Hoy tengo que vender por trescientos marcos… Al despertarse, al tomar café, durante el camino, al entrar en la sección, sin interrupción: trescientos marcos.
Entonces llega un cliente, ah, quiere un abrigo, ochenta marcos, una cuarta parte de la cuota asignada, ¡decídete, cliente! Pinneberg acarrea prendas hasta allí, se las prueba, muestra su entusiasmo con cada abrigo, y cuánto más se agita (¡decídete, decídete! ), más se enfría el cliente. Ay, Pinneberg exhibe todos los registros, prueba con la sumisión:
—El señor tiene un gusto excelente, al señor todo le sienta bien…
Percibe cómo va resultando cada vez más desagradable al cliente, más nauseabundo, sin poder evitarlo. Hasta que el cliente se marcha.
—Me lo pensaré.
Y Pinneberg en cierto modo se desinfla, sabe que lo ha hecho todo mal, pero el miedo latía en su interior, arrastrándolo, ahí están los dos en casa, vamos ya tan apretados, no alcanza, ¿qué pasará si…?
Desde luego su situación todavía no es demasiado mala. Llega Heilbutt, el más decente entre los decentes, y pregunta:
—Pinneberg, ¿cuánto…?
Jamás le exhorta a actuar de otra manera, a tranquilizarse, no se las da de listo como Jänecke y el señor Spannfuss, sabe que Pinneberg puede, aunque ahora no. Pinneberg no es duro, sino blando; si le aprietan, se deforma, se deshace, convirtiéndose en papilla.
Pero en lugar de desanimarse, se esfuerza una y otra vez, y tiene días felices en los que está a su altura, como antes, y no falla una sola venta. Cree entonces que el miedo ya está superado.
Luego ellos, los señores, pasan a su lado y dejan caer como de pasada:
—Vamos, señor Pinneberg, las ventas podrían animarse un poco más.
O:
—¿Por qué no vende nunca trajes azul marino? ¿Pretende que nos quedemos con todos en el almacén?
Pasan a su lado y luego dicen otra cosa o lo mismo al siguiente vendedor. Heilbutt tiene razón, no hay que hacerles el menor caso, no es más que estúpida palabrería de fustigadores, se creen obligados a decir esas cosas.
No, no hay que hacer el menor caso a lo que cotorrean, pero ¿se puede obrar así? Pinneberg ha vendido ese día por valor de doscientos cincuenta marcos, y entonces llega el tal señor supervisor y dice:
—Lo veo muy relajado. Le recomiendo a usted que tome ejemplo de sus colegas de ahí enfrente, ellos están tan anillados por la tarde como por la mañana.
Keep smiling
! ¿Sabe usted lo que significa? ¡Sonreír siempre! El relax no existe, un vendedor con aspecto relajado no es una buena referencia para una tienda…
Y se aleja con paso majestuoso, mientras Pinneberg murmura para sus adentros: ¡Qué sopapo te metía en los morros, perro! Pero, como es natural, tras hacer la reverencia y esbozar una sonrisa, la sensación de seguridad se ha esfumado.
Ay, él todavía es bueno. Conoce a un par de vendedores que han sido citados en la oficina de personal y amonestados o exhortados, según.
—Le han puesto la primera inyección —dicen—. Morirá pronto.
Porque entonces el miedo no hace sino aumentar, el vendedor sabe que dos inyecciones más y será el fin: paro, crisis, beneficencia pública, punto y final.
A él no lo han citado todavía, pero sin Heilbutt hace mucho que le habría llegado el turno. Heilbutt es la torre, Heilbutt es intocable, Heilbutt es capaz de decir al señor Jänecke:
—A lo mejor intenta usted algún día demostrarme cómo vender…
Y el señor Jänecke replica:
—¡No le tolero ese tono, señor Heilbutt! —Y se aleja.
Pero un buen día Heilbutt falta, es decir, se presenta y vende, pero a mitad de ese día de abril desaparece, nadie sabe dónde.
