Por qué fracasan los países (36 page)

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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

Además de la servidumbre, que bloqueaba completamente la aparición de un mercado laboral y eliminaba los incentivos económicos o la iniciativa de la población rural, el absolutismo de los Habsburgo prosperaba gracias a monopolios y otras restricciones del comercio. La economía urbana estaba dominada por gremios, que limitaban la entrada de nuevos miembros en las profesiones. Hasta 1775, hubo aranceles internos dentro de la propia Austria, y en Hungría los hubo hasta 1784. Los aranceles sobre los productos de importación eran muy elevados y había muchas prohibiciones explícitas en la importación y exportación de bienes.

Es evidente que la eliminación de mercados y la creación de instituciones económicas extractivas son bastante características del absolutismo, pero Francisco fue más allá. No era solamente que las instituciones económicas extractivas eliminaran los incentivos para innovar o adoptar tecnologías nuevas. En el capítulo 2, vimos que en el reino del Congo fracasaron los intentos de fomentar el uso de arados porque la gente carecía de incentivos debido a la naturaleza extractiva de sus instituciones económicas. El rey del Congo se dio cuenta de que, si podía hacer que la gente utilizara arados, la productividad agrícola aumentaría y generaría más riqueza, de lo que él se beneficiaría. Éste es un incentivo en potencia para todos los gobiernos, incluso los absolutistas. El problema en el Congo era que sus habitantes comprendían que cualquier cosa que produjeran podía ser confiscada por un monarca absolutista y, en consecuencia, no tenían incentivos para invertir ni utilizar una tecnología mejor. En las tierras de los Habsburgo, Francisco no animó a sus ciudadanos a adoptar una tecnología mejor; al contrario, de hecho, se opuso a ella, y bloqueó la expansión de tecnologías que el pueblo habría estado dispuesto a adoptar con las instituciones económicas existentes.

La oposición a la innovación se manifestó de dos formas. La primera fue que Francisco I se opuso al desarrollo de la industria. Ésta conducía a fábricas que concentrarían a los trabajadores pobres en ciudades, sobre todo en la capital, Viena. Y aquellos trabajadores podrían apoyar a los que se oponían al absolutismo. Las políticas de Francisco I tenían como objetivo fijar las élites tradicionales y el statu quo político y económico. Quería que la sociedad continuara siendo principalmente agrícola, y pensaba que la mejor forma de hacerlo era que, para empezar, no se construyeran fábricas. Esto lo hizo directamente él. En 1802, prohibió la creación de fábricas nuevas en Viena. En lugar de fomentar la importación y la adopción de maquinaria nueva, que constituyen la base de la industrialización, la prohibió hasta 1811.

La segunda forma fue que se opuso a la construcción de vías férreas, una de las nuevas tecnologías clave que aportaba la revolución industrial. En una ocasión en la que le presentaron un proyecto para construir una vía férrea en el norte, Francisco I contestó: «No, no, no tendré nada que ver con esto, no vaya a ser que la revolución llegue al país».

Como el gobierno no otorgaba una concesión para construir vías para el tren de vapor, la primera vía que se construyó en el Imperio tuvo que utilizar vagones tirados por caballos. La línea, que iba de la ciudad de Linz, en el Danubio, a la de Budweis, en Bohemia, sobre el río Moldova, se construyó con pendientes y esquinas, lo que significaba que sería imposible utilizarla después para los trenes de vapor. Así que continuó utilizando la fuerza de los caballos hasta 1860. El potencial económico del desarrollo de la vía férrea en el Imperio pronto fue percibido por el banquero Salomon Rothschild, representante en Viena de la gran familia de banqueros. Nathan, hermano de Salomon, que vivía en Inglaterra, se quedó impresionado por el motor de George Stephenson,
The Rocket
, y el potencial de la locomoción de vapor. Se puso en contacto con su hermano para animarle a buscar oportunidades de desarrollar vías férreas en Austria, ya que creía que la familia podía lograr grandes beneficios financiando el desarrollo del ferrocarril. Salomon estuvo de acuerdo, pero el plan no llegó a buen puerto porque el emperador Francisco volvió a decir que no.

