Por qué fracasan los países (35 page)

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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

En el momento de la unión entre Aragón y Castilla, España era una de las partes de Europa con mayor éxito económico. Tras la solidificación de su sistema político absolutista, se produjo un declive económico relativo que, después de 1600, pasó a ser absoluto. Prácticamente una de las primeras acciones de Isabel y Fernando después de la Reconquista fue la expulsión de los judíos. Los aproximadamente doscientos mil judíos de España debían irse antes de cuatro meses. Debían vender todas sus tierras y bienes a precios muy bajos y no se les permitía llevarse oro ni plata fuera del país. Una tragedia humana similar se produjo unos cien años más tarde. Entre 1609 y 1614, Felipe III expulsó a los moriscos, descendientes de los ciudadanos de los anteriores Estados árabes del sur de España. Igual que en el caso de los judíos, los moriscos debían irse solamente con lo que pudieran llevar encima y no se les permitía llevarse oro, plata ni otros metales preciosos.

Existía otro tipo de inseguridad de los derechos de propiedad bajo el dominio de los Habsburgo en España. Felipe II, que sucedió a su padre, Carlos V, en 1556, faltó al pago de sus deudas en 1557 y de nuevo en 1560, con lo que llevó a la ruina a las familias banqueras Fugger y Welser. El papel de los banqueros alemanes fue adoptado entonces por familias banqueras genovesas, que a su vez fueron arruinadas por los impagos españoles posteriores durante el reinado de los Habsburgo en 1575, 1596, 1607, 1627, 1647, 1652, 1660 y 1662.

Igual de crucial para la inestabilidad de los derechos de propiedad en la España absolutista fue el impacto del absolutismo en las instituciones económicas del comercio y el desarrollo del imperio colonial español. Como vimos en el capítulo anterior, el éxito económico de Inglaterra se basaba en la rápida expansión mercantil. En comparación con España y Portugal, Inglaterra acababa de llegar al comercio atlántico, pero permitió una participación relativamente amplia en las oportunidades coloniales y el comercio. Lo que llenaba los cofres de la Corona española enriquecía a la nueva clase emergente de comerciantes en Inglaterra. Fue precisamente esta clase la que formaría la base del dinamismo económico inglés inicial y se convertiría en el baluarte de la coalición política antiabsolutista.

En España, los procesos que condujeron al progreso económico y el cambio institucional no se produjeron. Después del descubrimiento de América, Isabel y Fernando organizaron el comercio entre sus nuevas colonias y España a través de un gremio de comerciantes de Sevilla. Éstos controlaban todo el comercio y se aseguraban de que la monarquía recibiera su cuota de la riqueza de América. No había comercio libre con ninguna de las colonias, y cada año una amplia flotilla de barcos volvía de América a Sevilla con metales preciosos y artículos de valor. La base estrecha y monopolizada de este comercio impidió la aparición de una clase amplia de negociantes que tuvieran oportunidades de comercio con las colonias. Incluso el comercio entre las colonias de América estaba fuertemente regulado. Por ejemplo, un comerciante que estuviera en una colonia como Nueva España, aproximadamente el actual México moderno, no podía comerciar directamente con nadie de Nueva Granada, la moderna Colombia. Estas restricciones al comercio dentro del Imperio español redujeron la prosperidad económica de éste, y también, indirectamente, los beneficios potenciales que España habría logrado al comerciar con otro imperio más próspero. Sin embargo, el atractivo de la situación era que se garantizaba que la plata y el oro continuarían fluyendo hasta España.

Las instituciones económicas extractivas de España eran resultado directo de la construcción del absolutismo y del camino distinto, en comparación con Inglaterra, tomado por las instituciones políticas. Tanto el reino de Castilla como el de Aragón tenían sus Cortes, el equivalente del Parlamento inglés, que representaban a los distintos grupos o «estamentos» del reino. Igual que en el caso inglés, las Cortes de Castilla debían ser convocadas para aprobar impuestos nuevos. No obstante, las Cortes de Castilla y Aragón representaban sobre todo a las ciudades principales, y no a las zonas urbanas y a las rurales, como el Parlamento inglés. En el siglo
XV
, representaban solamente a dieciocho ciudades, cada una de las cuales enviaba a dos diputados. En consecuencia, las Cortes no representaban a una serie de grupos tan amplia como la que representaba el Parlamento inglés, y nunca se desarrollaron como un nexo de intereses variados que compitieran para imponer límites al absolutismo. No podían legislar, e incluso el alcance de su poder respecto a los impuestos era limitado. Todo esto facilitó que la monarquía española dejara fuera a las Cortes en el proceso de consolidación de su propio absolutismo. Incluso con la plata procedente de América, Carlos V y Felipe II necesitaban cada vez más ingresos fiscales para financiar una serie de guerras caras. En 1520, Carlos V decidió presentar a las Cortes demandas para subir los impuestos. Las élites urbanas aprovecharon el momento para exigir un cambio mucho más amplio en las Cortes y sus poderes. Esta oposición pasó a ser violenta y pronto se conoció como el levantamiento comunero. Carlos pudo aplastar la rebelión con las tropas leales. Sin embargo, a lo largo del resto de siglo
XVI
, hubo una batalla continua, ya que la Corona intentaba arrebatar a las Cortes el derecho a cobrar nuevos impuestos y aumentar los viejos que ya tenía. Aunque esta batalla fluctuó, finalmente resultó vencedora la monarquía. Después de 1664, las Cortes no se volverían a reunir hasta que volvieron a ser reconstruidas durante las invasiones napoleónicas, casi ciento cincuenta años más tarde.

