Perdida en un buen libro (7 page)

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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

—No tengo ni idea —respondí, antes de volver a concentrarme en Kaylieu—. ¿Qué quieres decir con
reales?


No
somos animales —anunció la pequeña y en su día extinta variedad de humano—. Queremos ser una especie protegida… como el dodo, el mamut… y
vosotros.
Queremos hablar con el jefe máximo de la Goliath y con alguien de Toad News.

—Veré qué puedo hacer.

Fui al fondo del vagón y descolgué el teléfono de emergencias. —¿Hola? —le dije a la operadora—. Al habla Thursday Next, OE-27. Tenemos una emergencia en el tren número, eh, 6-1-7-4.

Cuando le conté a la operadora lo que pasaba, respiró hondo y me preguntó cuánta gente había conmigo y si alguien estaba herido.

—Siete mujeres, yo y el conductor; todos estamos bien.

—No olvide a
Pixie Frou-Frou
—dijo la mujer grande.

—Y un pequinés.

La operadora me dijo que estaban dejando libres todas las vías que teníamos por delante; tendríamos que intentar mantener la calma y nos volvería a llamar. Intenté decirle que la situación no era
mala,
pero ya había colgado.

Volví a sentarme junto al neandertal. Con la mandíbula apretada, miraba fijamente al frente. Aferraba la palanca de aceleración con los nudillos blancos. Nos aproximamos al cruce de Wanborough, atravesamos la M4 y nos dirigimos al oeste. Una de las pasajeras jóvenes me miró a los ojos; tenía miedo.

—¿Cómo te llamas?—le pregunté.

—Irma —respondió—. Irma Cohen.

—¡Bobadas! —dijo la mujer del paraguas—. ¡Yo me llamo Irma Cohen!

—Yo también —dijo la mujer del pequinés.

—¡Y yo! —exclamó la delgada del fondo. Quedó claro, tras un breve intercambio de gritos frenéticos y de «¡oh, vaya cosas!» y «¡nunca lo hubiese creído!», que en el Skyrail, excepto yo, Kaylieu y
Pixie Frou-Frou,
todas se llamaban Irma Cohen. Algunas incluso eran parientes lejanas. Era toda una coincidencia… la mejor de todas las de ese día.


Thursday
—dijo la mujer rechoncha.

—¿Sí?

Pero no me hablaba a mí; apuntaba la respuesta:
Day's hurt

Thursday. Era
un anagrama.

Sonó el teléfono de emergencia.

—Habla Diana Thuntress, negociadora de OE-9 —dijo una voz metódica—. ¿Con quién hablo?

—Di, soy yo, Thursday.

Una pausa.

—Hola, Thursday. Anoche te vi en la tele. Parece que los problemas te persiguen, ¿no? ¿Cómo está la cosa?

Miré al pequeño y despreocupado grupo de viajeras, que se estaban enseñando fotos de sus niños.
Pixie Frou-Frou
se había quedado dormido y la Irma Cohen del crucigrama se concentraba en el seis horizontal:
la despedida.

—Están bien. Un poco aburridas, pero sin problemas.

—¿Qué quiere el responsable?

—Quiere hablar con alguien de la Goliath sobre la autoposesión de especies.

—Espera… ¿es un neandertal?

—Sí.

—¡No es posible! ¿Un neandertal está siendo violento?

—Aquí no hay violencia, Di… sólo desesperación.

—Mierda —murmuró Thuntress—. ¿Qué se yo de tratar con neandertales? Tendremos que llamar a uno de los neandertales de OpEspec.

—También quiere ver a un periodista de Toad News. —Silencio al otro lado—. ¿Di?

—¿Sí?

—¿Qué le digo a Kaylieu?

—Dile que… eh… que Toad News pone a su disposición un coche para llevarle al laboratorio genético de la Goliath en las montañas Preselli, donde el jefe de la Goliath, el genetista jefe y un equipo de abogados le esperan para acordar las condiciones.

En lo que a mentiras se refería, era toda una artista.

—¿Hacer eso es lo correcto? —pregunté.

—No hay nada «correcto», Thursday —respondió Diana—. No desde que tomó el control del Skyrail. Ahí hay ocho vidas. No hace falta ser el ganador de
¡Nombra esa fruta!
para darse cuenta de lo que tenemos que hacer. Sea un neandertal pacífico o no, cabe la posibilidad de que haga daño a una pasajera.

—¡No seas ridícula! ¡Ningún neandertal le ha hecho nunca daño a nadie!

—No nos vamos a arriesgar, Next. Así lo haremos: vamos a desviaros por la línea de Cirencester. En Cricklade tendremos apostados agentes de OE-14. Tan pronto como se detenga, me temo que no tendremos más alternativa que dispararle. Quiero que te asegures de que las pasajeras están todas al fondo del vagón.

—¡Diana, eso es una locura! ¿Vais a matarle porque se llevó a un puñado de viajeras descerebradas a dar una vuelta por Swindon?

—La ley es muy estricta con los secuestradores, Next.

—Él no es un secuestrador, Di. ¡No es más que un extinguido confundido!

