Por qué fracasan los países (61 page)

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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

 

Según parece, la amenaza funcionó: cada candidato obtuvo cuarenta mil votos en todo Sucre. No es de extrañar que el alcalde de San Onofre firmara el pacto de Santa Fe de Ralito. Probablemente, una tercera parte de los congresistas y senadores debían su elección del año 2002 al apoyo paramilitar. El mapa 20, que muestra las zonas de Colombia bajo control paramilitar, señala lo extendido que estaba su control. El propio Salvatore Mancuso lo describió así en una entrevista:

El 35 por ciento del Congreso fue elegido en zonas en las que había estados de los grupos de Autodefensa; en aquellos estados, nosotros éramos los que recaudábamos impuestos, los que impartíamos justicia y los que teníamos el control militar y territorial de la región, y toda la gente que quería entrar en política tenía que venir y tratar con los representantes políticos que teníamos allí.

 

No resulta difícil imaginar el efecto de este alcance del control paramilitar de la política y la sociedad sobre instituciones económicas y políticas públicas. La expansión de las AUC no fue un asunto pacífico. El grupo no luchaba solamente contra las FARC, sino que también asesinaba a civiles inocentes y aterrorizaba y desplazaba a cientos de miles de personas de sus hogares. Según el Centro de Seguimiento de Desplazamientos Internos (IDMC) del Consejo Noruego de Refugiados, a principios de 2010, alrededor del 10 por ciento de la población de Colombia, casi 4,5 millones de personas, estaba desplazada internamente. Los paramilitares, como sugirió Mancuso, se adueñaron del gobierno y de todas sus funciones, excepto que los impuestos que recaudaban eran una simple expropiación que iba a parar a sus bolsillos. Un pacto extraordinario entre el líder paramilitar Martín Llanos (nombre real: Héctor Germán Buitrago) y los alcaldes de los municipios de Tauramena, Aguazul, Maní, Villanueva, Monterrey y Sabanalarga, en el departamento de Casanare en el este de Colombia, señala las siguientes reglas que deben seguir los alcaldes por orden de los «Campesinos Paramilitares de Casanare»:

 

•    Dar el 50 por ciento del presupuesto municipal para que sea gestionado por los Campesinos Paramilitares de Casanare.

•    El 10 por ciento de cada uno de los contratos del municipio [para ser entregado a los Campesinos Paramilitares de Casanare].

•    Asistencia obligatoria a todas las reuniones convocadas por los Campesinos Paramilitares de Casanare.

•    Inclusión de los Campesinos Paramilitares de Casanare en todos los proyectos de infraestructura.

•    Afiliación al nuevo partido político formado por los Campesinos Paramilitares de Casanare.

•    Cumplimiento de su programa de gobierno.

 

Casanare no es un departamento pobre. Al contrario, posee la mayor renta per cápita de Colombia porque tiene depósitos de petróleo importantes, justo el tipo de recursos que atraen a los paramilitares. De hecho, una vez que se hicieron con el poder, los paramilitares intensificaron la expropiación sistemática de la propiedad. Según se cree, el propio Mancuso acumuló propiedades urbanas y rurales por un valor de veinticinco millones de dólares. Las estimaciones de la tierra expropiada en Colombia por los paramilitares son del 10 por ciento de toda la tierra rural.

Colombia no es un caso de Estado fracasado a punto de hundirse. Sin embargo, es un Estado sin centralización suficiente y con una autoridad lejos de ser completa sobre todo su territorio. Aunque el Estado pueda proporcionar seguridad y servicios públicos en grandes áreas urbanas como Bogotá y Barranquilla, existen partes significativas del país en las que proporciona pocos servicios públicos y prácticamente ninguna ley y orden. En su lugar, existen grupos y personas alternativos, como Mancuso, que controlan la política y los recursos. En algunas partes del país, las instituciones económicas funcionan bastante bien, y hay niveles elevados de capital humano y habilidad emprendedora; no obstante, en otras partes, las instituciones son muy extractivas, y ni siquiera proporcionan un mínimo nivel de autoridad estatal.

Podría ser difícil comprender cómo se puede mantener una situación así durante décadas, incluso siglos. Sin embargo, de hecho, la situación tiene una lógica propia, un tipo de círculo vicioso. La violencia y la falta de instituciones estatales centralizadas de este tipo inician una relación simbiótica con políticos que dirigen las partes funcionales de la sociedad. Esta relación simbiótica surge porque los políticos nacionales explotan la falta de ley de las zonas periféricas del país, mientras que el gobierno nacional deja libertad a los grupos paramilitares.

