Pequeño hombre ¿y ahora qué? (16 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—¡Quia, ni una palabra! ¿De qué tiene miedo? Usted no sabe mentir, salta a la vista. No, usted no sabe nada… Acompáñeme un momento ahí enfrente, al café…

—No, ahora me gustaría… —insiste Pinneberg—. Ahora querría tener la certeza. Es tan importante para mi mujer y para mí…

—¡Importante! Un sueldo de doscientos marcos… Bueno, bueno, deje de mirarme así, no lo he dicho con mala intención. Escuche, Pinneberg —dice el gran Jachmann colocando la mano con mucha suavidad sobre el hombro del pequeño Pinneberg—. No estoy aquí diciendo desatinos en vano, Pinneberg… —afirma, escudriñando a su interlocutor—. ¿No le molestará que sea amigo de su madre?

—No, no… —responde Pinneberg arrastrando las sílabas y deseando estar en otra parte.

—Ya lo ve —dice Jachmann con una voz de veras muy simpática—. Ya lo ve, Pinneberg, soy un metomentodo. Otros quizá se hubieran callado educadamente y habrían pensado: ¡qué me importan a mí esos jóvenes mentecatos! Veo que le molesta, pero no debe molestarle, Pinneberg, dígaselo también a su mujer… No, no es necesario, su mujer es diferente a usted, lo he comprendido enseguida… Y si Pinneberg y yo tenemos una bronca, no se figure usted cosas raras, eso va incluido en lo nuestro, sin eso sería aburrido… Que Pinneberg pretenda que usted le dé cien marcos por ese cuarto apolillado es un disparate, niéguese en redondo, ella lo despilfarrará. Tampoco se rompa la cabeza por las veladas nocturnas, eso es así y seguirá siendo mientras existan idiotas… Y otra cosa más, Pinneberg… —y ahora el charlatán se muestra amabilísimo y Pinneberg, a pesar del rechazo, encantado y entusiasmado—, no le cuente a las primeras de cambio a su madre que espera un hijo. Quiero decir su mujer, naturalmente. Para su madre es lo peor, peor todavía que las ratas y las chinches, seguro que no vivió buenas experiencias con usted. No diga nada. Niéguelo. Ya habrá tiempo. Yo procuraré que se haga a la idea… ¿Usted no birlará el jabón en el baño, eh?

—¿Cómo dice? ¿El jabón? —pregunta Pinneberg, confundido.

—Bueno… —Jachmann sonríe, socarrón—, porque cuando el hijo roba a la madre el jabón de la bañera mientras se baña, se arma la de Dios. ¡Taxi! ¡Eh, taxi! —grita de pronto el gigante—. Ya hace media hora que tenía que estar donde Alex, los colegas me van a enseñar lo que vale un peine. —Y una vez en el coche, añade—: Bueno, segundo patio a la derecha. Lehmann. No diga nada. ¡Mucha suerte! ¡Y beso la mano de la joven señora! ¡Buena caza!

Segundo patio a la derecha. Todo es Mandel. Cielo santo, son unos grandes almacenes enormes, hasta la fecha Pinneberg no había trabajado en una empresa ni una décima parte de grande, quizá ni siquiera una centésima. Y se jura a sí mismo matarse a trabajar, ser eficaz, soportarlo todo, no protestar. ¡Ay, Corderita, ay, criaturita!

Segundo patio a la derecha, justo en la planta baja: «Mandel. Oficina de Personal». Y otro cartel gigantesco: «De momento es inútil presentar solicitudes de empleo». Y un tercer cartel: «Pase sin llamar». Pinneberg obedece y entra sin llamar.

Un mostrador. Detrás, cinco máquinas de escribir. Detrás de las cinco máquinas, cinco chicas, jóvenes unas, mayores otras. Las cinco alzan la vista y la vuelven a bajar en el acto mientras prosigue el repiqueteo: ninguna se ha dado cuenta de que ha entrado alguien. Pinneberg se detiene un momento y espera. Después le dice a una de blusa verde, que es la más cercana:

—Perdone, señorita…

—Dígame —dice la de blusa verde con una mirada de enfado, como si le hubiera exigido allí mismo que le atendiera sin más dilación…

—Desearía hablar con el señor Lehmann.

