—«Debes saber tú, mi amor, los pesares que soporto…»
—Es una especie de
Romeo y Julieta
de treintañeros y en España, pero con aspectos cómicos y un final feliz —explicó Volescamper amablemente—. Venga, ¿les apetece un poco de té?
—¿Qué? Sí… gracias.
Volescamper nos dijo que nos dejaría encerrados por motivos de seguridad, pero que podíamos llamar al timbre si necesitábamos algo.
La puerta de acero se cerró con un golpe y nosotros leímos con creciente interés cómo el caballero Cardenio le hablaba al público de su primer amor, Luscinda, y de cómo había huido a las montañas, después de que ella se casase con el mentiroso Ferdinand, para convertirse en un desgraciado indigente harapiento.
—Dios bendito —murmuró Bowden por encima de mi hombro, un sentimiento con el que yo estaba completamente de acuerdo.
La obra, falsificación o no, era excelente. Seguía al monólogo inicial una visión retrospectiva de Cardenio, todavía sin harapos, y Luscinda escribiendo una serie de apasionadas cartas de amor en una versión isabelina de la pantalla dividida Rock Hudson/Doris Day, con Luscinda a un lado reaccionando a lo que Cardenio escribía al otro y viceversa. También tenía mucha gracia. Efectivamente, el mundo era un lugar más pobre sin la obra. Seguimos leyendo y supimos de los planes de Cardenio para casarse con Luscinda, luego de la exigencia del duque de que Cardenio se convirtiese en acompañante de su hijo Ferdinand, del desesperado encaprichamiento de Ferdinand por Dorothea, del viaje al pueblo de Luscinda, de cómo el amor de Ferdinand se transfirió a Luscinda…
—¿Qué opinas? —le pregunté a Bowden cuando llegamos a la mitad.
—¡Asombroso!
Nunca
había visto nada parecido.
—¿Es auténtico?
—Eso creo… Pero ya se han cometido errores en otras ocasiones. Copiaré la parte en la que Cardenio descubre que le han engañado y que Ferdinand planea casarse con Luscinda. Lo pasaremos por el Analizador de Métrica en la oficina.
Seguimos leyendo. Las frases, la versificación, el estilo… todo era puro Shakespeare. Estaba emocionada, pero también preocupada. Mi padre solía decir que cuando algo es demasiado increíble para ser cierto normalmente lo es. Bowden comentó que el manuscrito original de
Eduardo
II
de Marlowe no había aparecido hasta los años treinta, pero aun así me sentía incómoda.
Aparentemente se habían olvidado del té y, a mediodía, justo cuando Bowden terminaba de copiar la escena de cinco páginas, una llave giró en la pesada puerta de acero. Lord Volescamper asomó la cabeza y anunció, un poco sin aliento, que debido a «compromisos anteriormente adquiridos» tendríamos que retomar el trabajo al día siguiente. Cuando salíamos de la casa llegaba una limusina Béntley. Volescamper nos dedicó un apresurado adiós antes de ir rápidamente a recibir al pasajero del coche.
—Bien, bien —dijo Bowden—. Mira quién es.
Un joven flanqueado por dos enormes guardaespaldas se apeó del
automóvil y le estrechó la mano al entusiasmado Volescamper. Le reconocí al instante. Era Yorrick Kaine, el joven y carismático líder del marginal partido
whig.
Él y Volescamper subieron los escalones hablando animadamente y desaparecieron en el interior de Vole Towers.
Nos alejamos de la mansión enmohecida con sentimientos encontrados sobre lo que habíamos estado examinando.
—¿Qué opinas?
—Me da mala espina —dijo Bowden—. Muy mala. ¿Cómo es posible que algo como el
Cardenio
aparezca de pronto?
—¿En qué medida te da mala espina en la escala de mala espina? —le pregunté—. El uno es una sardinita y el diez un tiburón ballena.
—Las ballenas no son peces, Thursday.
—Un tiburón ballena lo es… más o menos.
—Vale, me da tan mala espina como un pececillo de plata.
[12]
—Un pececillo de plata no es un pez —le dije.
—Entonces, una estrella de mar.
—
Sigue
sin ser un pez.
—¿Un lepisma?
—Vuelve a probar.
—Mantenemos una conversación muy extraña, Thursday.
—Te estoy tomando el pelo, Bowden.
—Oh, ya veo —respondió cayendo en la cuenta—. Niñerías.
El escaso sentido del humor de Bowden no era necesariamente algo malo. Después de todo, nadie de OpEspec tiene
realmente
mucho sentido del humor. Pero él consideraba socialmente necesario tenerlo, por lo que yo hacía lo posible por contribuir a su causa. El problema radicaba en que Bowden podía leer
Tres hombres en una barca
sin sonreír en ningún momento y consideraba a P. G. Wodehouse infantil, por lo que yo sospechaba que su enfermedad venía de lejos y era permanente.
—El tensionólogo me propuso que probase con monólogos cómicos —dijo Bowden, observando mi reacción con atención.
