Read Portadora de tormentas Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (17 page)

—Aaah, no hay duda, estamos derrotados... —La voz de Moonglum sonó como un suspiro leve.

—Liemos de conseguir ese escudo, Elric —dijo Dyvim Slorm — . ¿Dónde está Sepiriz?

—Tanto si viene como si no, he de partir esta misma noche hacia Karlaak. Mi Zarozinia está en peligro. — Elric se sintió presa de la desesperación. Se volvió y condujo a Rackhir hacia el otro lado del patio \ entraron en la Fortaleza—. Ven, Rackhir, debes descansar y luego ya nos contarás cuanto puedas.

Pero Sepiriz lo esperaba en el vestíbulo cuando se dirigió hacia allí después de haber acompañado a Rackhir a sus aposentos.

—Tu rostro está atormentado por la angustia, Elric, ¿te has enterado?

Elric asintió y luego dijo:

— Si ese escudo es nuestra única esperanza, Sepiriz, entonces debe de ser mío. ¡Dime cómo conseguirlo!

—Dentro de un momento. Por fin hemos logrado ponernos en contacto con los Señores Blancos, pero es poco lo que pueden hacer por ahora. Habrá que abrir un sendero hacia su plano a través de las barricadas que el Caos ha construido para impedirles el paso. Las conquistas terrenales de Jagreen Lern están casi acabadas. Una vez consolidadas, le permitirán hacerse con más poderes para reunir más aliados del Caos, las fuerzas más increíbles de ese reino se pondrán de su lado. Con la ayuda de Pyaray y de su Flota del Caos es ahora prácticamente invencible... si Pyaray pereciera...

— ¿Cómo podríamos eliminar a Pyaray?

—Un hombre ha de destrozar el cristal que lleva encima de la cabeza. Allí guarda su vida y su alma. Pero todavía no puedes intentarlo, Elric. A pesar de que tu espada te da cada vez más fuerza, antes necesitas el escudo de Mordaga. ¿Notas con qué rapidez tu acero te nutre de fuerza?

—Es cierto. Sin embargo, parece como si ahora dependiera más de esa fuerza —dijo, categórico—. Es mucho mayor ahora, pero yo estoy más débil.

—Esa fuerza la obtienes por medios malignos y es maligna en sí misma —dijo Sepiriz con tono serio—. El poder de la espada continuará aumentando, pero a medida que la fuerza de origen maligno vaya llenando tu ser, tendrás que luchar con más ahínco para controlar la potencia que llevas dentro. Para ello también necesitarás poder. De modo que has de usar parte de ese poder para luchar contra él.

Elric aferró la empuñadura de su espada y replicó:

—Aunque el mundo se venga abajo y se convierta en un gas hirviente, voy a vivir. Juro por el Equilibrio Cósmico que la Ley triunfará y que a esta tierra llegará una Nueva Era!

— Esperemos que así sea, Elric. Ahora bien, el castillo de Mordaga es prácticamente inexpugnable. Se alza en el risco más alto de una montaña solitaria, a la que se llega después de subir ciento treinta y nueve escalones. Rodeando estos escalones hay cuarenta y nueve saúcos, de los que habrás de cuidarte especialmente. Además, Mordaga posee una guardia formada por ciento cuarenta y cuatro guerreros. Te doy las cifras exactas porque estos números poseen un valor místico.

—De los guerreros me cuidaré, no cabe duda... ¿pero por qué de los saúcos?

—Cada uno de los saúcos contiene el alma de uno de los seguidores de Mordaga, a los que éste castigó de ese modo. Son unos árboles vengativos. 

—¿Y el cuarto hombre de la profecía? Sepiriz se mostró entristecido al responder:

—Ya ha venido... por eso estoy aquí ahora. El pobre Rackhir es el cuarto.