La oposición a la industria y al ferrocarril impulsado por vapor se debía a la preocupación de Francisco por la destrucción creativa que acompañaba el desarrollo de una economía moderna. Sus prioridades eran garantizar la estabilidad de las instituciones extractivas que gobernaba y proteger las ventajas de las élites tradicionales que le daban apoyo. No solamente había poco que ganar con la industrialización, que socavaría el orden feudal atrayendo la mano de obra del campo a las ciudades, sino que Francisco también reconoció la amenaza que supondrían los grandes cambios económicos para su poder político. En consecuencia, bloqueó la industria y el progreso económico, fijando el retraso económico, que se manifestó de muchas formas. Por ejemplo, corría ya el año 1883, el 90 por ciento del hierro mundial se producía utilizando carbón, pero la mitad de la producción del territorio de los Habsburgo todavía empleaba el mucho menos eficiente carbón vegetal. De forma similar, hasta la primera guerra mundial, cuando se hundió el Imperio, los artículos textiles nunca se llegaron a tejer de forma completamente mecánica, sino de forma manual.

Austria-Hungría no era el único caso de temor a la industria. Más al este, Rusia tenía un conjunto igualmente absolutista de instituciones políticas, creadas por Pedro el Grande, como vimos anteriormente en este capítulo. Igual que Austria-Hungría, las instituciones económicas de Rusia eran altamente extractivas y se basaban en la servidumbre, con lo que mantenían como mínimo a la mitad de la población atada a la tierra. Los siervos tenían que trabajar a cambio de nada tres días a la semana en las tierras de sus señores. No se podían marchar, carecían de libertad de oficio y podían ser vendidos por capricho de su señor a otro señor. El filósofo radical Piotr Kropotkin, uno de los fundadores del anarquismo moderno, dejó una descripción clara del funcionamiento de la servidumbre durante el reinado del zar Nicolás I, que gobernó Rusia desde 1825 hasta 1855. Recordaba de su niñez:

 

[...] historias de hombres y mujeres arrancados de sus familias y sus pueblos y vendidos, perdidos en apuestas o cambiados por un par de perros de caza, y transportados a alguna parte remota de Rusia[...], de niños arrebatados a sus padres y vendidos a amos crueles o disolutos, de azotes en los establos, lo que ocurría todos los días con una crueldad nunca vista; de una niña que encontró su única salvación en ahogarse; de un hombre que se había hecho viejo al servicio de su señor y que, finalmente, se ahorcó bajo la ventana de su señor, y de revueltas de siervos, que fueron suprimidas por los generales de Nicolás I golpeando hasta la muerte a cada décimo o quinto hombre que sacaban de las filas, y asolando el pueblo [...]. Respecto a la pobreza que vi durante nuestros viajes a ciertos pueblos, sobre todo los que pertenecían a la familia imperial, no hay palabras adecuadas para describir la miseria a los lectores que no la han visto.

 

Exactamente como en Austria-Hungría, el absolutismo no solamente creó una serie de instituciones económicas que impidieron la prosperidad de la sociedad. Había un temor similar a la destrucción creativa, a la industria y al ferrocarril. En el corazón de esta oposición durante el reinado de Nicolás I estaba el conde Egor Kankrin, que fue ministro de Finanzas entre 1823 y 1844 y que tuvo un papel clave al oponerse a los cambios en la sociedad necesarios para fomentar la prosperidad económica.

Las políticas de Kankrin tenían como objetivo reforzar los pilares políticos tradicionales del régimen, sobre todo los de la aristocracia terrateniente, y mantener a la sociedad rural y agrícola. Tras convertirse en ministro de Finanzas, Kankrin rápidamente anuló una propuesta del ministro de Finanzas anterior, Gurev, para desarrollar un Banco Comercial propiedad del gobierno para hacer préstamos a la industria. Kankrin reabrió el Banco de Préstamos Estatal, que había estado cerrado durante las guerras napoleónicas. Este banco se había creado originalmente para conceder préstamos a grandes terratenientes a tipos subvencionados, política que Kankrin aprobaba. Los préstamos exigían que los solicitantes presentaran siervos como «garantía» o aval, de forma que solamente los terratenientes feudales podían obtener aquellos préstamos. Para financiar el Banco de Préstamos Estatal, Kankrin transfirió activos del Banco Comercial, con lo que mataba dos pájaros de un tiro: de este modo, quedaría poco dinero para la industria.

La actitud de Kankrin estaba proféticamente determinada por el temor de que el cambio económico conllevara el cambio político, unas ideas que compartía el zar Nicolás. La llegada al poder de Nicolás en diciembre de 1825 había sido casi abortada por un golpe frustrado de oficiales militares, los denominados
decembristas
, que tenían un programa radical de cambio social. Nicolás escribió al gran duque Mijaíl: «La revolución está a las puertas de Rusia, pero juro que no penetrará en el país mientras yo viva».

