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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (21 page)

Elric sabía que contemplaba el fantasma de una ciudad muerta. Le pareció que iba más allá de los brillantes muros de la Torre y veía a sus antepasados emperadores entretenidos en conversaciones aguzadas por las drogas, en actitud sádica, relacionándose con mujeres demonio, torturando e investigando el extraño metabolismo y la psicología de las razas esclavizadas, profundizando en el estudio de las ciencias ocultas, adquiriendo unos conocimientos que pocos hombres del período posterior pudieron experimentar sin volverse locos.

Pero estaba claro que lo suyo era un sueño o una visión de los infiernos habitados por los muertos de todas las eras, porque allí estaban los emperadores de distintas generaciones. Elric los conocía por sus retratos: Rondar IV, de los negros bucles, duodécimo emperador; Elric I, de vista aguzada y porte imperial, octogésimo emperador; Kahan VII, perseguido por el horror, tricentésimo vigésimo noveno emperador. Una docena o más de los más poderosos y sabios de sus cuatrocientos veintisiete antepasados, incluida Terhali, la Verde Emperatriz, que había gobernado el Brillante Imperio desde el año 8406 después de su fundación hasta el 9011. Su longevidad y la coloración verdosa de su piel y su cabello la habían distinguido. Había sido una poderosísima maga, incluso para los niveles melniboneses. Se decía que había nacido de la unión del emperador Iuntric X y una diablesa.

Elric, que observaba todo esto como si se encontrara en un rincón oscuro de la gran sala principal, vio abrirse la puerta rielante de cristal negro para dar paso a un recién llegado. Dio un brinco e intentó volver a despertarse sin éxito. El hombre era su padre, Sadrid el octogésimo sexto, un hombre alto, con ojos de pesados párpados y un aire triste. Pasó entre la multitud como si no existiera. Se dirigió directamente hacia Elric y se detuvo a dos pasos de él. Se quedó mirándolo; sus ojos se esforzaban por verle bien debajo de los pesados párpados y la frente prominente. Era un hombre de rostro demacrado que se había sentido decepcionado por su hijo albino. Tenía una nariz larga y aguileña, unos pómulos anchos y una leve chepa a causa de su altura inusual. Acarició el rojo terciopelo de su túnica con sus manos delicadas y cargadas de anillos. Después, le habló con voz clara, la misma que, según recordaba Elric, había empleado siempre.

—Hijo mío, ¿tú también estás muerto? Creí que llevaba aquí apenas un instante y sin embargo compruebo que has cambiado con los años y con la carga que el tiempo y el destino te han hecho llevar. ¿Cómo has muerto? ¿Durante un combate y a manos de la espada de algún extranjero orgulloso? ¿O en esta misma torre, en tu cama de marfil? ¿Qué es ahora de Imrryr? ¿Van bien las cosas para ella o todo lo contrario, sueña en su decadencia con el pasado esplendor? Nuestro linaje continúa, tal como debe hacerlo... no voy a preguntarte si has cumplido con esa parte de tu deber. Habrás tenido un hijo; sin duda, de Cymoril, a quien tanto amabas y por lo que tu primo Yyrkoon 

te odiaba.

—Padre...

El anciano levantó una mano casi transparente por los años y prosiguió:

—Hay otra cosa que he de preguntarte. Se trata de algo que preocupa a cuantos transcurren su inmortalidad en las sombras de esta ciudad. Algunos de nosotros hemos notado que la ciudad misma se desvanece a veces y sus colores se destiñen, y se estremecen como si estuvieran a punto de desaparecer. Algunos de nuestros compañeros han ido más allá de la muerte y quizá, tiemblo al pensarlo, hayan entrado en la no existencia. Incluso aquí, en la inmemorial región de la muerte, se manifiestan cambios sin precedentes y aquellos de nosotros que nos hemos atrevido a formular la pregunta y a darle una respuesta, tememos que en el mundo de los vivos haya ocurrido algún hecho tumultuoso. Algún hecho tan increíblemente grandioso que incluso aquí nos vemos afectos y que amenaza con provocar la extinción de nuestras almas. Una leyenda dice que hasta que la Ciudad de Ensueño no muera, nosotros, los fantasmas, podemos habitar en sus glorias pasadas. ¿Son ésas las noticias que nos traes? ¿Es éste tu mensaje? Porque ahora que te observo mejor, noto que tu cuerpo sigue vivo y que lo que ante mí tengo no es más tu cuerpo astral, que ha salido a vagar por el reino de los muertos.