Jänecke quizá sí, pues no pregunta por él. Y Kessler seguramente también, pues pregunta a todos por él, y con tal insistencia y tanto rencor que todos se dan cuenta de que ha sucedido algo.
—¿Conoce usted el paradero de su amigo Heilbutt? —pregunta a Pinneberg.
—Se habrá puesto enfermo —gruñe Pinneberg.
—¡Cielos, pues no me gustaría sufrir esa clase de enfermedad! —exclama Kessler alborozado.
—¿A qué viene eso? ¿Qué es lo que sabe? —pregunta Pinneberg.
—¿Yo…? Nada en absoluto. ¿Qué voy a saber?
—Venga, hombre, si dice que…
Kessler se siente muy ofendido.
—No sé nada en absoluto. Solo he oído que lo han llamado a la oficina de personal… Le han dado el finiquito, ¿comprende?
—¡Tonterías! —dice Pinneberg, y en tono muy audible refunfuña a sus espaldas—: ¡Idiota!
¿Por qué iban a darle el finiquito a Heilbutt, por qué iban a despedir al vendedor más eficaz? Qué disparate. A cualquiera antes que a Heilbutt.
Al día siguiente Heilbutt sigue ausente.
—Si mañana no aparece, por la tarde iré directamente del trabajo a su casa —comenta Pinneberg a Corderita.
—Hazlo —le recomienda ella.
Pero por la mañana se entera de la explicación. Es el señor Jänecke quien se digna informar a Pinneberg.
—Usted era amigo de ese tal… Heilbutt, ¿no?
—Y todavía lo soy —contesta Pinneberg, belicoso.
—Ya. ¿Y sabe que tenía unas ideas un poco extrañas?
—¿Extrañas?
—Sobre la desnudez.
—Sí —responde Pinneberg con cierta vacilación—. Me habló una vez del asunto. Algo de una asociación nudista.
—¿También pertenece usted a ella?
—¿Yo? No.
—Claro, claro, está casado —el señor Jänecke hace una pausa—. Nos hemos visto obligados a despedir a su amigo Heilbutt. Por unas historias muy feas.
—¿Cómo? —inquiere Pinneberg acalorado—. ¡No me lo creo!
El señor Jänecke sonríe.
—Querido señor Pinneberg, usted no conoce demasiado al ser humano. Lo noto con frecuencia en su forma de vender. —Y remacha—: Unas historias muy feas. El señor Heilbutt vendió en la calle fotos suyas desnudo.
—¿Qué? —exclama Pinneberg.
El es un viejo berlinés y jamás ha visto que alguien venda en la calle fotografías suyas desnudo.
—Pues así es —dice el señor Jänecke—. La lealtad a su amigo le honra, aunque no es una buena señal de su conocimiento del ser humano.
—Sigo sin entender nada —dice Pinneberg—. ¿Fotos suyas desnudo en la calle…?
—Desde luego a nosotros nadie nos reprochará que damos trabajo a un vendedor cuyos desnudos han tenido en la mano clientes y quizá incluso dientas. ¡Por favor, con ese rostro tan marcado! —Y dicho esto, el señor Jänecke prosigue su camino, sonríe amablemente a Pinneberg, animándole en cierto modo, hasta donde lo permite la distancia entre ambos.
—¿Qué, le ha puesto ya al corriente de lo de su amigo Heilbutt? Menudo cerdo, yo nunca tragué a ese perro presumido.
—Pues yo sí —responde Pinneberg en tono muy audible—. Y si en mi presencia vuelve a…
No, Kessler no puede colocarle a Pinneberg la bonita foto del desnudo, por mucho que le hubiera gustado estudiar el efecto en su expresión. Pinneberg no la ve hasta más tarde, en el transcurso de la mañana. No es solo el gran acontecimiento en confección de caballeros, hace mucho que ha desbordado el marco de esa sección, las vendedoras situadas a la derecha, junto a las medias de seda, y a la izquierda, junto a los accesorios, no paran de hablar del tema y la foto pasa de mano en mano.