En Inglaterra, la derrota del absolutismo en 1688 condujo no solamente a instituciones políticas pluralistas, sino también a un mayor desarrollo de un Estado centralizado mucho más efectivo. En España, ocurrió lo contrario con el triunfo del absolutismo. A pesar de que el monarca ató de pies y manos a las Cortes y eliminó cualquier restricción potencial de su comportamiento, era cada vez más difícil aumentar los impuestos, incluso cuando se intentaba mediante negociaciones directas con ciudades concretas. Mientras el Estado inglés creaba una burocracia impositiva moderna y eficiente, el Estado español de nuevo se movía en sentido contrario. La monarquía, además de monopolizar el comercio y de no asegurar los derechos de propiedad para los emprendedores, vendía cargos, a menudo los hacía hereditarios, se permitía el lujo de cobrar impuestos agrícolas e incluso vendía inmunidad frente a la justicia.

Las consecuencias de estas instituciones políticas y económicas extractivas en España eran previsibles. Durante el siglo
XVII
, Inglaterra se dirigía al crecimiento comercial y a una rápida industrialización, y España caía en picado y se sumía en un declive económico generalizado. A principios de siglo, una de cada cinco personas de España vivía en zonas urbanas. A finales de siglo, esta cifra era de una de cada diez, debido al aumento del empobrecimiento de la población española. Las rentas españolas caían, mientras que Inglaterra se hacía rica.

La persistencia y el fortalecimiento del absolutismo en España, mientras en Inglaterra era extirpado, es otro ejemplo de que las pequeñas diferencias importan durante las coyunturas críticas. Estas diferencias radicaban en la fuerza y la naturaleza de las instituciones representativas; la coyuntura crítica fue el descubrimiento de América. La interacción de estos factores provocó que España recorriera un camino muy distinto al de Inglaterra. Las instituciones económicas relativamente inclusivas que aparecieron en Inglaterra crearon un dinamismo económico sin precedentes que culminó en la revolución industrial, mientras que la industrialización no tenía ninguna posibilidad en España. La tecnología industrial se extendía por muchas partes del mundo, pero la economía española se había hundido tanto que ni siquiera existía la necesidad de que la Corona o las élites terratenientes bloquearan la industrialización.

 

 

El temor a la industria

 

Sin cambios de las instituciones políticas y el poder político similares a los que se produjeron en Inglaterra después de 1688, había muy pocas posibilidades de que los países absolutistas se beneficiaran de las innovaciones y las nuevas tecnologías de la revolución industrial. En España, por ejemplo, la falta de derechos de propiedad seguros y el colapso económico generalizado significaba que las personas no tuvieran ningún incentivo para hacer los sacrificios e inversiones necesarios. En Rusia y Austria-Hungría, no fue simplemente el abandono y la mala gestión de las élites y el deslizamiento económico insidioso bajo instituciones extractivas lo que impidió la industrialización, sino que los gobernantes bloquearon activamente cualquier intento de introducir aquellas tecnologías e inversiones básicas en infraestructuras como ferrocarriles que podrían haber actuado de catalizadores.

En la época de la revolución industrial, en el siglo
XVIII
y principios del
XIX
, el mapa político de Europa era muy distinto a como es actualmente. El Sacro Imperio romano era un enorme conglomerado de más de cuatrocientos Estados, la mayoría de los cuales finalmente se unirían en Alemania, que ocupaba la mayor parte de Europa central. La Casa de Habsburgo todavía era una gran fuerza política, y su Imperio, conocido como Imperio de los Habsburgo o austro-húngaro, se extendía por una amplia área de alrededor de 647.000 kilómetros cuadrados, aunque ya no incluyera a España, después de que los Borbones se hubieran apoderado del trono español en 1700. Respecto a su población, era el tercer Estado más grande de Europa y estaba compuesto por una séptima parte de la población europea. A finales del siglo
XVIII
, las tierras de los Habsburgo incluían, en Occidente, lo que hoy es Bélgica, conocida entonces como los Países Bajos austriacos. Sin embargo, la mayor parte era el bloque contiguo de tierras alrededor de Austria y Hungría, que incluía las actuales República Checa y Eslovaquia, al norte, y Eslovenia, Croacia y grandes partes de Italia y Serbia, al sur. Al este, incluía gran parte de lo que hoy son Rumanía y Polonia.