—Padre... —pero la visión comenzaba a desaparecer; y él volvía a los vociferantes corredores del cosmos, a través de los planos de la existencia desconocidos por los hombres, lejos, lejos...

— ¡Padre! —volvió a gritar, y su voz se multiplicó en infinitos ecos, pero ante él no había nadie que le contestase.

Y en cierta forma se alegró, porque ¿cómo habría podido contestarle a aquel pobre espíritu, cómo habría podido revelarle la verdad de sus sospechas, admitir los crímenes que él mismo había cometido contra su ciudad ancestral, contra el mismo linaje de sus antepasados? Todo fue bruma y un gran pesar mientras sus ecos retumbaban en sus oídos, para adquirir independencia, transformar su grito y formar con él extrañas palabras: «¡P-a-a-dr-e-e-e... A-a-a- a-v-a-a-a... A-a-a-h-a-a... R-a-a... Da-ra-va-ar-aa!»

Aunque volvió a luchar con todo su ser, no logró despertar, pero sintió que su espíritu era impulsado hacia otras regiones indefinidas, envueltas en una bruma, a través de combinaciones de colores fuera del espectro terrenal, fuera de toda concepción de su mente.

Un rostro enorme comenzó a adquirir forma en medio de la bruma.

— ¡Sepiriz! —Elric reconoció la cara de su mentor. Pero el espíritu del negro nihrainiano no parecía haberlo oído—. Sepiriz... ¿estás muerto?

La cara se desvaneció para volver a reaparecer casi de inmediato junto con el resto del cuerpo.

—Elric, por fin te he encontrado, envuelto en tu cuerpo astral, por lo que veo. Doy gracias al Destino, porque creí que no lograría invocarte. Hemos de darnos prisa. Hemos logrado abrir una brecha en las defensas del Caos e iremos a parlamentar con los Señores de la Ley.

—¿Dónde estamos?

—Todavía en ninguna parte. Viajamos hacia los Mundos Superiores. Ven, date prisa, seré tu guía.

Y bajaron por pozos recubiertos de la lana más suave que los envolvió y los consoló, por cañones cortados entre resplandecientes montañas de luz ante las cuales quedaban completamente empequeñecidos, a través de cavernas de infinita negrura en cuyo interior sus cuerpos brillaron, y Elric supo que la negra nada desaparecía para siempre en todas direcciones.

Después se hallaron de pie en una meseta sin horizontes, perfectamente plana, salpicada aquí y allá de construcciones geométricas verdes y azules. El aire iridiscente estaba vivo con brillante energía, que iba tejiendo intrincados dibujos de aspecto muy formal. Encontraron también unas cosas de aspecto humana, unas cosas que habían adoptado esa forma por el bien de los hombres que tenían delante.

Los Señores Blancos de los Mundos Superiores, enemigos del Caos, eran hermosísimos; tenían unos cuerpos de una simetría tal que no podía ser terrenal. Sólo la Ley era capaz de crear semejante perfección y, pensó Elric, era evidente que semejante perfección impedía el progreso. Que las fuerzas gemelas se complementaban le resultó entonces más evidente que antes, porque si cualquiera de ellas lograba un completo dominio sobre la otra, ello significaría la entropía o el estancamiento del cosmos. Aunque la Ley dominara la tierra, el Caos debía estar presente, y viceversa.

