Perdona si te llamo amor (49 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

—Sí, sí… venga, sacad ya…

Enrico se acerca a Alessandro. Tiene expresión contrariada. Lo mira con tristeza. Alessandro se da cuenta.

—Enrico… ¿qué te pasa? Dios mío, no me digas que quedé en pasar a recogerte y se me ha olvidado.

—No, no.

Pero el partido acaba de empezar. Han hecho ya el saque inicial. Un adversario pasa entre ellos dos con la pelota en los pies, corriendo directo a portería. En seguida llega Pietro, que corre tras él.

—¡Eh, venga, a jugar! ¿Qué demonios estáis haciendo? ¿La estatua? ¡Ya hablaréis luego!

Alessandro empieza a correr, mientras Enrico lo sigue mirando por un instante… Luego empieza a correr él también. Corre por la banda siguiendo el juego. Ojalá pudiese hablar. Pero no, no estaría bien. Debe de ser ella quien se lo diga, no yo. Luego espera tranquilo el balón que un centrocampista ha lanzado hacia la izquierda. Y oye que Pietro le dice a Alessandro que menuda potra tiene… Sí, sí, potra. Mira que llega a ser imbécil este Pietro. La única suerte de Alessandro es que por lo menos no tiene que pagar a un investigador privado.

Setenta y dos

Habitación añil. Ella.

«Entonces comprendió con extrema lucidez lo desesperada que era su situación. Sintió que se encontraba en el centro del Valle de las Tinieblas y que toda su vida se desvanecía. Se dio cuenta de que dormía mucho y de que siempre tenía sueño… Miró en la habitación. Al pensar en las maletas, se sumió en el desasosiego. Decidió dejarlas para el último momento.»

Ya. Las maletas. También yo tendría que salir a comprarme una bolsa. El momento de la partida se acerca. Pero antes de llenar la mochila y la bolsa, debería decidirme a deshacerme de algo más. Algo que a lo mejor no se ve, que no se toca, pero se recuerda. Mira por la ventana. Hace sol y ha quedado en el centro para ir a comprar las últimas cosas que faltan.

«¿Dónde estaba? Le pareció que en un faro. Sin embargo, era su cerebro, del que emanaba una luz blanca, cegadora, que cada vez giraba más de prisa… Fue lo único que alcanzó a comprender. En el instante en que supo, dejó de saber.»

Sonríe. Alegría y dolor. No hay nada que hacer. El amor que lo elevó hasta las estrellas es el mismo que lo hizo caer. Qué bonito. Y qué feo. Pero yo volví a levantarme. Estoy a punto de partir de nuevo. Lo conseguí. Y un día me gustaría darle las gracias a este tal Stefano.

Setenta y tres

Otra casa. Otra habitación. Otro color. Ellas dos.

¿Cómo era? «Ninguna relación humana contempla la posibilidad de que uno se halle en posesión del otro. En cualquier pareja de almas, las dos son absolutamente diversas. Tanto en la amistad como en el amor, ambas, codo con codo, levantan las manos juntas para encontrar aquello que ninguna de las dos puede alcanzar por sí sola.» Diletta hojea el viejo diario de primero de bachillerato. Sí, era ésa. La ha encontrado. Sobre la mesa una bandeja con una jarra humeante y dos tazas grandes de colores vivos que esperan a ser llenadas de infusión de frutas del bosque. Cada taza tiene impresa encima una inicial. «O» por Olly. «N» por Niki. «D» por Diletta. «E» por Erica. Diletta las encontró en Porta Portese. Se sienta en la cama y lee en voz alta la cita. Olly, que está sentada en el suelo con las piernas cruzadas, arruga la nariz.

—Oye, ¿por qué siempre andas con ese tipo de ideas? ¡Quédate con una y basta! ¡Ésa es la respuesta! ¡Al contrario que ese tal Kalil, Khilil, vaya, Gibran o como demonios se llame! ¡Te pasas la vida filosofando!