— ¿El pobre Rackhir? ¿Pobre por qué? Sepiriz sacudió la cabeza y repuso:

—No importa... ya está todo dispuesto. —Entrelazó las manos y añadió—: Encontraréis vuestros corceles nihrainianos en los establos. Os llevarán más deprisa y llegaréis hasta Mordaga a tiempo. Aprovechad su rapidez, porque el Caos no tardará en entrometerse. —Aferró a Elric por el brazo y el albino se sorprendió al ver una mirada de piedad en los ojos del vidente—. Ah, Elric, me temo que todavía te esperan muchos pesares. Ahora vete a dormir mientras Rackhir descansa y diles a tus compañeros que hagan lo mismo, pronto deberéis partir. 

2

El Caos tenía cercado el Este por dos extremos, y los cuatro hombres partieron desde la Fortaleza del Atardecer, convencidos de que no era muy probable que sobrevivieran. Cabalgaron a través de las aguas hacia el continente para descubrir guarniciones abandonadas mientras los hombres huían de la espantosa amenaza del Caos. Al cabo de un día de marcha, se encontraron con los primeros supervivientes de los combates terrestres; a muchos de ellos la deformante influencia del Caos les había retorcido los cuerpos hasta hacerles adoptar aspectos espantosos. Los infelices avanzaban a duras penas por un blanco camino que conducía a Jadmar, una ciudad aún libre. Por ellos se enteraron que media Ilmiora, partes de Vilmir y el pequeño reino independiente de Org habían sucumbido. El Caos se estaba acercando cada vez más y la materia de su extraño cosmos estaba entrando en la tierra, de modo que allí donde se instalaba su poder, la tierra se agitaba como el mar, el mar Huía como la lava, las montañas cambiaban de forma y los árboles producían flores fantasmales jamás vistas en la tierra; toda la naturaleza era inestable y no faltaba demasiado para que la tierra y el reino del Caos se fundieran en una sola unidad.

Elric se sintió aliviado al comprobar que Karlaak no había sido atacada aún. Pero según las noticias que iban, recibiendo, el ejército del Caos se encontraba a menos de trescientos kilómetros e iba avanzando.

Zarozinia lo recibió con una alegría agitada.

—Se rumoreaba que habías muerto en la batalla naval.

—No puedo quedarme mucho tiempo. He de ir más allá del Desierto de los Suspiros. Y tú también has de marcharte.

—Ya han ordenado que evacuemos la ciudad. Huiremos hacia el Erial de los Sollozos. Ni siquiera Jagreen Lern se interesará demasiado por esos yermos.

—Es posible. Al menos allí estarás más segura. Si soy afortunado, quizá logre hacer retroceder a Jagreen Lern a tiempo. —Le habló de su misión.

—Necesitas con qué defenderte —convino Zarozinia—. Pues los mortales que no se hallan bajo la protección de Jagreen Lern son horriblemente alterados por el Caos.

—El aire, el fuego, el agua y la tierra se vuelven inestables, porque no sólo están manipulando las vidas y las almas de los hombres, sino los elementos mismos del planeta. Buscaré el escudo y ambos gozaremos de su protección.

—Así lo espero, mi señor.

—Pareces triste... Por los Dioses, todos vosotros rezumáis tristeza. Pero yo me siento optimista, Zarozinia. —La tomó de las manos y sonrió con desesperada alegría—. ¡Anda, comparte mi optimismo!

La muchacha intentó reír, pero tenía los ojos anegados por las lágrimas. Él la miró con súbita compasión. A pesar de sus labios sensuales y sus habilidades como amante, seguía siendo una niña.

—Te debo mucho, amor mío —le dijo con voz queda—. Mis horas felices han sido bien pocas, pero todas las he vivido contigo. No temas... quizá nuestro destino sea alegre. Ella se apretó contra su cuerpo y exclamó:

—¡No, mi señor, no... nuestro único destino es la muerte!

Intentó acallar sus sollozos con sus besos y ella le correspondió; hicieron el amor, pero al dormirse, sus sueños estuvieron llenos de oscuros presagios y permanecieron aferrados hasta el amanecer, incapaces de vencer la certeza de los tormentos que les esperaban.