De ese modo llega a Pinneberg, que lleva toda la mañana rompiéndose la cabeza preguntándose cómo Heilbutt ha podido vender desnudos suyos en la calle. Bueno, lo sucedido es algo distinto, no había caído en ello, el señor Jänecke tiene razón y no la tiene. Es una revista, una de esas revistas de las que no se sabe bien si se publican para difundir el nudismo o para excitarse.
En la tapa de la revista, en un marco ovalado, aparece inequívocamente Heilbutt en postura belicosa, con un venablo en la mano. Es una foto bonita, una de esas tomas de galán, y la verdad es que es un hombre muy bien hecho que se dispone a lanzar el venablo… aunque sin ropa. Seguro que a las pequeñas vendedoras les resulta muy picante, y alguna de ellas se habría muerto de ganas de verlo desnudo frente a ella… Seguro que no desilusionaría a ninguna. Pero semejante revolución…
—¿Quién compra esas revistas? —comenta Pinneberg a Lasch—. Eso no es motivo para despedir a nadie.
—Seguro que ha levantado la liebre el cotilla de Kessler —opina Lasch—. Al menos la revista es suya. Fue el primero de todos en enterarse.
Pinneberg se propone ir a ver a Heilbutt, pero no esa tarde. Antes tiene que discutir el asunto con Corderita. Porque el bueno de Pinneberg tampoco es así, la historia le provoca una cierta desazón a pesar de la amistad. Compra un número de la revista y se la lleva a Corderita para ilustrarla.
—Por supuesto que debes ir a verlo —le aconseja—. Y no permitas que nadie lo critique en tu presencia, ¿me oyes?
—¿Qué te parece su aspecto? —pregunta Pinneberg curioso, porque siente una pizca de envidia de ese hermoso cuerpo.
—Está muy bien hecho —afirma la señora Pinneberg—. Tú ya has echado un pelín de barriga. Y tampoco tienes las manos y los pies tan bonitos como él.
Pinneberg se siente muy abochornado.
—¿Qué opinas? A mí me parece que está espléndido. ¿Podrías enamorarte de él?
—No creo. Es demasiado moreno para mi gusto. Y además… —Le rodea el cuello con la mano y le sonríe—, ¡estoy enamorada de ti!
—Todavía —responde ella—. De verdad de la buena.
A la tarde siguiente, Pinneberg se reúne con Heilbutt. Pero este no se muestra ni un ápice intimidado.
—¿Te has enterado, Pinneberg? Esos han metido la pata con su despido sin preaviso. Ya he presentado una queja en magistratura de trabajo.
—¿Crees que saldrás bien parado?
—No me cabe la menor duda. Saldría bien parado aunque hubiera dado permiso para publicar la foto. Pero es que puedo demostrar que se publicó sin mi consentimiento. Así que no tienen razón.
—¿Y después? Te darán tres meses de sueldo y te quedarás sin trabajo.
—Mi querido Pinneberg, ya encontraré otra cosa, y si no encuentro nada, me independizaré. Saldré adelante. No iré a sellar la cartilla del paro.
—Te creo. ¿Me contratarás cuando tengas tu propio negocio?
—Desde luego, Pinneberg. Serás el primero.
—¿Sin cuotas?
—¡Sin cuotas, por supuesto! Bueno, ¿y qué va a pasar ahora contigo? Te costará. ¿Podrás arreglártelas solo?
—Tengo que hacerlo. No me queda más remedio —responde Pinneberg con una confianza que no acaba de sentir del todo—. Todo se andará. Estos días me ha ido muy bien. Llevo ciento treinta de ventaja.
—Bueno. Quizá te beneficie que yo no esté —dice Heilbutt.
—No, sería mejor que estuvieses.
Y Johannes Pinneberg regresa a casa. Es extraño, pero al cabo de un rato ya no tiene nada de qué hablar con Heilbutt. Pinneberg lo aprecia de corazón, porque es un tipo fabuloso y legal, pero no acaba de convertirse del todo en su auténtico amigo. No tiene intimidad con él.
