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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (23 page)

embates.

—Ya veo —dijo ella, pensativa—. Podrías ser un hombre... aunque un tanto extraño. Pero el pelo y la cara blancos, los ojos carmesíes y la lengua que hablas...

— Soy brujo, pero no demonio. Por favor... apártate.

Lo miró fijamente a los ojos y su mirada turbó al albino. La cogió por el hombro. Le resultó real, aunque de alguna manera poseía poca presencia real. Era como si se encontrara muy lejos de él. Se miraron llenos de curiosidad y preocupación.

—¿Cómo es posible que conozcas mi lengua? —susurró él—. ¿Es este mundo un sueño mío o de los dioses? No parece tangible. ¿Por qué?

— ¿Eso te inspiramos? —inquirió ella, a su vez—, ¿Qué me dices de tu aspecto fantasmal? ¡Pareces una aparición del pasado!

— ¡Del pasado! Así es, y tú estás en mi futuro, todavía sin forma. Puede que ello nos lleve a alguna conclusión.

Sin seguir el hilo de sus disquisiciones, de pronto le dijo:

—Extranjero, jamás derribarás este portón. Si puedes tocar a Olifant eso prueba que eres mortal, a pesar de tu aspecto. Debes de necesitar el cuerno para algo importante.

—Así es —repuso Elric—. Si no lo llevo de vuelta al lugar de donde ha venido, ¡vosotros jamás existiréis!

— ¡Indicios, indicios! —dijo ella frunciendo el ceño—. Creo que estoy a punto de hacer un descubrimiento pero todavía no sé por qué, y eso no es frecuente en Vivian. Anda, ten —le dijo y sacando una enorme llave de su falda se la tendió—. Ésta es la llave que abre la tumba de Roland. Es la única que existe. Tuve que matar para conseguirla, pero algunas veces me interno en la oscuridad de esta tumba para mirar su cara y me invade entonces la nostalgia de revivirlo, para mantenerlo vivo eternamente a mi lado, en mi isla. ¡Llévate el cuerno! Despiértalo... y cuando te haya matado, vendrá a mí, a mi calor, a mi ofrecimiento de vida eterna, en vez de yacer otra vez en ese frío lugar. ¡Ve... ve a morir a manos de Roland!

Tomó la llave.

—Gracias, lady Vivian. Si fue posible convencer a alguien que en realidad todavía no existe, he de decirte que si Roland me matara, para ti será mucho peor que si salgo airoso.

Metió la llave en la cerradura y la hizo girar sin esfuerzo. Los portones se abrieron de par en par y se encontró en un largo corredor sinuoso de techo bajo. Sin vacilaciones, lo recorrió en dirección a una tenue luz que veía a través de la fría bruma. Al caminar le pareció notar que se deslizaba como en un sueño menos real del que había tenido la noche anterior. Entró en la cámara funeraria, iluminada por altas velas que rodeaban el féretro de un hombre que yacía en él vestido con una armadura de un diseño basto y extraño, y llevaba un sable inmenso, casi tan largo como Tormentosa, afirmado sobre el pecho y sobre la empuñadura; atado a su cuello con una cadena de plata, aparecía Olifant, el Cuerno del Destino.

Visto a la luz de la vela el rostro de aquel hombre resultaba extraño; era viejo pero al mismo tiempo tenía un aspecto juvenil, sin arrugas y con la frente despejada.

Elric empuñó a Tormentosa con la mano izquierda y tendió la mano para coger el cuerno. Sin tomar ningún tipo de precauciones, lo arrancó del cuello de Roland.