—Bien. «¿Cómo encuentra el Sportina?/Suelo encontrarlo donde lo dejo, señor», ha sido un buen comienzo —le dije.
Me miró extrañado. No había sido un chiste.
—Me he apuntado a la noche de talentos de la Sepia Feliz, el lunes. ¿Quieres oír mi número?
—Soy todo oídos.
Se aclaró la garganta.
—Vienen tres osos hormigueros, sabes, y entran en…
Se oyó un estallido, el coche escoró y oí un golpeteo rápido.
—¡Maldita sea! —murmuró Bowden—. Una rueda pinchada.
Se oyó otro estallido como el primero. Entramos en el aparcamiento de la parada de South Cerney del Skyrail.
—¿Dos pinchazos seguidos? —murmuró Bowden mientras salíamos. Nos miramos con curiosidad y luego estudiamos la carretera. No parecía que nadie más tuviese problemas; el tráfico iba y venía con toda tranquilidad.
—¿Cómo es posible que dos ruedas estallen al mismo tiempo?
—Simple mala suerte, supongo. —Me encogí de hombros.
—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.
—Buscaré una cabina —le dije—. ¿Tienes suelto…?
Me detuve porque me di cuenta de que había un billete junto a mi pie. Cuando lo recogía un tren del Skyrail se acercó sobre sus raíles de acero, como si todo estuviese previsto.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Bowden.
—Un pase de día para el Skyrail —repuse, pensativa—. Voy a subirme al Skyrail a ver qué pasa.
—¿Por qué?
—Un neandertal tiene problemas.
—¿Cómo lo sabes?
Fruncí el ceño.
—No estoy segura. ¿Qué es lo opuesto a
déjà vu;
cuando ves algo que todavía no ha sucedido?
—No lo sé…
¿avant voir?
—Eso es. Va a pasar algo… y yo estoy implicada.
—Iré contigo.
—No, Bowden; si tú tuvieses que venir conmigo habríamos encontrado dos billetes. Te mandaré una grúa.
Dejé a mi compañero con expresión de confusión y corrí hacia la estación, le enseñé el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma situada a quince metros del suelo. Hubiese estado sola de no ser por una joven que sentada en un banco se repasaba el maquillaje en un espejito. Me miró un momento antes de que las puertas del tren silbasen al abrirse y yo entrase, preguntándome qué iba a pasar a continuación.
Cinco coincidencias, siete Irmas Cohen
y un neandertal desconcertado
El experimento neandertal se concibió para crear lo que se denominaba de manera eufemística «contenedores de pruebas médicas», criaturas vivas lo más parecidas posible a los humanos sin que fueran legalmente humanas, recreadas a partir de células encontradas en un antebrazo de
Homo Llysternef neanderthalensis
conservado en un cenagal de turba cerca de Llysternef, Gales. El experimento fue un éxito rotundo. Por desgracia para la Goliath, incluso los técnicos médicos más crueles se negaron a realizar experimentos con seres inteligentes capaces de hablar, así que se entrenó al primer grupo de neandertales para ser «unidades de combate desechables», un proyecto que se desestimó en cuanto se descubrió la falta de instinto agresivo de los neandertales. Por consiguiente, se los liberó en la comunidad como mano de obra barata y se convirtieron en una forma apreciada de desgravar impuestos. Machos estériles con una esperanza de vida de unos cincuenta años pronto pasarán a formar parte de la creciente lista de «fracasos» de la industria genética.
G
ERHARD
V
ON
S
QUIDM
Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia
Las coincidencias son fenómenos extraños. Me gusta la referida a sir Edmund Godfrey, a quien en 1678 encontraron asesinado y abandonado en una cuneta de Greenberry Hill, Londres. Arrestaron y acusaron del crimen a tres hombres: el señor
Green,
el señor
Berry y
el señor
Hill.
Mi padre me había contado que, por lo general, no creaba ningún problema pasar de las coincidencias: no eran más que el descubrimiento aleatorio de un hecho pertinente entre un millón de posibles interconexiones diarias. «Para a un desconocido en la calle —me decía—, y rebuscad en vuestro pasado. No tardaréis en encontrar una coincidencia asombrosa imposible-de-atribuir-al-azar.»
Supongo que tenía razón, pero no explicaba cómo era posible que dos pinchazos frente a la estación, una radio rota, un billete caído del cielo y un Skyrail llegando en el preciso momento salieran juntos de la nada.
Entré en el único vagón del Skyrail y me senté delante. Las puertas se cerraron con un suspiro y nos deslizamos sin fricción sobre los lagos Cerney mientras atravesábamos Wessex. Estaba allí por alguna razón, me decía, y miraba a mi alrededor buscando cuál podía ser. El conductor neandertal del Skyrail tenía la mano sobre el acelerador y miraba el paisaje distraídamente. Se le agitaban las cejas y, ocasionalmente, olisqueaba el aire. El vagón iba casi vacío; siete personas, todas mujeres y ninguna conocida.