—¡Olly! ¡No sé por qué, pero tu nivel de sarcasmo es directamente proporcional a tus períodos de abstinencia!

—¡No, querida, precisamente anoche hubo fiesta! ¡Con uno del bbc! Y debo decir que… ¡conduce de puta madre! ¡Especialmente cuando cambia de marcha!

—¡Olly!

—Sí, sí Olly, Olly, pero mientras yo me divierto, tú estás siempre con la cara larga porque te niegas a echar un polvo. Toma ejemplo de Erica. ¡No está! ¿Dónde está? Seguro que dándose un buen revolcón, y a lo mejor ni siquiera con Giò Condón.

—¿Condón?

—Es genial, ¿eh? Mister Precaución… Que en mi opinión es justo lo que está empezando a cansar a Erica; me juego lo que quieras. ¿Y Niki? Se ha embarcado en una nave que le viene demasiado grande… Las Olas atraviesan un período de gran marejada… Excepto tú. Podrías escribir una serie para la tele basada en tus experiencias como Ola, te tengo el título: «Calma total»…

—Pero ¿a qué viene esto? Yo sólo quería leerte cuál es mi idea de la relación, del amor. Cuando perteneces a alguien, deja de estar bien, te limita, te arriesgas a perderte a ti misma. Yo quiero un amor libre, grande, un paraíso. Y no es nada fácil dar con alguien que piense igual.

—¡Lo que piense no lo sé, pero uno al que le gustaría darse un revolcón contigo sí es fácil encontrarlo!

Diletta niega con la cabeza.

—Está bien, tienes razón… Pero ¿tú qué sabes, Diletta, si nunca te lanzas? —Olly se levanta y echa agua caliente en las tazas. Mete una bolsita de infusión en cada una, coge la bandeja y la apoya en la cama. Le da su taza a Diletta, con cuidado de coger la letra que toca. Las levantan en alto, en un brindis sin alcohol con aroma a mora y arándano.

—¡Por la «E» y la «N» que se han quedado en el armario de la cocina, y por las que tienen el valor de tirarse… y no desde poca altura!

Se ríen. Y desde el diario que se ha quedado abierto, Gibran las observa.

Setenta y cuatro

Los vestuarios están llenos de chaquetas y pantalones colgados de los ganchos. Bolsas grandes de colores varios, algunos con viejos nombres de clubes deportivos improbables, restos quizá de un pasado más activo, están apoyadas en el suelo o sobre alguno de los bancos de madera. Olor a cerrado y a zapatos. Algún que otro jugador sigue bajo la ducha.

—En mi opinión, es la defensa la que no funciona. Tendría que jugar más adelantada.

—Pero ¿qué dices? Y qué pasa con los centrocampistas, ¿eh? ¿Tú llamarías a eso circulación de pelota?

—Antonio también ha fallado un montón de goles cantados. ¡Tiene la mira torcida!

Alessandro se está acabando de secar el pelo con la toalla y se sienta en un banco.

—Chicos, ésta es la enésima derrota… Llega un momento en la vida en que uno tiene que saber aceptar la realidad. Y creo que el momento es éste. Dejémoslo.

Pietro se le sienta al lado.

—Qué va, Alex. Somos buenísimos. ¡Lo que pasa es que jugamos de manera muy individualista, todos nos creemos unos cracks! Nos hace falta espíritu de equipo. Joder, como jugadores ellos eran peores, pero ¿te has dado cuenta qué juego de equipo? Nos han pillado siempre con uno menos en defensa…

—No te digo. Tú no bajabas nunca a defender.

—Vale, no hay remedio, la culpa es siempre mía.

Enrico ya está vestido. Mientras tanto, Flavio camina nervioso por el vestuario. Alessandro se da cuenta.

—¿Qué te pasa Flavio?

—Os quejáis de la defensa, pero yo he corrido lo mío. El corazón me va a dos mil por hora. Mira… —Flavio se pone la mano en la garganta. Alarga los dedos y se toca las venas del cuello—. Mira, mira cómo me va…

Se acerca a Alessandro y le coge la mano.

