan cinco minutos para las seis y media. El hombre suspira, devuelve el despertador a su sitio, cierra de nuevo los ojos.

—Este duerme hasta el último minuto —comenta Pinneberg con tono de desaprobación.

Entonces, a los pies de la cama grande divisa algo blanco, una cama infantil. En ella yace un niño, la cabeza apoyada sobre un brazo, la boca entreabierta.

Suena el despertador, se ve cómo un diablo martillea contra la campana, salvajemente, sin consideración, un verdadero demonio. El hombre se incorpora de golpe, lanza las piernas por encima del borde del lecho. Son piernas flacas, sin pantorrilla, con vello negruzco pero escaso.

La gente en el cine ríe.

—Los auténticos héroes cinematográficos —explica Jachmann— no pueden tener pelo en las piernas. Esta película seguro que será un fiasco.

Pero a lo mejor la salva la mujer. Es fabulosamente bella, hace un momento, al sonar el despertador, se ha incorporado y la colcha se ha deslizado hacia atrás, tenía el camisón ligeramente abierto… Con superposiciones, la colcha deslizándose, el camisón moviéndose, todos han creído ver durante un instante el pecho de la mujer. Una atmósfera agradable, pero ella ya se ha echado la colcha bien apretada por encima de los hombros arropándose de nuevo.

—Esa es la mala —opina Jachmann—. Una a la que casi Le ves el pecho en los primeros cinco minutos. ¡Dios mío, qué simple es todo esto!

—Pero es guapa —admite Pinneberg.

El hombre ya se ha puesto los pantalones, el niño, sentado en la cama, dice:

—¡Papá, oso!

El hombre entrega al niño el osito de peluche, después quiere el muñeco, el hombre está ya en la cocina, ha puesto agua a calentar, es un hombre bastante flaco, poca cosa. ¡Cómo se afana! Muñeco para el niño, poner la mesa del desayuno, untar las tostadas, el agua está caliente, preparar el té, afeitarse, la mujer, en la cama, respira apaciblemente.

La mujer se levanta, es muy simpática, en absoluto es así, transporta ella misma su agua caliente al cuarto de baño. El marido mira el reloj, juega con el niño, sirve té en las tazas, sale a comprobar si han dejado la leche delante de la puerta. No, pero sí el periódico.

Ahora la mujer ya ha terminado y se dirige derecha a su sitio en la mesa de desayuno. Cada uno coge una hoja del periódico, la taza de té, pan…

El niño llama desde el dormitorio, el muñeco se ha caído de la cama, el hombre lo recoge…

—Qué bobada —se queja Corderita, descontenta.

—Sí, pero me gustaría saber cómo sigue. Así no puede seguir.

Jachmann solo pronuncia una palabra:

—Dinero.

Y, qué curioso, el viejo as del cine tiene razón; cuando el hombre regresa, la mujer ha encontrado un anuncio en la prensa; le gustaría comprar algo. Empieza la discusión. ¿Dónde está el dinero para los gastos de la casa?, inquiere ella. ¿Y el mío para mis gastos?, replica él. Enseñan ambos sus respectivos monederos. Y el calendario de pared indica el día 17. Fuera, la lechera llama a la puerta, quiere cobrar, pasan las hojas del calendario: 18, 19, 20… ¡hasta el 31! El hombre apoya la cabeza en las manos, junto a las carteras vacías se ve un montoncito de calderilla, el calendario de pared pasa ruidosamente…

¡Oh, qué guapa se vuelve la mujer, es cada vez más guapa, lo anima con suavidad, le acaricia el pelo, levanta su cabeza, le ofrece la boca, cómo brillan esos ojos femeninos!

—¡Menudo buitre! —exclama Pinneberg—. Y ahora, ¿qué hará él?

Ay, el hombre empieza a entusiasmarse, la toma en sus brazos, el anuncio aparece y desaparece, el calendario de pared pasa volando otros catorce días; al lado el nene juega con el osito que abraza al muñeco, sobre la mesa reposa una ínfima cantidad de dinero… La mujer está sentada en el regazo del hombre…

Todo ha desaparecido y de una oscuridad negra como la noche surge, iluminándose poco a poco, la brillante caja de un banco. Ahí está la mesa con la reja de alambre entreabierta, pero no se ve ni un alma… Ah, esos paquetes con tantos billetes, los cartuchos con monedas de plata y de latón, un fajo de billetes de cien marcos empezado, abierto en forma de abanico…

—El dinero —dice, flemático, Jachmann—. Y a la gente le encanta verlo.