Los comerciantes de los dominios de los Habsburgo eran mucho menos importantes que en Inglaterra, y la Servidumbre prevalecía en las tierras de Europa oriental. Como vimos en el capítulo 4, Hungría y Polonia estaban en el corazón de la segunda servidumbre de Europa oriental. Los Habsburgo, a diferencia de los Estuardo, lograron mantener un control absolutista fuerte. Francisco I, que gobernó como último emperador del Sacro Imperio romano, entre 1792 y 1806, y después como emperador de Austria-Hungría hasta su muerte en 1835, era un absolutista consumado. No reconocía ningún límite a su poder y, sobre todo, deseaba preservar el statu quo político. Su estrategia básica era oponerse al cambio, a cualquier tipo de cambio. En 1821, lo dejó claro en un discurso, característico de los gobernantes Habsburgo, que dio ante los profesores de una escuela de Laibach, en el que afirmó: «No necesito sabios, sino ciudadanos buenos y honestos. Su tarea es educar a estos jóvenes para que sean esto último. Aquel que me sirva debe enseñar lo que yo le ordeno. Si alguien no puede hacerlo, o viene con ideas nuevas, se puede ir, o yo haré que se vaya».

La emperatriz, María Teresa, que reinó entre 1740 y 1780, frecuentemente respondía a las sugerencias sobre cómo mejorar o cambiar instituciones comentando: «Dejad todo como está». Ella y su hijo José II, que fue emperador entre 1780 y 1790, fueron responsables de un intento de construir un Estado central más poderoso y un sistema administrativo más efectivo. Sin embargo, lo hicieron en el contexto de un sistema político sin limitaciones reales sobre sus acciones y con pocos elementos de pluralismo. No había un parlamento nacional que ejerciera un mínimo control sobre el monarca, solamente un sistema de dietas y Estados regionales, que históricamente habían tenido poderes en materia de impuestos y reclutamiento militar. Había todavía menos controles sobre lo que podían hacer los Habsburgo austro-húngaros que sobre los monarcas españoles, y el poder político estaba concentrado estrechamente.

A medida que el absolutismo de los Habsburgo se reforzaba en el siglo
XVIII
, el poder de todas las instituciones no monárquicas se debilitó aún más. Cuando una delegación de ciudadanos de la provincia austriaca del Tirol pidió a Francisco una Constitución, él respondió: «¡Así que queréis una Constitución! [...] ¡No me importa! Os daré una Constitución, pero tenéis que saber que los soldados me obedecen a mí y no os lo pediré dos veces si necesito dinero... En cualquier caso, os aconsejo que tengáis cuidado con lo que vais a decir». Ante esta respuesta, los líderes tiroleses respondieron: «Si lo creéis así, es mejor no tener Constitución», a lo que Francisco respondió: «Eso es lo que opino yo también».

Francisco disolvió el Consejo de Estado que había utilizado María Teresa como foro de consultas con sus ministros. A partir de aquel momento, no habría consultas ni debates públicos sobre las decisiones de la Corona. Creó una policía del Estado y censuró despiadadamente cualquier cosa que pudiera considerarse mínimamente radical. Su filosofía de gobierno fue definida por el conde Hartig, su antiguo asesor, como «mantenimiento ilimitado de la autoridad del soberano y rechazo de todas las demandas por parte del pueblo a una participación en dicha autoridad». Le ayudó en todo esto el príncipe Von Metternich, nombrado ministro de Exteriores en 1809. De hecho, el poder y la influencia de Metternich sobrevivieron a los de Francisco, ya que continuó siendo ministro de Exteriores durante casi cuarenta años.

En el corazón de las instituciones económicas de los Habsburgo estaban el orden y la servidumbre feudales. Más hacia el este dentro del Imperio, el feudalismo se hizo más intenso, como reflejo de la desigualdad más general en instituciones económicas que vimos en el capítulo 4, al ir de Europa occidental a la oriental. La movilidad de la mano de obra estaba muy restringida, y la emigración era ilegal. Cuando el filántropo inglés Robert Owen intentó convencer al gobierno austriaco de que adoptara algunas reformas sociales para mejorar las condiciones de los pobres, uno de los ayudantes de Metternich, Friedrich von Gentz, contestó: «No deseamos que todas las grandes masas sean ricas e independientes... ¿Cómo íbamos a gobernarlas entonces?».

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