Por la mañana, se levantó y vistió el traje de guerra melnibonés: un peto de brillante metal negro, un jubón de cuello alto hecho en terciopelo negro acolchado, pantalones de montar de cuero negro, largos hasta las rodillas, cubiertos por las botas, también de cuero negro. Se cubrió los hombros con una espada de color rojo oscuro y en uno de los blancos dedos delgados llevaba el Anillo de los Reyes, la única piedra Actorios engastada en plata. El blanco cabello largo le cubría los hombros, sujeto por una diadema de bronce. Tormentosa colgaba de su cinturón y sobre la mesa había un ahusado yelmo negro, en el cual aparecían grabadas unas viejas runas, la parte superior remataba en un espolón que sobresalía casi dos palmos de la base. En esta base, dominando las aberturas para los ojos aparecía una réplica de un dragón con las alas tendidas y la boca abierta. Recordaba que, como Emperadores del Brillante Imperio, sus antepasados habían sido Amos de los Dragones y que quizá los dragones de Melniboné continuaban durmiendo en sus cavernas subterráneas. Tomó su yelmo y se lo colocó en la cabeza; sólo sus ojos carmesíes destacaban en aquella negrura.

Zarozinia ya se había vestido con una falda, un corpiño de tela dorada y una larga capa plateada con bordes

plateados que le llegaba hasta el suelo.

Le entregó un plato de frutas sazonado con hierbas y él abrió el yelmo y se puso a comer.

—Te has ataviado como para una gran batalla, mi señor.

—Así es —repuso tratando de sonreír—. Si anoche decías la verdad, entonces haríamos bien en vestirnos con el rojo del luto. —Dejó el plato, la aferró con fuerza entre sus brazos, desesperadamente, como el hombre que se aferra al recuerdo de la felicidad y le dijo—: Vamos, debo apresurarme. Vamos a los establos.

En el patio, sus tres compañeros ya estaban montados. Subió a la silla de su corcel nihrainiano y le lanzó un beso a su esposa.

— ¡Te buscaré en el Erial de los Sollozos y te probaré que mi optimismo era bien fundado! ¡Hasta la vista!

Se alejaron al galope de las murallas de Karlaak.

Al cabo de poco entraron en el Erial de los Sollozos, porque era el camino más directo hacia el Desierto de los Suspiros. Sólo Rackhir conocía bien aquel país, y los guió. Sobre la espalda llevaba el arco y el carcaj con las Flechas de la Ley, que le habían sido entregadas años antes por el hechicero Lamsar durante el Sitio de Tanelorn.

Los corceles nihrainianos, que galopaban sobre el terreno de su propio y extraño plano, avanzaban a increíble velocidad. En aquel lugar de lluvias eternas, resultaba difícil divisar a lo lejos la tierra, pero finalmente, al cabo de dos días, lograron ver los elevados riscos y supieron que se encontraban cerca de las fronteras del desierto. Cabalgaron entonces a través cíe profundas gargantas y la lluvia cesó hasta que, al tercer día, la brisa se tornó cálida y después áspera y caliente cuando abandonaron las montañas y se internaron en el desierto. El sol quemaba, despiadado, y el viento barría constantemente la tierra árida y las rocas. Descansaban sólo unas horas al día, y guiados por Rackhir fueron adentrándose más y más en las profundidades del vasto desierto; hablaban poco, porque resultaba difícil oírse por encima del ulular del viento.