Los Señores de la Ley estaban equipados para la guerra. Resultaba evidente por su elección de sus vestidos terrenales. Finos metales y sedas —o sus equivalentes en ese plano— brillaban sobre sus cuerpos perfectos. De sus costados pendían delgadas armas y sus rostros, de sobrecogedora belleza, parecían brillar llenos de decisión. El más alto de todos dio un paso al frente.

—Sepiriz, vemos que nos has traído a aquel cuyo destino ha de ayudarnos. Salve, Elric de Melniboné. Aunque eres un engendro del Caos, tenemos motivos para recibirte bien. Soy el que en tu mitología recibe el nombre de Donblas, el Justiciero.

—Salve, lord Donblas —repuso Elric sin moverse — . Me temo que el tuyo es un nombre inmerecido, porque en estos momentos la justicia no existe en el mundo.

—Hablas de tu mundo como si fuera todos los mundos —dijo Donblas con una sonrisa, pero sin asomo de rencor, aunque era evidente que no estaba acostumbrado a tal descaro en un mortal. A Elric no le preocupó aquello en lo más mínimo, porque había tenido demasiados tratos con los Señores Oscuros de los Mundos Superiores como para deberles demasiada deferencia. Además, sus antepasados habían estado en contra de Donblas y todos sus hermanos, y le resultaba difícil considerar al Señor Blanco como un aliado—. He comprobado que has logrado desafiar a nuestros enemigos —prosiguió lord Donblas con tono de aprobación—, Y he de reconocer que en estos momentos es difícil encontrar justicia en la tierra. Pero me llaman el Justiciero y todavía conservo la voluntad de hacer justicia cuando las condiciones cambien en tu plano.

Elric no miró directamente a Donblas, porque su belleza le turbaba.

—Entonces pongamos manos a la obra, mi señor, para poder cambiar el mundo lo antes posible. Llevemos la novedad de la justicia a nuestro mundo doliente.

— ¡Aquí no existen las prisas, mortal! —era otro Señor Blanco el que hablaba; su capa de color amarillo pálido ondeaba sobre el acero brillante de su peto y su greba, en la que se veía grabada la Flecha de la Ley.

—Pensé —dijo Elric frunciendo el ceño—, que una vez abierta la brecha hacia la tierra, esta visión marcial sería una señal de que os preparabais a declarar la guerra al Caos.

—La guerra está dispuesta... pero no es posible hasta que nos llegue una invocación de la tierra.

— ¡De la tierra! ¿Acaso la tierra no ha pedido a gritos vuestra ayuda? ¿Acaso no hemos realizado encantamientos y embrujos para que acudierais en nuestra ayuda? ¿Qué otra invocación necesitáis?

—La establecida —repuso con firmeza lord Donblas.

— ¿La establecida? ¡Por todos los Dioses! Perdonadme, mis señores. ¿Acaso queda algún trabajo más para mí?

—Una última y gran tarea, Elric —repuso Sepiriz en voz baja—. Tal como te he dicho, el Caos impide todos los

intentos de los Señores Blancos por entrar en nuestro mundo. El Cuerno del Destino ha de sonar tres veces antes de que este asunto haya concluido del todo. El primer llamado despertará a los Dragones de Imrryr, el segundo permitirá a los Señores Blancos que entren en el plano terrestre, el tercero... —se interrumpió.

— ¿El tercero qué? —inquirió Elric, impaciente.

— ¡El tercero anunciará la muerte de nuestro mundo!

— ¿Dónde está ese poderoso cuerno?

—En alguno de varios futuros posibles —respondió Sepiriz—. Un instrumento de este tipo no puede fabricarse en nuestra fase, por lo tanto, habrá que construirlo en una fase en la que la lógica domine a la brujería. Has de viajar al futuro para buscar allí el Cuerno del Destino.

— ¿Y cómo podré realizar semejante viaje?

Lord Donblas volvió a hablar sin emoción en la voz.