Este patrón se hizo particularmente evidente a partir del año 2000. En 2002, Álvaro Uribe ganó las elecciones presidenciales. Uribe tenía algo en común con los hermanos Castaño: su padre había sido asesinado por las FARC. Realizó una campaña en la que repudiaba los intentos de la Administración anterior de hacer las paces con las FARC. En 2002, su porcentaje de votos era 3 puntos porcentuales superior en zonas con paramilitares. En 2006, cuando fue reelegido, su porcentaje de votos era 11 puntos porcentuales superior en esas zonas. Si Mancuso y sus compañeros podían entregar el voto para el Congreso y el Senado, lo podían hacer también en las elecciones presidenciales, sobre todo para un presidente fuertemente alineado con su visión mundial y que probablemente sería indulgente con ellos. Tal y como declaró Jairo Angarita, el segundo de Salvatore Mancuso y ex líder de los bloques Sinú y San José de las AUC, en setiembre de 2005, estaba orgulloso de trabajar para la «reelección del mejor presidente que hemos tenido nunca».

Una vez elegidos, los senadores y congresistas paramilitares votaban lo que Uribe quería, sobre todo los cambios en la Constitución para que él pudiera ser elegido en 2006, lo que no estaba permitido durante su primera elección, en 2002. A cambio, el presidente Uribe promulgó una ley profundamente indulgente que permitió a los paramilitares desmovilizarse. La desmovilización no significaba el fin del paramilitarismo, sino simplemente su institucionalización en grandes zonas de Colombia y el Estado colombiano, de las que se habían adueñado los paramilitares y que se les permitió mantener.

En Colombia, muchos aspectos de las instituciones políticas y económicas han pasado a ser más inclusivos con el tiempo. Sin embargo, ciertos grandes elementos extractivos permanecen. La falta de ley y los derechos de propiedad inseguros son endémicos en grandes zonas del país, y esto es consecuencia de la falta de control por parte del Estado nacional de muchas partes del país, y la forma particular de falta de centralización del Estado en Colombia. No obstante, esta situación no es un resultado inevitable, sino una consecuencia de la dinámica que refleja el círculo vicioso: las instituciones políticas de Colombia no generan incentivos para que los políticos proporcionen servicios públicos y ley y orden en gran parte del país y no les ponen límites suficientes para evitar que hagan tratos implícitos o explícitos con los paramilitares y los criminales.

 

 

«El corralito»

 

Argentina estaba sumida en una crisis económica a finales de 2001. Durante tres años, la renta había estado disminuyendo, el desempleo había ido aumentando y el país había acumulado una deuda internacional masiva. Las políticas que condujeron a esta situación fueron adoptadas después de 1989 por el gobierno de Carlos Menem, para detener la hiperinflación y estabilizar la economía. Durante un tiempo, lo lograron.

En 1991, Menem vinculó el peso argentino al dólar estadounidense. Un peso era igual a un dólar según la ley. No iba a haber modificaciones en el tipo de cambio. Fin de la historia. Bueno, casi. Para convencer al pueblo de que el gobierno realmente quería ceñirse a la ley, lo persuadió de abrir cuentas bancarias en dólares estadounidenses. Los dólares se podían utilizar en las tiendas de la ciudad de Buenos Aires y se podían retirar de cajeros automáticos de toda la ciudad. Esta política pudo haber ayudado a estabilizar la economía, pero tenía un gran inconveniente. Hacía que las exportaciones argentinas fueran muy caras y las importaciones extranjeras, muy baratas. Las exportaciones cesaron y las importaciones aumentaron estrepitosamente. La única forma de pagarlas era pedir dinero prestado. Era una situación insostenible. A medida que más personas se empezaban a preocupar por la sostenibilidad del peso, ponían más parte de su riqueza en cuentas bancarias en dólares. Pensaban que, al fin y al cabo, si el gobierno hacía pedazos la ley y devaluaba el peso, estarían seguros con las cuentas en dólares. Hicieron bien en preocuparse por el peso. Sin embargo, fueron demasiado optimistas acerca de sus dólares.