A Elric le costaba trabajo obtener una impresión objetiva de su difícil situación. Se sentía vacío y hacía tiempo que había dejado de esforzarse por comprender su propia naturaleza ambivalente. Siempre había sido esclavo de sus emociones melancólicas, de su debilidad física y de la sangre que fluía por sus venas. A diferencia de otros, veía la vida no como un todo consistente, sino como una serie de acontecimientos fortuitos. Le resultaba difícil simpatizar con las fuerzas de la Ley y se preguntaba si valía la pena luchar tanto para lograr el dominio sobre sí mismo. Era mejor vivir instintivamente que teorizar y equivocarse; era mejor ser un títere, dejar que los dioses movieran sus hilos a su antojo, que tratar de controlar él mismo su destino enfrentándose a la voluntad de los Mundos Superiores y perecer por ello. Era el último de un linaje que, sin esfuerzo alguno, había utilizado para su conveniencia, y para ningún otro fin, la magia que le había sido otorgada por el Caos. Ellos no habían tenido necesidad de controlarse ni de reprimirse como las razas más recientes. Pero el control le era impuesto a medida que sus poderes mágicos se debilitaban. ¿Para qué molestarse, pues, en aguzar el ingenio o en poner orden en su mente? Era poco más que un sacrificio en el altar del destino. Aspiró profundamente el aire seco y caliente y lo expulsó de sus pulmones, al tiempo que escupía la arena que le había entrado en la boca y la nariz.

Mirando atentamente a través del aire lleno de arena, a lo lejos vio surgir algo, una sola montaña que se elevaba de los yermos del desierto como si hubiese sido colocada allí por medios sobrenaturales. Se irguió en la silla de montar.

—Ya hemos llegado —dijo señalando hacia la montaña—. ¡Descansemos antes de recorrer el último trecho! 

3

Los escalones ascendían alrededor de la montaña. En lo alto vieron el brillo de las piedras y en el sitio mismo donde los escalones giraban y desaparecían en la primera vuelta, un saúco. Tenía el aspecto de un árbol normal pero se convirtió en un símbolo del mundo vegetal: ante ellos estaba el primer contrincante. ¿Cómo lucharía? Elric colocó un pie enfundado en una bota en el primer escalón. Era alto, construido para las plantas de un gigante. Comenzó a subir, seguido de sus tres compañeros. Al llegar al décimo escalón, desenvainó a Tormentosa, la sintió temblar y enviarle energía. De inmediato, el ascenso se tornó más fácil. Al acercarse al saúco, lo oyó susurrar y vio que sus ramas se agitaban. No cabía duda, el árbol sentía. Se encontraba a pocos pasos de él cuando oyó gritar a Dyvim Slorm:

— ¡Por los Dioses! ¡Las hojas... mirad las hojas!

Las hojas verdes, cuyas venas parecían latir a la luz del sol, comenzaron a desprenderse de las ramas y a planear, decididas, hacia el grupo. Una se posó sobre la mano desnuda de Elric. Intentó quitársela, pero se le quedó pegada. Otras se fueron dejando caer sobre distintas partes de su cuerpo. Caían en una oleada verde y el albino sintió unos pinchazos en la mano. Lanzando una maldición se la quitó de encima para descubrir, horrorizado, que allí donde la hoja había estado posada quedaban pequeñas picaduras sangrantes. Presa de la náusea, se arrancó las demás de la cara y cortó cuantas pudo con su espada rúnica-En cuanto el acero las tocaba, se marchitaban, pero eran velozmente reemplazadas por otras. Supo instintivamente que no solo le chupaban la sangre de las venas, sino que además, le absorbían el alma.

Gritando aterrados, sus compañeros descubrieron lo mismo. Aquellas hojas eran dirigidas y el albino sabía de dónde llegaban las órdenes: del árbol mismo. Subió los escalones restantes luchando contra las hojas que se arremolinaron sobre él como una nube de langostas. Decidido, comenzó a asestar golpes al tronco que lanzó un iracundo quejido mientras las ramas trataban de aferrarlo. Las cortó de un mandoble y hundió a Tormentosa en el árbol. Por el aire volaron los terrones y las raíces se hicieron pedazos. El árbol lanzó un grito y comenzó a inclinarse hacia él, como si, presa de los estertores de la muerte, hubiera decidido quitarle también la vida. Hundió más a Tormentosa, que bebió ávidamente la vida de aquel árbol, y al no poder quitar su acero a tiempo, tuvo que apartarse de un salto cuando la planta cayó inerte sobre los escalones. Una rama le azotó la mejilla y ésta comenzó a sangrarle. Trastabilló al notar que se le iba la vida.

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