—¡El cartel del exterior!

—¿Cómo?

—¡¡El cartel del exterior!!

—No la enriendo, señorita.

La de blusa verde está furiosa.

—Lea usted el cartel del exterior. Las solicitudes de empleo son inútiles.

—Ya lo he leído, pero estoy citado con el señor Lehmann. Me espera.

La joven —Pinneberg opina que, por lo demás, tiene un aspecto muy agradable y cortés, aunque ¿le hablará a su jefe igual que a los colegas? —, la joven lo mira enfadada.

—¡Nota! ¡Rellene la nota! —exclama muy alterada.

Pinneberg sigue la dirección de su mirada. En el rincón, sobre un pupitre, hay un bloc y un lápiz colgado de una cadena. «Señor / Señora / Señorita… desearía hablar con Señor / Señora / Señorita… Objeto de la entrevista (indicar con exactitud)… »

Pinneberg escribe primero Pinneberg, después Lehmann; en objeto de la entrevista, que ha de indicarse con tanta exactitud, vacila. Titubea entre «conocido» y «colocación». Pero seguramente ninguno de ambos daría buen resultado ante la severa joven, de modo que escribe «Jachmann».

—Tenga, señorita.

—Déjelo ahí.

La nota queda sobre el mostrador y las máquinas de escribir martillean mientras Pinneberg espera.

Al cabo de un rato dice con suavidad:

—Señorita, creo que el señor Lehmann me espera.

No hay respuesta.

—Por favor, señorita…

La dama profiere un sonido ininteligible, parecido a un «schschsch», Pinneberg se figura que se parece al silbido de las serpientes.

Como aquí todos los colegas sean así… piensa Pinneberg sombrío. Y sigue esperando.

Al cabo de un rato entra un ordenanza de uniforme gris.

—¡Nota! —exclama la joven.

El ordenanza recoge la nota, la lee, mira a Pinneberg y desaparece.

No, esta vez Pinneberg no tiene que esperar mucho tiempo. El ordenanza reaparece y dice muy educado:

—El señor Lehmann lo espera. —Y, atravesando la barrera, lo guía por un pasillo hasta una estancia.

No es el despacho de Lehmann, sino la antesala.

Allí está sentada una señora entrada en años de piel amarillenta, es la secretaria particular, piensa Pinneberg estremeciéndose. La dama dice con expresión doliente, triste:

—Tome asiento, por favor. El señor Lehmann aún está ocupado.

Pinneberg se sienta. Es una antesala con numerosos archivadores, todas las persianas enrollables están levantadas, los clasificadores se amontonan, azules, amarillos, verdes, rojos. Cada clasificador tiene su etiqueta y Pinneberg lee nombres en ellas: Fichte, lee, después Filchner, a continuación Fischer.

Son los nombres de los colegas, piensa, hojas de servicio, piensa. Algunas son muy delgadas, algunos destinos son medianos, no hay destinos personales muy gordos.

La señorita amarilla entrada en años va de un lado a otro. Coge una copia mecanografiada, la mira doliente, suspira, la perfora. Coge un expediente y guarda dentro la copia. ¿Es un despido o un aumento de sueldo? ¿Dice la carta que la señorita Bier debe mostrarse más amable con la clientela?

Ay, a lo mejor, piensa Pinneberg, la señorita amarilla entrada en años tiene que preparar un expediente mañana o ese mismo día por la tarde: Johannes Pinneberg. ¡Qué más quisieras! Suena el timbre estridente del teléfono, de nuevo mete el expediente en el anaquel, suena el estridente timbre del teléfono. La señorita levanta el auricular y dice con su voz doliente, amarilla:

—Oficina de Personal. Sí, está el señor Lehmann… ¿De parte de quién? ¿Del señor director Kussnick?… Por favor, diga al señor director Kussnick que se ponga al aparato. Entonces le pasaré con el señor Lehmann.