De la garganta del héroe surgió un rugido. De inmediato se incorporó y se sentó, empuñó la espada y sacó las piernas del féretro. Los ojos se le desorbitaron al ver que Elric se había hecho con el cuerno; se abalanzó sobre el albino descargando la espada Durandana sobre la cabeza de Elric. Éste logró levantar el escudo y bloquear el golpe; se metió el cuerno en el jubón, retrocedió y se pasó Tormentosa a la mano derecha. Roland le gritaba algo en una lengua incomprensible. El albino no se molestó en entenderle, el tono iracundo le bastó para deducir que aquel caballero no le estaba proponiendo una negociación pacífica. Siguió defendiéndose sin atacar a Roland, retrocediendo palmo a palmo por el largo túnel hasta la boca del túmulo. Cada vez que Durandana golpeaba el Escudo del Caos, tanto la espada como el escudo lanzaban notas salvajes de gran intensidad. Implacable, el héroe continuó obligando a Elric a retroceder a golpes de espada contra el escudo y contra su acero, con una fuerza fantástica. Salieron al aire libre y Roland pareció momentáneamente deslumbrado. Elric vio que Vivían los observaba con ansiedad porque parecía que Roland estaba ganando.

Pero a la luz del día y sin la posibilidad de esquivar al iracundo caballero, Elric contraatacó con toda la energía que había estado conteniendo hasta ese momento. Con el escudo en alto y revoleando la espada, tomó la ofensiva y sorprendió a Roland, que evidentemente no estaba acostumbrado a semejante comportamiento por parte de un contrincante. Tormentosa gruñó al morder la endeble armadura de hierro de Roland, provista de clavos antiestéticos, con una cruz de un rojo deslucido en el pecho que no constituía una insignia adecuada para un héroe tan famoso. Pero los poderes de Durandana eran innegables porque aunque forjada del mismo modo basto que la armadura, no perdía su filo y amenazaba con perforar el Escudo del Caos a cada golpe. Elric tenía el brazo izquierdo entumecido por los golpes y le dolía el derecho. Lord Donblas no le había mentido al advertirle que la fuerza de sus armas se vería disminuida en aquel mundo.

Roland hizo una pausa y gritó algo, pero Elric no le prestó atención y aprovechó para aplastar a Roland con su escudo. El caballero retrocedió tambaleante, mientras su espada despedía un sonido silbante. Elric golpeó en la abertura que había entre el yelmo y la colla de Roland. La cabeza saltó de los hombros y salió rodando grotescamente, pero de la yugular no manó la sangre. Los ojos permanecieron abiertos, fijos en Elric.

Vivían gritó algo en la misma lengua que Roland había utilizado. Elric retrocedió con expresión ceñuda.

— ¡Ah, su leyenda, su leyenda! —gritó Vivían — . La única esperanza que abriga el pueblo es que Roland salga otra vez a cabalgar en su ayuda. ¡Y ahora le has matado! ¡Desalmado!

— Puede que esté poseído —repuso sollozando quedamente junto al cadáver decapitado—, pero los dioses me ordenaron llevar a cabo esta tarea. Ahora abandonaré este monótono mundo.

— ¿Acaso no te arrepientes del crimen que has cometido?

—No, señora mía, porque éste es uno de los muchos actos que, según me han dicho, servirán para un propósito superior. Que a veces dude de la verdad de este consuelo no debería preocuparte. Adiós.

Y se alejó de allí; pasó por el olivar y las piedras altas con el Cuerno del Destino apretado contra su corazón.

Siguió el río hasta la roca alta donde vio una pequeña figura y al acercarse miró hacia arriba y descubrió al enano Jermays, el Zambo. Se sacó el cuerno del jubón y se lo enseñó.

Jermays rió entre dientes y le dijo:

—De modo que Roland ha muerto para siempre y tú, Elric, has dejado en este mundo el fragmento de una leyenda, si es que sobrevive. Bien, ¿deseas que te escolte de regreso a tu plano?

— Sí, date prisa.

Jermays bajó por las rocas y se colocó junto al alto albino.

—Vaya, ese cuerno podría traernos problemas —aventuró—. Será mejor que lo vuelvas a ocultar en tu jubón y lo cubras con tu escudo.