¿Lo ha oído Pinneberg? ¿Y Corderita?

Vuelve a oscurecer… La oscuridad se abate durante largo rato… Se oye respirar a la gente, unas respiraciones largas, profundas. Corderita escucha el aliento de su chico y este el de ella.

Clarea de nuevo. Vaya por Dios, las cosas buenas de esta vida no las ve uno en el cine, la mujer está completamente arreglada, envuelta en su bata. El hombre, con su sombrero hongo, se despide del niño con un beso. Ahí va el pobre hombre por la gran ciudad, sube a un autobús, cómo corre la gente, cómo se atascan, se apresuran y fluyen los vehículos. Y los semáforos se ponen rojos, verdes y amarillos, y diez mil edificios con un millón de ventanas, y gente y más gente… y él, el pobre hombre, no tiene nada más que una vivienda de dos habitaciones y media, una mujer y un niño. Eso es todo.

Una mujer necia quizá, que no sabe valorar el dinero, pero solo tiene ese poquito… y a su marido no le parece necia. Y ante él, inevitablemente, está la mesa con las cuatro patas ridículamente altas, y hacia ella se dirige el hombre, así le ha sido prescrito en esa misteriosa existencia. No puede rehuirla.

Y, como es natural, no lo hace. Hay un instante en el que la mano del pobre cajero pende sobre el dinero igual que un gavilán en el aire sobre el corral de pollitos, con las garras muy abiertas. No, la mano se cierra, no son garras, son dedos. El es un pobre cajero de banco, no un ave de presa.

Pero, ved, ese pobre cajero es amigo del meritorio del banco, y este, como es lógico, es hijo de un auténtico director de banco. Nadie se ha dado cuenta de que ese meritorio ha visto la mano extendida cual garra de gavilán. Pero ahora, en la pausa del desayuno, el meritorio, llevándose aparte a su amigo, el pobre cajero de banco, le dice sin rodeos:

—Necesitas dinero.

Y por mucho que el otro se resiste y lo niega, regresa a tasa con los bolsillos llenos. Pero cuando saca el dinero y lo deposita sobre la mesa, pensando que su mujer estará radiante, fijaos, a la mujer el dinero le da completamente igual, no le interesa. Lo que le interesa es el hombre. Y atrayéndolo al sofá, lo abraza.

—¿Cómo lo has hecho? ¿Ha sido por mí? ¡Oh, nunca te creí capaz!

Pero el hombre no llega a referirle la verdadera historia, ay, se siente incapaz, ¡cómo lo ama su mujer de repente! El asiente, calla y exhibe una sonrisa elocuente… Ella se muestra tan apasionada, tan orgullosa de él…

¡Qué expresión de humanidad la de ese pequeño actor! Ese gran actor, Pinneberg ha visto su rostro esa mañana, yaciendo sobre la almohada del lecho conyugal, cuando el despertador marcaba cinco minutos antes de la media, un rostro cansado, arrugado, el hombre estaba embargado por las preocupaciones. Y ahora, ante la mujer que ama, que le admira por primera vez en su vida… cómo se ilumina su rostro, cómo desaparece el disimulo, cómo crece y se agranda la dicha floreciendo igual que una flor descomunal, enteramente hecha de sol… Ay, pobrecillo, pobre hombre, sumiso rostro, ha llegado tu oportunidad, nunca podrás decir, nunca, que has sido siempre un hombre del montón, ¡tú también has sido rey!

Sí, ahora él se ha convertido en rey, en el rey de ella. ¿Tiene hambre? ¿Le duelen los pies por estar mucho tiempo de pie? Cómo corre la mujer, cómo le agasaja, él es mucho más que ella, ¡ha obrado así por ella! Nunca tendrá que volver a poner el agua a calentar, a levantarse el primero… Es el rey.

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