—Me falta el aire. Sigo sudando. Es la segunda vez que me tengo que secar la frente.

Enrico se le acerca y comprueba también su latido. Aparta la mano.

—No te preocupes, es normal. Así es como late después de un partido. Es la adrenalina. Eso es todo.

—Pero sigo sudando.

—Porque te has dado una ducha demasiado caliente.

—No, no me encuentro bien. Me falta el aire. —Flavio se acerca al lavamanos, abre el grifo del agua fría y la deja correr. Mete la cara debajo. Luego se seca—. A ver si así me siento un poco mejor.

Los demás han acabado casi de vestirse.

—¿Nos vamos a comer una pizza a la Soffitta?

—Sí, me apetece.

—Entonces nos vemos todos allí.

Flavio se quita el albornoz y sigue secándose con él.

—Yo no, me voy a casa. No desconectéis los móviles por si acaso os necesito. No quiero despertar a Cristina, mejor os llamo a vosotros.

Alessandro cierra su bolsa.

—¿Quieres que te esperemos?

—No, no, idos. Pero no desconectéis los móviles, al menos tú, ¿eh?

—Vale. De todos modos, para cualquier cosa, si no te contesto al móvil, estamos en la pizzería Soffitta.

Flavio se pone la camisa. Luego recoge la toalla, se seca la frente con ella. Nada que hacer. Sigue sudando. El corazón continúa latiéndole acelerado. A lo mejor se me pasa durmiendo. Además, mañana tengo que madrugar.

Setenta y cinco

—Bah, Flavio es un hipocondríaco crónico. —Pietro se reúne con los demás en la mesa que hay al fondo del local de la Soffitta—. Si siempre estás así, ¿qué juego vas a hacer ni que nada? Te arruinas la vida y basta. En ese caso, quédate en casa, relajado, mira una película, pero que no sea de miedo, ¿eh? ¡Te daría un infarto!

—Venga, pobre, debe de ser terrible para él.

—Pues, imagínate para nosotros, cuando pone esa cara de moribundo.

Enrico abre la carta. Pietro se la cierra.

—Venga, sabes de sobra lo que dan aquí. Pizza al peso de tres o cuatro gustos diversos.

Alessandro golpea la mesa divertido.

—¡Yo quiero una D'Annunzio! Me estoy muriendo de hambre…

—¿Y tú comes ajo, cebolla y chile? —pregunta Pietro con malicia.

—Bueno, después los digiero.

—Ya, pero… vista la cita especial que tienes después…

—¡Sí, con mi cama! Luego me voy a casa, no tengo cita ninguna.

Pietro se queda un momento en silencio.

—Hummm… —y abre el menú—, veamos…

Alessandro se lo cierra.

—Disculpa, pero has dicho que te lo sabías de memoria.

—Sí, pero no me acuerdo bien de lo que lleva la Centurión…

—Tú a mí no me engañas. ¿Por qué disimulas con la carta? Has puesto una cara rara. Y has dicho «hummm»…

—Pero ¿qué dices?

—Sí, has puesto una cara rara. Nunca la pones porque sí. Y nunca dices «hummm» por nada.

—Es que no es nada.

—Nunca dices que no es nada por nada.

Pietro mira a Enrico. Luego, de nuevo a Alessandro.

—Vale. ¿Qué quieres saber?

—¿Qué significaba ese «hummm» mezclado con tu cara rara?

—¿Aunque ello pueda dañar nuestra amistad?

—¿Tan grave es? Dispara.

Pietro se inclina hacia él.

—Vale. Dame la mano. Prométeme que te diga lo que te diga no tendremos problemas.

—¿Problemas de qué tipo?

—Del tipo de dejar de ser amigos.

—Oye, Pietro, acaba de una vez y dímelo.

—Dame la mano.

Alessandro le tiende la mano, Pietro se la estrecha y no se la suelta.

