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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (25 page)

Cierto era que el tejido del espacio-tiempo se extendía en todas las direcciones, que existían infinitas dimensiones que explorar. Pero en algunas regiones intuía peligros y en otras los sabía ciertos: seres más poderosos que él acechaban en los recovecos de la espuma dimensional, siempre dispuestos a devorar a alguna entidad inferior. No, mejor no aventurarse en lo desconocido, donde ni siquiera la Gota del Origen podría protegerlo.

Era más seguro volver su atención al mundo exterior, al cosmos originario del que había extraído la excrecencia cuántica del suyo. Mientras que en su universo privado Radniakós era señor absoluto, en el exterior su poder, aunque más allá de toda aparente medida, debía sujetarse a reglas que él no dictaba, a leyes inmutables establecidas desde el origen de los tiempos. Esas mismas limitaciones le producían mayor placer cuando actuaba sobre ese mundo y sobre sus lejanos parientes, los débiles mortales que lo poblaban.

Desde su retiro, una dimensión privada dentro del
Idiokosmos
, donde guardaba la Gota, el corazón de su poder, rastreó los siete sistemas solares de su satrapía, buscando alguna novedad en el comportamiento de aquellos seres que cada día se volvían más previsibles. Su mente inferior analizó millones de flujos taquiónicos, filtrando sólo las entradas que pudieran despertar el interés de la conciencia superior y sacarla de su tedio.

Una imagen de piedra se materializó ante él: la escultura de una mujer desnuda que levantaba los brazos al cielo en actitud oferente. Como nuevo dios de la humanidad, se dijo con ironía, podía considerar que esa ofrenda se dirigía a él. Las informaciones se arremolinaron enseguida: la estatua se llamaba Bisagaistha y era obra de un hombre llamado Virgan, uno de los artistas plásticos más célebres del universo humano. Radniakós conocía su obra y en cierto modo la admiraba. Los materiales de su creación eran patéticamente pobres comparados con las posibilidades de que disponía el propio Pantócrata, moldeador de mundos, y sin embargo conseguía resultados meritorios en su limitación.

Pero lo que despertó su interés fue el rostro de la modelo que había posado para Bisagaistha. Rosaura Dantres. Veinticinco años. Prácticamente una recién nacida, y de una belleza arrebatadora. Curioso, siguió indagando sobre ella, hasta que localizó una transmisión en la que escultor y modelo aparecían juntos durante una fiesta. Aunque rodeados de gente, parecían existir tan sólo el uno para el otro, aislados en una singularidad. Cada vez que se encontraban sus ojos, había en ellos una expresión como hacía mucho que no veía entre dos humanos. No cabía duda de que eran amantes.

Y al observar la mirada de adoración que había en la joven Rosaura Dantres, Radniakós sintió que se le estaba robando algo que sólo a él podía pertenecer. Y, de la manera en que puede hacerlo un dios, se enamoró de ella.

Nunca sospechó que, mientras planeaba raptar a la amante de un simple mortal, estaba sentenciando el fin de su largo reinado.

En el mes de abril del año... de la llegada de los Pantócratas, una nave oficial partió de la Tierra, corazón de la diáspora humana, donde había establecido su satrapía el todopoderoso Radniakós. La nave, conocida con el pretencioso nombre de
Vara de Justicia
, realizó ocho transferencias y cruzó los dominios de tres Pantócratas, con exención de las regalías habituales en esos casos, pues el mismo Radniakós había ordenado aquella misión, la captura del súbdito que le había desafiado. En la nave viajaban siete hombres, aparte de la tripulación. Un oficial y cuatro policías terrestres, vestidos con el uniforme azul de la proxenía, representaban al poder humano. El Consagrado, embutido en su negra armadura, demasiado alto en su dignidad para dirigir la palabra a los demás, era la cuña del poder divino, el recordatorio de que tras aquella acción se encontraba el Pantócrata.

Y por último, M. Rodan, antiguo psicoconsultor y ahora senador de la Tierra, la persona de más alto rango en la nave y sin embargo la que menos podía disponer de su propia voluntad. ¿Por qué razón un hombre de más de quinientos años de edad, poco dado a las aventuras, compartía asientos con aquellos policías armados hasta los dientes y con el inquietante mercenario del Pantócrata? Por cauces tortuosos le habían llegado noticias de que su amigo y antiguo cliente Virgan, el más afamado creador plástico de la satrapía de Radniakós, se encontraba escondido en los dominios de Serpina, en el mísero sistema de Klumte. Y por cauces más directos, el próxeno del Sistema Tierra había aparecido en su casa para comunicarle que debía ayudar a las autoridades en su detención. M. Rodan no entendía qué necesidad podía tener de su ayuda un Pantócrata, un ser capaz de hacer colapsar un sistema entero en un agujero radiante. —Como el propio Radniakós había demostrado doscientos años atrás, en la primera y última rebelión contra su poder—. Pero los designios de los nuevos dioses eran retorcidos e inescrutables. Mientras la
Vara de Justicia
descendía hacía la superficie del planeta, M. Rodan se debatía entre sentimientos de culpabilidad por su forzada traición y compasión por el destino que aguardaba a su amigo y antiguo cliente. Nadie más que el propio Virgan se lo había buscado, se justificaba. Estaba acostumbrado a contemplar cómo el artista se saltaba las normas habituales de conducta y hacía caso omiso de sus consejos, pero su última acción había atravesado la frontera que separaba excentricidad y locura.
«R. Virgan, a todos los posibles lectores, para que conozcan la catadura moral de nuestro Poderoso Pantócrata Radniakós.»
Aquel documento había aparecido simultáneamente en las terminales y pantallas de siete sistemas solares, y era tan conciso y expresivo que millones de usuarios pudieron, incrédulos, leer una larga sarta de insultos y acusaciones contra el Pancócrata antes de que el mensaje fuera destruido por los censores de la red. Nadie se había atrevido jamás a publicar la menor crítica contra un Pantócrata, y mucho menos tales barbaridades. ¡Y toda esa locura por una mujer! M. Rodan sacudió la cabeza, desaprobador.