—Lo lamento… Esto no está en tus manos.

Colgué justo cuando desviaban el tren hacia Cirencester. Pasamos volando por la estación de Shaw, para sorpresa de los viajeros que esperaban, y pronto nos dirigíamos de nuevo al norte. Volví con el conductor.

—Kaylieu, debes parar en Purton.

Gruñó una respuesta, pero dio muy pocas señales de estar feliz o triste; nosotros apenas podíamos entender las expresiones faciales neandertales. Me miró un momento y me preguntó.

—¿Tiene hijos?

Cambié rápidamente de tema. Haber sido secuenciados estériles era la principal causa de queja de los neandertales contra sus amos sapiens. En unos treinta años el último de los neandertales experimentales moriría de viejo. A menos que la Goliath secuenciase algunos más, ahí acabaría todo. Volverían a extinguirse… Era poco probable que ni siquiera
nosotros
lográsemos algo así.

—No, no, no tengo —respondí con rapidez.

—Ni nosotros —respondió Kaylieu—, pero usted puede
elegir.
Nosotros no.
Nunca
tendrían que habernos traído de vuelta. No para esto. No para llevar bolsas para los sapiens, sin tener hijos y para recibir golpes de paraguas.

Miró desolado a la nada… quizá contemplase una vida mejor treinta mil años antes, cuando era libre para cazar grandes herbívoros desde la relativa seguridad de una cueva ventosa. Para Kaylieu el hogar era volver a la extinción… al menos para él. No quería hacernos daño a ninguna de nosotras y jamás lo haría. Tampoco podía hacerse daño a sí mismo, así que confiaría en que OpEspec lo hiciese por él.


Adiós.

Me sobresaltó la contundencia de la despedida pero, al volverme, comprobé que no se trataba más que de la señora Cohen apuntando la última palabra de su crucigrama.


La despedida
—murmuró feliz—.
Adiós.
¡Se acabó!

No me gustaba; no me gustaba en absoluto. Las tres respuestas a las pistas del crucigrama habían sido «entrometida», «Thursday» y «adiós».
Más
coincidencias. Sin el pinchazo por partida doble y sin el imprevisto billete ni siquiera habría estado allí. Todas las pasajeras se apellidaban Cohen y, para remate, lo del crucigrama. ¿Pero
adiós?
Si todo salía según los planes de OpEspec, la única persona que merecería
esa
palabra sería Kaylieu. A pesar de todo tenía otras cosas de las que preocuparme cuando pasamos Purton de largo. Les pedí a todas que se trasladaran al fondo del vagón y, una vez que lo hubieron hecho, regresé con Kaylieu a la parte delantera.

—Escúchame, Kaylieu. Si no hace ningún gesto amenazador es posible que no abran fuego.

—Ya lo hemos pensado —dijo el neandertal, y se sacó de la túnica una automática de imitación—. Dispararán —dijo mientras la estación Cricklade aparecía a la vista, a menos de un kilómetro—. La tallamos a partir de una pastilla de jabón… de jabón
Dove
[13]
—añadió—. Nos pareció irónico.

Nos aproximábamos a Cricklade a toda velocidad; veía los vehículos de OpEspec 14 aparcados en la carretera y los equipos especiales vestidos de negro esperando en el andén. A cien metros, la energía del Skyrail se cortó de pronto y el tren se deslizó, sin potencia, hacia la estación. La puerta del compartimento del conductor se abrió y entré, agarré la pistola jabonosa de Kaylieu y la lancé al suelo. No iba a morir… no mientras yo pudiese evitarlo. Entramos en la estación. Los agentes de OE-14 abrieron las puertas y evacuaron con rapidez a todas las Irmas Cohen. Rodeé a Kaylieu con los brazos.

—¡Aléjese del tal! —dijo una voz a través de un megáfono.

—¿Para poder dispararle? —grité.

—Ha amenazado la vida de las viajeras, Next. ¡Es un peligro para la sociedad civilizada!

—¿Civilizada? —grité con furia—. ¡Mírense!

—¡Next! —dijo la voz—. Apártese. ¡Es una orden
directa!


Debe
hacer lo que dicen —dijo el neandertal.

—Por encima de mi cadáver.

En respuesta se oyó un ligero chasquido y un solitario agujero de bala apareció en el parabrisas de la cabina. Alguien había decidido que podía encargarse de Kaylieu. Me puse furiosa e intenté gritar de rabia, pero no surgió nada de mis labios. Sentí las piernas débiles y caí al suelo convertida en un guiñapo, el mundo se volvió gris a mi alrededor. Ni siquiera sentía las piernas. Oí a alguien gritar:

—¡Un médico!

Y lo último que vi antes de que la oscuridad me rodease fue el ancho rostro de Kaylieu mirándome. Tenía lágrimas en los ojos y con la boca formaba las palabras: «Lo lamentamos. Lo lamentamos mucho, mucho.»