Breve pausa. La señorita escucha por el auricular inclinada hacia delante, en cierto modo parece ver a la parte contraria al otro extremo de la línea, un rojo muy delicado colorea sus pálidas mejillas. Su tono sigue siendo doliente, aunque con una chispa de dureza, cuando dice:

—Lo siento, señorita, pero no puedo pasar la llamada al señor Lehmann hasta que quien llama esté al aparato.

Una pausa para escuchar. Con una pizca más de dureza, añade:

—¿Que solo puede pasar la llamada al señor director Kussnick cuando el señor Lehmann esté al aparato? —Pausa. Orgullosa—: Pues yo solo puedo pasar la llamada al señor Lehmann cuando el señor director Kussnick esté al aparato. —Ahora la cosa se acelera y el tono se endurece—: Perdone, señorita, pero ha llamado usted… No, señorita, yo tengo mis instrucciones… Perdone, señorita, pero no tengo tiempo para eso… No, señorita, primero debe ponerse el señor Kussnick al aparato… Perdone, señorita, o cuelgo ahora mismo… No, señorita, ya me ha sucedido lo mismo con demasiada frecuencia, después su jefe hablará por otro teléfono. El señor Lehmann no puede esperar. —Más suave—: Sí, señorita, ya le he dicho que el señor Lehmann está aquí. Entonces le paso ahora mismo. —Pausa. Después otra voz completamente distinta, doliente, suave—: ¿Señor director Kussnick? Le paso con el señor Lehmann —pulsando una clavija, con tono melifluo—: Señor Lehmann, el señor director Kussnick al aparato… ¿Perdón, cómo dice? —Escucha con toda su alma, muy ofendida—: Sí, señor Lehmann… —Pulsando otra clavija—: ¿Señor director Kussnick? Me acaban de comunicar que el señor Lehmann se ha marchado a una reunión… No, no puedo localizarlo.

De momento no está en el edificio… No, señor director, yo no he dicho que el señor Lehmann estuviera aquí, su secretaria se equivoca. No, no puedo precisar cuándo regresará el señor Lehmann. No, por favor, yo no he dicho eso, su secretaria se equivoca. Buenos días.

Cuelga. Sigue doliente, amarillenta, con un minúsculo atisbo de rubor. A Pinneberg le parece que su humor ha mejorado cuando continúa archivando hojas en los expedientes del personal.

Un poquito de camorra parece sentarle bien, piensa Pinneberg. Seguro que se alegra de que a la colega de Kussnick le echen una pequeña reprimenda. Lo importante es que ella está segura.

Suena el estridente timbre del teléfono. Dos veces. Con fuerza. El expediente vuela desde la mano hasta el suelo, la señorita está al aparato:

—Dígame, señor Lehmann… Desde luego… Ahora mismo… —Y dirigiéndose a Pinneberg—: El señor Lehmann lo espera.

Abre la puerta acolchada.

Qué bien que haya podido ver todo esto, piensa Pinneberg mientras traspasa el umbral. Hay que ser tremendamente respetuoso. Hablar lo menos posible. Claro que sí, señor Lehmann. A sus órdenes, señor Lehmann.

Es una habitación gigantesca, la ventana ocupa casi toda la pared. Y junto a la ventana se ve un escritorio gigantesco, sobre el que únicamente hay un teléfono y un lápiz amarillo descomunal. Ni un trozo de papel, nada. A un lado del escritorio, un sillón: vacío. Al otro, una pequeña silla de rejilla, y en ella el que debe ser el señor Lehmann, un hombre amarillento, alto, con la cara llena de arrugas transversales, barbita negra y calva enfermiza. Ojos muy oscuros, redondos, penetrantes.

Pinneberg se detiene ante el escritorio. Anímicamente tiene, por así decirlo, las manos pegadas a las costuras del pantalón y la cabeza hundida entre los hombros encogidos, para no parecer demasiado alto.