Así que se toma su tiempo para visitar de nuevo a Heilbutt; es más, primero necesita que se lo recuerden directamente porque las habladurías en la rienda dicen que Heilbutt ha ganado el juicio contra Mandel.
No obstante, cuando Pinneberg llega a casa de Heilbutt, este se ha mudado.
—No tengo ni idea de adónde, querido señor, seguramente a Dalldorf o Wittenau, como se llama ahora. Estaba lo bastante loco para eso. ¿Creerá que incluso a mí, que soy una mujer vieja, intentó convencerme de sus guarradas?
Heilbutt ha desaparecido.
E
s una hermosa y clara tarde de finales de primavera que preludia el verano. Pinneberg, finalizado su trabajo cotidiano, sale de los grandes almacenes Mandel y se despide de sus compañeros:
—¡Hasta mañana! —Y echa a andar.
Una mano se apoya en su hombro.
—Queda usted detenido, Pinneberg.
—¡Caramba! —exclama Pinneberg sin asustarse lo más mínimo—. ¿Y eso por qué? Ay, Dios, es usted, señor Jachmann. Llevaba una eternidad sin verlo.
—Ahí se ve la buena conciencia —contesta Jachmann con tono melancólico—. No se ha sobresaltado lo más mínimo. ¡Dios, quién fuera como estos jóvenes! Es envidiable.
—Cuidadito, señor Jachmann —le advierte Pinneberg—. De envidiable, nada. Usted no querría cambiarse por mí ni tres días. En Mandel…
—¿Cómo que en Mandel? ¡Ya me gustaría tener su empleo! Es seguro, sólido —dice el lúgubre Jachmann mientras camina despacio en compañía de Pinneberg—. Ahora está todo tan tristón. Bueno, ¿y qué tal su mujer, recién casado?
—Está bien —contesta su interlocutor. Tenemos un niño.
—¡No me diga! ¿En serio? ¿Un niño? —Jachmann se muestra muy sorprendido—. Han sido muy rápidos. ¿Pueden permitirse algo así? ¡Es envidiable!
—No podemos permitírnoslo —comenta Pinneberg—. Pero si fuera por eso, nadie tendría hijos. Así que tiene que funcionar.
—Cierto —responde Jachmann, que decididamente no ha oído nada en absoluto—. Escuche, Pinneberg, preste atención. Ahora vamos a ver el escaparate de esa librería…
—¿Y…? —pregunta Pinneberg a la expectativa.
—Es un libro muy instructivo —dice Jachmann de manera audible—. He aprendido mucho de él —y en voz baja—: Mire a la izquierda. ¡Con disimulo, hombre, con disimulo!
—¿Y…? —vuelve a preguntar Pinneberg, que encuentra muy misterioso el asunto y al gigante Jachmann muy cambiado—. ¿Qué es lo que tengo que ver…?
—Ese gordo de gafas y barba desgreñada, vestido de gris, ¿lo ha visto?
—Sí, claro —contesta Pinneberg—. Por ahí va.
—Bien —dice Jachmann—. Pues no lo pierda de vista. Y ahora hable conmigo con toda naturalidad. Es decir, no mencione mi nombre bajo ningún concepto. Limítese a contarme algo.
Pinneberg rebusca en su mente: ¿qué demonios ocurre? ¿Qué quiere Jachmann? De su madre tampoco dice palabra.
—Vamos, diga algo —le apremia Jachmann—. Cuente lo que sea, caminar tan silenciosos el uno junto al otro es una soberana estupidez y por fuerza tiene que llamar la atención.
¿Llamar la atención? ¿A quién?, se pregunta Pinneberg.
Y en voz alta:
—El tiempo es espléndido, ¿verdad, señor…? —Y por poco se le escapa el nombre.
—Tenga cuidado, hombre —susurra Jachmann. Y en tono audible—: Sí, es un tiempo magnífico.
—Quizá vendría bien un poco de lluvia —Pinneberg contempla, pensativo, la espalda del hombre gris que camina un par de metros por delante de él—. Ahora es demasiado seco.