5

Autoestopistas desaparecidos

Las leyendas urbanas son más viejas que las polainas pero mucho más interesantes. He oído la mayoría: desde la del perro en el microondas hasta la de la esfera de rayos persiguiendo al ama de casa en Preston; desde la de la pata de dodo frita encontrada en Smiley Fried Chicken hasta la del
Diatryma
carnívoro supuestamente clonado y que ahora vive en New Forest. Lo he leído todo sobre la nave extraterrestre que se estrelló cerca de Lambourn en 1952; conozco la historia de que Charles Dickens era una mujer y la de que el presidente de la Corporación Goliath es en realidad un anciano de 142 años al que la ciencia médica mantiene con vida dentro de una botella. Abundan las historias sobre OpEspec, de las cuales mi favorita es la de que hay «algo extraño» excavado en las colinas Quantock. Sí, las he oído todas. Nunca me había creído ninguna. Y de pronto, un día, yo me convertí en leyenda urbana.

T
HURSDAY
N
EXT

Una vida en OpEspec

Abrí un ojo, luego el otro. Era un agradable día de verano en las colinas Marlborough. Un céfiro ligero traía consigo los delicados aromas de la madreselva y el tomillo silvestre. El aire era cálido y el sol que se ponía teñía de rojo las pequeñas nubes esponjosas. Yo estaba de pie junto a una carretera. En una dirección veía a un ciclista solitario; en la otra la carretera se perdía en la distancia entre campos donde las ovejas pastaban con tranquilidad. Si aquello era la vida tras la muerte, entonces mucha gente no tenía nada de qué preocuparse y la Iglesia, después de todo, había cumplido su papel.

—¡Eh! —siseó una voz muy cerca. Me volví para ver a una figura agachada tras una enorme valla publicitaria de la Corporación Goliath que anunciaba una oferta de dos al precio de uno en pianos de cola.

—¿Papá…?

Me hizo ponerme detrás del cartel también.

—¡Ahí de pie como una turista, Thursday! —me recriminó, un poco molesto—. ¡Cualquiera diría que quieres que te vean!

Yo consideraba a mi padre una especie de caballero errante en el tiempo, pero para la CronoGuardia no era más que un criminal. Diecisiete años antes había devuelto la placa y renunciado cuando se había metido en líos a causa de sus diferencias «históricas y morales» con la Alta Cámara de la CronoGuardia. El problema era que realmente él no existía. La CronoGuardia había interrumpido su concepción en 1917 por medio de una llamada, ejecutada con precisión, a la puerta principal de sus padres. Pero, a pesar de ello, papá
seguía
por ahí y mis hermanos y yo
habíamos
nacido. «Las cosas —solía decir papá— son mucho más raras de lo que podemos llegar a entender.»

Miró nervioso a un lado y al otro de la carretera.

—Por cierto, ¿cómo estás? —preguntó.

—Creo que un francotirador de OpEspec me acaba de matar accidentalmente.

Rió un rato y, de pronto, viendo que lo decía en serio, se calló.

—¡Por Dios! —dijo—. Vaya, pues sí que tienes una vida emocionante. Pero no temas. No puedes morir hasta no haber vivido y tú apenas has empezado. ¿Qué noticias hay de casa?

—Un agente de la CronoGuardia se presentó en la fiesta de mi boda deseando saber dónde estabas.

—¿Lavoisier?

—Sí, ¿le conoces?

—Supongo que sí. —Mi padre suspiró—. Fuimos compañeros durante casi siete siglos.

—Dijo que eras peligroso.

—No más peligroso que cualquier otro que se atreva a decir la verdad. ¿Cómo está tu madre?

—Está bien, aunque deberías intentar aclarar ese malentendido sobre Emma Hamilton.

—Emma y yo… quiero decir,
lady
Hamilton y yo no somos más que «buenos amigos». No hay nada más.

—Eso díselo a ella.

—Ya lo intento, pero ya sabes el humor que gasta. No tengo más que mencionar que he estado cerca de principios del siglo XIX y se pone de un borde impresionante. ¿Qué más pasa?

—Encontramos la trigésima tercera obra de Shakespeare.

—¿Trigésima tercera? —repitió mi padre—. Qué curioso. Cuando llevé la lista completa al actor Shakespeare para que distribuyese las obras, no había más que dieciocho.

—Hasta ayer, siempre había habido treinta y dos.

—Ja —respondió, frunciendo el ceño. A veces cuesta comprender el trabajo de papá en el cronoflujo.

—Quizás el actor Shakespeare se puso a escribir por su cuenta —propuse.

—¡Por todos los demonios, puede que tengas razón! —exclamó mi padre—. Se me antojó un tipo listo. Dime, ¿cuántas comedias hay ahora?

—Quince —respondí.

—Pero sólo le di tres. ¡Debieron de tener tanto éxito que él mismo se puso a escribir!

—Lo que explicaría por qué todas son en el fondo la misma —añadí—. Hechizos, gemelos, naufragios…

—… duques usurpadores, hombres travestidos —añadió mi padre—. Es posible que tengas razón.

—Pero un segundo… —empecé a decir. Mi padre, sin embargo, previendo mi inquietud por las paradojas aparentemente imposibles de la situación, me hizo callar con una mano.

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