El señor Lehmann se sienta en una pequeña silla de rejilla, pero, en realidad, para señalar correctamente la distancia, tendría que sentarse en el peldaño más alto de una escalera de tijera.

—Buenos días —saluda el señor Pinneberg con tono suave y cortés, haciendo una reverencia.

El señor Lehmann no contesta. Pero agarra el lápiz descomunal, lo pone vertical.

Pinneberg espera.

—¿Qué desea? —pregunta el señor Lehmann con aspereza.

A Pinneberg le han golpeado justo en el estómago, un golpe bajo.

—Yo… yo creía… el señor Jachmann. —Se queda agotado, sin nada de aire.

El señor Lehmann lo observa.

—El señor Jachmann me trae sin cuidado. Quiero saber lo que quiere usted.

—Solicito —contesta Pinneberg muy despacio para que el aire no vuelva a dejarlo en la estacada— un puesto de dependiente.

El señor Lehmann deposita el lápiz a la larga.

—Nosotros no empleamos a nadie —dice con decisión.

Y espera.

El señor Lehmann es una persona muy paciente. Sigue esperando. Y finalmente dice volviendo a enderezar el lápiz:

—¿Algo más?

—¿Quizá más adelante…? —balbucea Pinneberg.

—En esta coyuntura… —responde el señor Lehmann, desdeñoso.

Silencio.

Así que puede marcharse. Un nuevo chasco. ¡Pobre Corderita!, piensa Pinneberg. Se dispone a despedirse. Entonces dice el señor Lehmann:

—A ver, enséñeme sus informes.

Pinneberg se los entrega con mano temblorosa, siente un pánico mortal. No se sabe qué le ocurre al señor Lehmann, pero los grandes almacenes Mandel tienen cerca de mil empleados y el señor Lehmann es el jefe de personal, así que es un hombre importante. A lo mejor el señor Lehmann se divierte.

Total, que Pinneberg extiende, temblando, sus informes: el de aprendizaje, después el de Wendheim, luego el de Bergmann y por fin el de Kleinholz.

Todos ellos excelentes. El señor Lehmann los lee muy despacio, impávido. Después alza la vista con aire meditabundo. Quizá, quizá…

—Bueno, nosotros no llevamos abonos —le comunica el señor Lehmann.

¡ Vaya por Dios! Pinneberg, que es un infeliz, solo acierta a balbucear:

—Ejem, yo creía… En realidad, confección de caballero… Eso fue una medida provisional…

Lehmann paladea el momento. Ha estado tan bien que repite:

—No, no llevamos abonos —y añade—: ni patatas.

También podría hablar de cereales y semillas, todo eso figura en la carta de Emil Kleinholz, pero lo de las patatas no ha salido muy bien. Así que se limita a gruñir:

—¿Y su seguro de empleado?

¿A qué viene todo eso?, piensa Pinneberg. ¿Para qué quiere mi seguro? ¿Pretende acaso atormentarme? Le tiende un documento verde.

El señor Lehmann lo contempla largo rato, examina los sellos con un leve asentimiento.

—¿Y su carta de pago de las rentas del trabajo personal?

Pinneberg también se la entrega y también es analizada a fondo. Luego otra pausa para que Pinneberg abrigue esperanzas, se desespere y recobre la esperanza.

—Bien —concluye el señor Lehmann, colocando la mano sobre los papeles—. Bien, nosotros no contratamos a nuevo personal. No podemos hacerlo. ¡Porque estamos despidiendo al antiguo!

Punto y final. Se acabó. Esto ha sido definitivo. Pero la mano del señor Lehmann reposa sobre los documentos, e incluso coloca sobre ellos el monumental lápiz amarillo.

—No obstante… —añade el señor Lehmann—. No obstante, podemos contratar a personal de nuestras filiales. Siempre que sea muy eficiente. ¿Usted será un trabajador eficiente, verdad?

Pinneberg farfulla algo. Ninguna protesta. Pero al señor Lehmann le basta.

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