—Tres vertical —exclamó una mujer bajita que miraba un periódico doblado, a medias para sí y a medias para las demás—.
¿Dispuesta siempre a curiosear?
Once letras.
Nadie respondió. Seguimos moviéndonos y dejamos atrás la estación Cricklade sin parar, para disgusto de una mujer enorme vestida con ropa cara que se enfadó visiblemente y apuntó al conductor con el paraguas.
—¡Eh, tú! —aulló como un capitán durante una tormenta—. ¿Qué haces? ¡Quería bajar en Cricklade, maldito seas!
El conductor no pareció notar el insulto y murmuró una disculpa. Lo que evidentemente no fue suficiente para la mujer chillona y ofensiva, que usó el paraguas para golpear en las costillas al pequeño neandertal. Él no gritó de dolor; se limitó a hacer una mueca, cerrar la puerta del conductor y asegurarla con el cierre. Le quité el paraguas a la mujer, que conmocionada y horrorizada por mi acción gritó:
—¿Qué…?
—No lo haga —le dije—, es desagradable.
—¡Majaderías! —dijo entre carcajadas, de forma estridente y molesta—. ¡No es más que un neandertal!
—
Entrometida
—dijo una de las pasajeras taxativa, mirando fijamente un anuncio de Gravetubo que se encontraba a la altura de los ojos.
La mujer desagradable y yo la miramos, preguntándonos a quién se refería. Nos miró, ruborizada, y dijo:
—No, no. Once letras. Tres vertical.
Dispuesta siempre a curiosear. Entrometida.
—Muy buena —murmuró la dama del jeroglífico garabateando la respuesta.
Miré a la mujer bien vestida, quien me devolvió la mirada con malevolencia.
—Vuelva a chinchar al neandertal y la arrestaré por agresión.
—Resulta que sé que a los neandertales se los considera legalmente animales —dijo la mujer mordaz—. ¡Puedes agredir a un neandertal de la misma forma que puedes agredir a un ratón!
Empezaba a ponerme furiosa… lo que es siempre mala señal. Probablemente acabase cometiendo alguna estupidez.
—Quizá —respondí—, pero puedo arrestarla por crueldad, por alteración del orden y por lo que se me vaya ocurriendo.
Pero la mujer no se dejó intimidar en lo más mínimo.
—Mi esposo es juez de paz —anunció, como si aquello fuese un as en la manga—. Puedo ponerle las cosas muy difíciles. ¿Cómo se llama?
—Next —le dije sin vacilar—. Thursday Next. OE-27.
Parpadeó mínimamente y dejó de rebuscar papel y lápiz en el bolso.
—¿La Thursday Next de
Jane Eyre?
—preguntó, cambiando abruptamente de humor.
—La vi en la tele —dijo la mujer del crucigrama—. Debo decir que parece un poco obsesionada con su dodo. ¿Por qué no habló de
Jane Eyre,
la Goliath y sobre acabar con la guerra de Crimea?
—Créame, lo intenté.
El Skyrail dejó atrás la estación Broad Blunsdon y las pasajeras suspiraron al unísono, emitieron ruiditos de desaprobación y se encogieron de hombros.
—En la administración del Skyrail me van a oír —dijo una mujer corpulenta y con un dedo de maquillaje que sostenía un pequinés con cara de pocos amigos—. Una buena cura para la insubordinación es…
Tuvo que cortar el discurso cuando el neandertal aceleró de pronto. Llamé a la pesada puerta de plástico y grité:
—¿Qué pasa, amigo?
—¡Abre la puerta de inmediato! —exigió la mujer bien vestida, blandiendo el paraguas. Pero ese día el neandertal se había cansado de que le pinchasen con un paraguas.
—Ahora nosotros nos vamos a casa —se limitó a decir, mirando hacia delante.
—¿Nosotros? —repitió la mujer—. No, no vamos a casa. Yo vivo en Crick…
—Quiere decir
yo
—le dije—. Los neandertales no usan el pronombre en primera persona del singular.
—¡Vaya una estupidez! —respondió, y profirió algunos insultos más antes de arrastrarse de regreso a su asiento. Yo me acerqué más al conductor.
—¿Cómo te llamas?
—Kaylieu —respondió.
—Vale. Bien, Kaylieu, quiero que me digas cuál es el problema.
Hizo una pausa mientras llegaba a la parada de naves aéreas de Swindon y pasaba de largo. Vi otro tren que habían desviado a un lado y a varios empleados de Skyrail haciéndonos gestos, por lo que sólo era cuestión de tiempo que las autoridades supiesen qué pasaba.
—Queremos ser
reales.
—
¿Day's hurt?
—murmuró la mujer rechoncha del fondo, todavía chupando el extremo del lápiz y mirando el crucigrama.
—¿Qué ha dicho? —dije.
—
¿Day's hurt?
—repitió—. Nueve vertical; ocho letras… creo que es un anagrama.