Nicolás temía los cambios sociales que conllevaría la creación de una economía moderna. Tal y como dijo en un discurso que pronunció en una reunión de fabricantes en una muestra industrial de Moscú:

 

Tanto el Estado como los fabricantes deben centrar su atención en un tema, sin el cual las fábricas en sí se convertirían en un mal y no en una bendición; el cuidado de los trabajadores que aumentan en número anualmente. Necesitan una supervisión enérgica y paternal de su moral; sin ella, esta masa de personas poco a poco se corromperá y, al final, se convertirá en una clase tan miserable como peligrosa para sus señores.

 

Igual que en el caso de Francisco I, Nicolás temía que la destrucción creativa desencadenada por una economía industrial moderna socavara el statu quo político en Rusia. Alentado por Nicolás, Kankrin dio pasos específicos para ralentizar el potencial para la industria. Prohibió varias exposiciones industriales, que previamente se habían realizado periódicamente para mostrar tecnologías nuevas y facilitar la adopción de dichas novedades.

En 1848, Europa fue sacudida por una serie de levantamientos revolucionarios. En respuesta a uno de ellos, A. A. Zakrevskii, gobernador militar de Moscú, encargado de mantener el orden público, escribió a Nicolás: «Para el mantenimiento de la calma y la prosperidad, que, en la actualidad, solamente disfruta Rusia, el gobierno no debe permitir la reunión de personas disolutas y sin hogar, que fácilmente se unirían a cualquier movimiento, destruyendo la paz social o privada». Su consejo fue llevado ante los ministros de Nicolás y, en 1849, se promulgó una ley que ponía límites severos al número de fábricas que se podían abrir en cualquier parte de Moscú. Prohibía específicamente la apertura de fábricas de hilado de lana o algodón y de fundiciones de hierro. Otras industrias, como el tejido y el teñido, tenían que hacer una petición al gobernador militar si querían abrir nuevas fábricas. Al final, el hilado de algodón se prohibió explícitamente. El objetivo de la ley era acabar con cualquier concentración de trabajadores potencialmente rebeldes en la ciudad.

La oposición al ferrocarril acompañó a la oposición a la industria, exactamente como en Austria-Hungría. Antes de 1842, solamente había un ferrocarril en Rusia, el de Tsarskoe Selo, que recorría veintisiete kilómetros desde San Petersburgo hasta las residencias imperiales de Tsarskoe Selo y Pavlovsk. Kankrin se oponía a la industria, y no veía razones para fomentar el ferrocarril. Afirmaba que éste conllevaría una peligrosa movilidad social y destacaba que «los ferrocarriles no siempre son resultado de una necesidad natural, sino que son más bien un objeto de necesidad o lujo artificial. Fomentan el viaje innecesario de un lugar a otro, lo que es totalmente típico de nuestro tiempo».

Kankrin rechazó numerosas ofertas para construir vías férreas y hubo que esperar hasta 1851 para que se creara una línea que uniera Moscú con San Petersburgo. La política de Kankrin continuó gracias al conde Kleinmichel, que fue nombrado jefe de la administración central de transportes y edificios públicos. Esta institución se convirtió en el árbitro principal de la construcción del ferrocarril y Kleinmichel la utilizó como plataforma para disuadir de su construcción. Después de 1849, incluso utilizó su poder para censurar el debate sobre el desarrollo del ferrocarril en los periódicos.

 

 

En el mapa 13, se muestran las consecuencias de esta lógica. Mientras el ferrocarril atravesaba Gran Bretaña y la mayor parte del noroeste de Europa en 1870, muy pocas vías férreas penetraban en el vasto territorio de Rusia. La política contra el ferrocarril solamente cambió después de la derrota definitiva rusa a manos de las fuerzas británicas, francesas y otomanas en la guerra de Crimea (1853-1856), cuando se consideró que el retraso de su red de transporte era una seria desventaja para la seguridad rusa. Además, hubo muy poco desarrollo del ferrocarril en el Imperio austro-húngaro fuera de Austria y las partes occidentales del Imperio; no obstante, las revoluciones de 1848 sí llevaron el cambio a aquellos territorios, sobre todo la abolición de la servidumbre.

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