Elric obedeció al enano y lo siguió por las orillas del río extrañamente helado. Daba la impresión de moverse, pero evidentemente no lo hacía. Jermays saltó al río y por increíble que resultase, comenzó a hundirse.

— ¡Deprisa, sígueme!

Elric se zambulló tras él y por un momento permaneció sobre el agua congelada antes de empezar a sumergirse también.

Aunque el arroyo no era profundo, siguieron hundiéndose hasta que desapareció toda similitud con el agua y pasaron a través de una rica oscuridad que se hizo cálida y muy perfumada.

— ¡Por aquí! — le gritó Jermays tirándole de la manga.

Salieron disparados dando saltos de un extremo al otro, hacia arriba y hacia abajo, por un laberinto que aparentemente sólo Jermays veía. El cuerno parecía latir contra su pecho y tuvo que apretarlo más contra él. Parpadeó al encontrarse nuevamente en un sitio iluminado, y al mirar al cielo azul oscuro descubrió el enorme sol rojo. Estaba de pie sobre algo sólido. Miró hacia abajo y vio que era la Torre de B'all'nezbett. Durante un instante más el cuerno se agitó como dotado de vida, como un pájaro enjaulado, pero al cabo de unos momentos, se quedó quieto.

Elric alcanzó el tejado y comenzó a bajar hasta que llegó a la abertura por donde había pasado antes.

De pronto oyó un ruido en el cielo y miró hacia arriba. Vio a Jermays, el Zambo, que estaba allí, con los pies en el aire y le decía:

— Seguiré viaje, este mundo no me gusta nada. —Lanzó una risita y añadió — : Ha sido un placer haber participado en esto. Adiós, Elric. Da recuerdos a los Señores de los Mundos Superiores de parte del no acabado... quizá logres sugerirles que cuanto antes mejoren sus recuerdos o bien sus poderes creativos, antes alcanzaré la felicidad.

—Quizá sea mejor que te contentes con tu suerte, Jermays. La estabilidad también tiene sus desventajas.

Jermays se encogió de hombros y desapareció.

Lentamente, con esfuerzo, Elric descendió por la pared derruida y con gran alivio llegó al primer escalón para bajar a toda prisa los restantes y regresar a la carrera a la torre de D'ar'putna con las buenas nuevas de su éxito. 

4

Los tres hombres meditabundos abandonaron la ciudad para dirigirse a las Cuevas de los Dragones. Prendido con una nueva cadena de plata, el Cuerno del Destino colgaba del cuello de Elric. Vestía de cuero negro y llevaba la cabeza descubierta a no ser por una diadema dorada que impedía que el cabello le cayera sobre los ojos. Tormentosa iba dentro de su vaina y pendía de su costado, y el Escudo del Caos colgaba sobre su espalda. Condujo a sus compañeros a las grutas para acercarse finalmente al corpachón dormido de Colmillo de Fuego, el Dragón Jefe. Tuvo la impresión de que en los pulmones no tendría suficiente capacidad cuando inspiró profundamente y aferró el cuerno. Después de echar una mirada a sus amigos, que lo observaron llenos de expectación, separó ligeramente las piernas y sopló el cuerno con todas sus fuerzas.

El instrumento emitió una nota profunda y sonora y al reverberar por las cuevas, Elric sintió que se le iba toda la vitalidad. Se fue debilitando más y más hasta que cayó de rodillas, con el cuerno aún entre los labios; el sonido se tornó entrecortado, la vista se le nubló, las piernas le temblaban y después cayó de bruces sobre la piedra; el cuerno cayó con él golpeando con sonido metálico contra el suelo.

Moonglum corrió hacia él y se quedó boquiabierto al comprobar que el Dragón Jefe comenzaba a moverse y que uno de sus ojos enormes, frío como los eriales del norte, lo miraba fijamente.