—Te daremos los medios. Llévate la espada y el escudo del Caos, porque te serán útiles, aunque no serán tan poderosos como en tu mundo. Habrás de ir entonces al punto más alto de la derruida Torre de B'all'nezbett en Imrryr y desde allí te lanzaras al vacío. No caerás... a menos que el escaso poder que conservamos sobre la tierra nos falle.

—Reconfortantes palabras, mi señor Donblas. Está bien, haré como decís, aunque no sea más que para satisfacer mi propia curiosidad.

—Éste es sólo uno de muchos mundos futuros —dijo Donblas encogiéndose de hombros—. Es una sombra, igual que el tuyo, pero no puedes aprobarlo. Notarás su agudeza, su claridad de perfiles... eso indicará que el Tiempo no ha ejercido sobre él influencia alguna, que su estructura no ha sido suavizada por los acontecimientos. Sin embargo, permite que te desee un viaje seguro, mortal, porque me caes bien y además tengo motivos para estarte agradecido. Aunque seas hijo del Caos, llevas en tu interior algunas de las cualidades que los de la Ley admiramos. Vete pues... regresa a tu cuerpo mortal y prepárate para la empresa que te aguarda.

Elric hizo otra reverencia y miró a Sepiriz. El negro nihrainiano retrocedió tres pasos y desapareció en el aire resplandeciente. Elric lo siguió.

Una vez más sus cuerpos astrales surcaron la miríada de planos del universo sobrenatural, experimentando sensaciones desconocidas a la mente física antes de que, una vez más y sin previo aviso, Elric volviera a sentirse pesado y abriera los ojos para descubrir que se encontraba en su propia cama, en la torre de D'a'rputna. A través de la tenue luz que se filtraba por las aberturas del pesado cortinaje, vio el redondo Escudo del Caos, su símbolo de ocho flechas latía despacio como siguiendo el ritmo del sol, y junto a él estaba Tormentosa, su espada rúnica, apoyada contra la pared como dispuesta para el viaje hacia el mundo de un posible futuro.

Elric volvió a quedarse dormido, pero de una forma más natural, y lo atormentaron pesadillas también más naturales, que acabaron arrancándole un grito que lo despertó para descubrir que Moonglum se encontraba junto a su cama. Tenía una expresión entre triste y preocupada en el rostro.

—¿Qué ocurre, Elric? ¿Qué es lo que agita tus sueños?

—Nada —repuso el albino estremeciéndose—. Déjame solo, Moonglum, me reuniré contigo cuando me

levante.

—Tiene que haber un motivo para que hayas gritado de ese modo. ¿Algún sueño profético, quizá?

—Profético, sí, profético sin lugar a dudas. Me pareció ver una visión de mi propia sangre derramada por mi propia mano.

¿Qué significado tiene este sueño, qué importancia? Responde a eso, amigo mío, y si no puedes, vete y déjame en mi morbosa cama hasta que estos pensamientos se hayan ido.

—Anda, levántate, Elric. Busca el olvido en la acción. La vela del decimocuarto día se está apagando y Dyvim Slorm espera tu consejo.

El albino se incorporó y sacó las piernas del lecho. Se sentía débil, casi sin energías. Moonglum lo ayudó a levantarse.

—Abandona ese talante preocupado y ayúdanos con nuestro dilema —dijo con un tono despreocupado que no hizo más que evidenciar mejor sus temores.

—Está bien —dijo Elric enderezándose — . Alcánzame la espada. Necesito de su fuerza robada.

A regañadientes, Moonglum se dirigió hasta la pared donde estaba el arma maligna, cogió la espada rúnica por la vaina y la levantó con dificultad, porque era muy pesada. Se estremeció cuando le pareció notar que el acero se reía disimuladamente de él y se la entregó a su amigo por la empuñadura. Agradecido, Elric la tomó y se disponía a desenvainarla cuando hizo una pausa.

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