—Si te lo digo, me deberás un favor, ¿ok?

—¿Encima? ¿Y a ciegas además? No cuentes con ello.

—Entonces lo dejamos correr. —Pietro retira la mano.

—Ok, ok. Seguiremos siendo amigos y te debo un favor, pero procura que sea algo razonable… Venga, dime.

Pietro mira a Enrico. Después a Alessandro. Luego a Enrico. Y de nuevo a Alessandro. No sabe cómo decírselo. Se lanza.

—Vale. Niki tiene una peli porno. Creía que la vería esta noche contigo.

Se hace un silencio gélido.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque se la he dado yo.

—¿Qué? —Enrico abre unos ojos como platos—. ¿Le diste una peli porno a Niki?

—Oye, ¿qué te crees? Entré en el videoclub para devolverla y Niki estaba en la caja, esperándola.

—¿Precisamente ésa?

—No sé bien si ésa en concreto o una cualquiera, pero seguro que una peli porno. Llevaba una lista en la mano. Cogió esa de Jessica Rizzo. Buena, intensa. Ella hace ciertas…

—Basta, estás diciendo gilipolleces.

Pietro lo fulmina con la mirada.

—Ya está. Lo sabía. ¿Nuestra amistad corre peligro?

Silencio.

Pietro insiste.

—¡Responde!

—No, no, claro que no.

—Entonces, ¿cómo puedes pensar que te digo gilipolleces, crees que estoy bromeando?

Alessandro suelta un largo suspiro.

—Está bien, Niki ha sacado una porno. Y no para verla conmigo. A lo mejor la ve con sus amigas.

Pietro lo mira súbitamente sonriente.

—¿Son así, en serio?

—Bueno, según lo que me ha contado, una es un poco rara. Podría ser… A lo mejor lo hacen para divertirse un poco, para echarse unas risas, seguro que les da curiosidad saber qué es lo que vemos nosotros los hombres en ese tipo de películas.

Al ver que la cosa toma un cierto cariz de experiencia educativa, Pietro se siente bastante desilusionado. Entonces, Alessandro mira a Enrico, que mantiene la vista baja.

—¿No, Enrico? Puede ser, ¿no? ¿Tú qué crees?

Enrico levanta la cabeza y lo mira.

—No, a mí no me lo parece. —Y se vuelve hacia Pietro—. ¿El DVD lo devolviste en el Prima Visione de Parioli?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Cuando iba al partido vi a Niki por el camino.

—Debía de ir hacia allí.

—No, más bien acababa de salir.

—Pues ya se debía de ir.

—No. Estaba con un chico.

—Sería un amigo.

—Estaban abrazados a la puerta del videoclub.

Alessandro se queda blanco. Pietro se da cuenta y rápidamente intenta reconducir la situación.

—A lo mejor no era ella, tal vez te confundiste.

—¿En el mismo lugar, a la misma hora y después de coger el DVD que tú llevaste? Además, no es fácil confundirse con esa chica.

Justo en ese momento, llega a la mesa una camarera joven, baja y rechoncha, con un piercing enorme en la nariz y algunas mechas naranja en el pelo. Abre su libreta para anotar el pedido.

—¿Ya lo saben? ¿Qué van a comer?

Alessandro se levanta de golpe, aparta la silla y sale del local.

—Eh, ¿yo qué he hecho?

—Nada, nada, señorita. Sí, sí ya sabemos lo que queremos… Tráiganos cerveza en abundancia. ¿Tienen pizza Desesperada?

Alessandro está en la acera. Coge el móvil, busca en la agenda de nombres y marca un número. Aprieta la tecla verde. Uno, dos, tres timbrazos. Venga, joder. Joder. Responde. ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estás? Cuatro. Cinco. Responde. Siempre llevas el jodido móvil en el bolsillo. Cógelo ya. Seis. Siete.

—¿Sí?

—¿Niki? ¿Dónde diablos estás? ¿Dónde estabas, dónde te habías metido?

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