El 1 de diciembre de 2001, el gobierno congeló todas las cuentas bancarias, inicialmente, durante noventa días. Solamente se permitía retirar una pequeña cantidad de efectivo a la semana. Primero, fueron doscientos cincuenta pesos, que todavía valían doscientos cincuenta dólares; más tarde, trescientos pesos. Sin embargo, únicamente se podían retirar de las cuentas que estaban en pesos. Nadie podía retirar dinero de sus cuentas en dólares, a menos que estuvieran de acuerdo en convertir los dólares en pesos. Nadie quería hacerlo. Los argentinos llamaron a esta situación «el corralito»: los depositantes estaban encerrados en un corral como si fueran animales, sin poder ir a ningún sitio. En enero, la devaluación se promulgó finalmente y el cambio, en lugar de ser un peso por un dólar, pronto fue de cuatro pesos por un dólar. Esto debería de haber sido una reivindicación de los que pensaron que debían poner sus ahorros en dólares. Sin embargo, no lo fue, porque el gobierno convirtió forzosamente todas las cuentas bancarias que estaban en dólares a pesos, pero al tipo de cambio antiguo, uno por uno. Alguien que hubiera tenido mil dólares ahorrados, de repente tenía solamente doscientos cincuenta. El gobierno había expropiado tres cuartas partes de los ahorros del pueblo.

Para los economistas, Argentina es un país desconcertante. Para ilustrar lo difícil que era comprender Argentina, el economista Simon Kuznets, ganador del Premio Nobel, dijo su famosa frase de que existen cuatro tipo de países: desarrollados, subdesarrollados, Japón y Argentina. Kuznets lo pensaba porque, en la época de la primera guerra mundial, Argentina era uno de los países más ricos del mundo. Después, empezó un declive constante en relación con otros países ricos en Europa occidental y Norteamérica y, en los setenta y los ochenta, se hundió completamente. A primera vista, el resultado económico de Argentina es desconcertante, pero las razones de su declive se hacen más claras cuando se miran a través del cristal de instituciones inclusivas y extractivas.

Es cierto que, antes de 1914, Argentina experimentó alrededor de cincuenta años de desarrollo económico, pero era el ejemplo clásico de crecimiento con instituciones extractivas. Estaba dirigida por una reducida élite que invirtió decididamente en la economía de exportación agrícola. La economía creció con la exportación de carne de vacuno, pieles y cereales en medio de un
boom
del precio mundial de esos productos. Como todas las experiencias de crecimiento con instituciones extractivas, esto implicó que no hubiera ni destrucción creativa ni innovación. Y no era sostenible. En la época de la primera guerra mundial, la inestabilidad política creciente y las revueltas armadas provocaron que las élites argentinas intentaran ampliar el sistema político, pero esto condujo a la movilización de fuerzas que no podían controlar y, en 1930, se produjo el primer golpe militar. Desde entonces y hasta 1983, Argentina fue alternando entre dictadura y democracia, y entre varias instituciones extractivas. Hubo una represión masiva con el dominio militar, que alcanzó su punto máximo en los setenta con, como mínimo, nueve mil personas y probablemente muchas más ejecutadas ilegalmente. Cientos de miles fueron encarceladas y torturadas.

Durante los períodos de gobierno civil, hubo elecciones —en cierto modo, hubo democracia—. Sin embargo, el sistema político estaba lejos de ser inclusivo. Desde el surgimiento de Perón en los años cuarenta, la Argentina democrática había estado dominada por el partido político que él había creado, el Partido Justicialista, normalmente conocido como Partido Peronista. Los peronistas ganaron las elecciones gracias a una enorme máquina política, que logró comprar votos, repartiendo clientelismo y participando en casos de corrupción, como contratos del gobierno y trabajos a cambio de apoyo político. En cierto sentido, era una democracia, pero no era pluralista. El poder estaba altamente concentrado en el Partido Peronista, que se enfrentaba a pocos límites respecto a lo que podía hacer, como mínimo, durante el período en el que los militares se contuvieron y no lo apartaron del poder. Como vimos anteriormente, en el capítulo 11, si el Tribunal Supremo cuestionaba una política, tanto peor para el Tribunal Supremo.

En los cuarenta, Perón había cultivado el movimiento obrero como base política. Cuando se debilitó debido a la represión militar en los años setenta y ochenta, su partido simplemente pasó a comprar votos a otros. Las políticas e instituciones económicas estaban diseñadas para dar ingresos a sus partidarios, no para crear igualdad de oportunidades. Cuando el presidente Menem se enfrentó a un límite de mandato que impidió que fuera reelegido en los años noventa, fue más de lo mismo; simplemente tenía que reescribir la Constitución y deshacerse del límite de mandato. Como muestra «el corralito», incluso si Argentina tiene elecciones y gobiernos elegidos popularmente, el gobierno es bastante capaz de anular derechos de propiedad y expropiar a sus propios ciudadanos con impunidad. Existe poco control sobre los presidentes y las élites políticas de Argentina y, sin duda alguna, no existe pluralismo.

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