— ¡Hermano Colmillo de Fuego! —gritó Dyvim Slorm presa de júbilo—. ¡Hermano Colmillo de Fuego, estás despierto! A su alrededor, los demás dragones comenzaron a moverse, a agitar las alas, a estirar los delgados cogotes y a esponjar las duras crestas. Moonglum se sintió más pequeño que nunca cuando los dragones despertaron. Las enormes bestias le causaban una cierta inquietud, pues no sabía cómo responderían a la presencia de alguien que no era Amo de los Dragones. Después se acorde» del debilitado albino, se arrodilló junto a Elric y le tocó el hombro cubierto de cuero.

— ¡Elric! ¿Estás vivo?

Elric gimió e intentó tenderse de espaldas. Moonglum le ayudó a sentarse.

—Estoy débil, Moonglum... tan débil que no puedo levantarme. ¡El cuerno me quitó todas las energías!

—Desenvaina la espada... te dará lo que necesitas.

— Seguiré tu consejo —replicó Elric sacudiendo la cabeza—, pero dudo que esta vez estés en lo cierto. Ese héroe que maté debía de carecer de alma, o bien la tenía pero estaba bien protegida, porque no conseguí de él energía alguna.

Bajó la mano a la cadera y aferró la empuñadura de Tormentosa. Trabajosamente la desenvainó y notó que una ligera fuerza manaba de la espada para entrar en su cuerpo, pero no como para permitirle realizar un gran esfuerzo. Se incorporó y tambaleándose se acercó a Colmillo de Fuego. El monstruo lo reconoció y restregó las alas a modo de bienvenida; por un momento, aquellos ojos duros y solemnes adquirieron un poco de calor. Cuando el albino se movió para acariciarle el cuello, tropezó, cayó sobre una rodilla y se levantó con gran esfuerzo.

En otras épocas los esclavos se habían ocupado de ensillar a los dragones, pero en aquel momento, ellos mismos tendrían que encargarse de la tarea. Fueron al almacén de sillas y escogieron las que necesitaban, porque cada dragón tenía una propia. Elric apenas logró soportar el peso de la silla cíe Colmillo de Fuego, tallada en madera con incrustaciones de acero, joyas y metales preciosos. Se vio obligado a arrastrarla por el suelo de la cueva. Como no querían incomodarlo con sus miradas, los otros dos hombres hicieron caso omiso de su lucha impotente y se ocuparon de sus propias sillas. Los dragones debieron de comprender que Moonglum era amigo, porque no se molestaron cuando se acercó cauteloso a su dragón para colocarle su silla de madera con estribos de plata, de la que surgía una especie de pincho como punta de lanza en el que ondeaba el estandarte de una noble familia de Melniboné ya desaparecida. Cuando terminaron de ensillar sus bestias, fueron a ayudar a Elric, que apenas se tenía en pie del cansancio y se había apoyado contra el cuerpo escamoso de Colmillo de Fuego. Mientras ajustaban las cinchas, Dyvim Slorm dijo:

—¿Tendrás fuerzas como para guiamos?

—Sí —repuso Elric con un suspiro—, creo que para eso me bastarán. Pero sé que no me quedarán energías para la batalla que seguirá. Ha de haber un medio de recuperar mi vitalidad.

—¿Qué me dices de las hierbas que utilizabas antes?

—Las que tenía han perdido sus propiedades y no habrá manera de conseguirlas frescas ahora que el Caos ha deformado las plantas, las rocas y los océanos con su horrenda impronta.

Dyvim Slorm dejó que Moonglum terminara de ensillar a Colmillo de Fuego y se alejó para volver con una copa de líquido que esperaba pudiera revitalizar a Elric. Elric se lo bebió, devolvió la copa a Dyvim Slorm, tendió el 

brazo para agarrarse de la perilla de la silla de montar y se subió al dragón.

—Traedme cuerdas —ordenó.

—¿Cuerdas? —inquirió Dyvim Slorm frunciendo el ceño.

—Sí. Si no me atáis a la silla, seguramente caeré al suelo antes de que hayamos volado una legua.

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