La presa de aquella cacería, Virgan, era, por encima de modas pasajeras, el artista plástico que tanto el público general como los críticos consideraban el más grande en aquellos tiempos. Consciente de su gloria y su valor, y poco dado a la humildad, sin embargo nunca se había comportado con el divismo o la excentricidad de otros creadores. Ciertamente se salía de lo común, pero no porque lo pretendiera, sino porque su naturaleza hacía imposible otra cosa. Así lo describía la periodista y escritora Ulma Sterrit cincuenta años atrás en un retrato que seguía teniendo vigencia:

Virgan parece tan pétreo como las esculturas que de vez en cuando se complace en crear a la antigua usanza. Cuando pasé a su taller estaba trabajando, y me refiero a físicamente, si saben ustedes lo que quiero decir. Me recibió vestido tan sólo con un pantalón corto, y aunque su cuerpo estaba perlado de sudor, se le veía tan digno como aun próxeno con sus ropajes oficiales. Es un hombre muy alto —dos metros, rezan sus datos—, y de porte tan erguido que aún lo parece más. Sus hombros son anchos, su pecho plano, su cintura estrecha; largos y nervudos los miembros, el paso solemne. De joven se hizo extirpar el cabello, y ahora sólo adornan su cabeza unas cejas arqueadas y un bigote fiero y negro. No sabría decidir dónde hay más fuerza, si en sus manos o en sus ojos. Éstos son oscuros y profundos, y resulta muy difícil aguantar su mirada, que clava en la del interlocutor sin sentir el menor pudor por ello. Los dedos los tiene largos y huesudos, y cuando habla se mueven en el aire como si quisieran capturar avarientos alguna forma huidiza. Tengo entendido que esas manos tienen una fuerza sobrehumana, y al verlas puedo creerlo. En cuanto a sus rasgos, no sabría decir si es un hombre guapo o feo. Simplemente pensé, al verle, que aquel rostro no podía tener otra forma sino la que tiene...

Por desgracia, ni una fuerza de la naturaleza como Virgan podía oponerse al poder de un Pantócrata. Mientras en el exterior el campo de la nave cortando como una daga las primeras capas de la atmósfera, M. Rodan miró de reojo a la negra figura que se sentaba sola en la parte derecha. Incluso en el asiento, el Consagrado permanecía tan erguido y hierático como la estatua de un dios egipcio. De su armadura brotaban aquí y allá líneas y ángulos cortantes, acaso sin otra finalidad que la de acrecentar el aura de amenaza. La mano derecha se apoyaba, como si de un báculo se tratara, en la larga alabarda que podía actuar tanto desgarrando la carne de su víctima con sus filos como disparando cargas de plasma por el negro cañón. El casco, plagado de implantes y refuerzos sensoriales, dejaba entrever tan sólo la piel de las mejillas; demasiado poco para adivinar la expresión de aquel rostro, si es que alguna vez la tenía.

Incluso los policías evitaban la cercanía del Consagrado, y cuando tenían que pasar a su lado, daban un ligero rodeo, como sí hubiera alrededor del mercenario una columna de aire sólido que les impidiera el paso.

—Ya nos hemos posado. ¿Está preparado? La voz del oficial de la proxenía, sentado a su izquierda, le sobresaltó. Todos estaban ya soltando los arneses y poniéndose en pie. M. Rodan siguió su ejemplo y salió de la nave, detrás de los adustos policías. El Consagrado esperó a que todos pasaran para seguirles a cierta distancia, marcando sus diferencias.

No bien puso el pie fuera de la rampa, M. Rodan sintió un escalofrío, físico y moral a la vez. Sus ropas eran gruesas, pero no le evitaron recibir en el rostro el hostigo del viento, crudo y lancinante. Según la hora local, el mortecino sol de aquel sistema debía de estar poniéndose, pero los nubarrones que amortajaban el cielo lo ocultaban de la vista, y la penumbra regentaba aquel lugar hasta que las tinieblas se hicieran señoras de él.

—Debe usted ir solo... ahora —le recordó el oficial. M. Rodan miró de soslayo al Consagrado y tuvo la impresión de que su mirada era correspondida. Sintió un estremecimiento.

—Siga a esta linterna. Se acciona por la voz —prosiguió el oficial—. Nosotros estaremos cerca.

M. Rodan emprendió la marcha, guiado por la linterna de globo, que flotaba delante de él buscándole el sendero más seguro. Las autoridades de Trabar, única ciudad de Klumte que podía merecer tal nombre, les habían comunicado por el haz que aquella zona había quedado deshabitada unos doscientos años atrás. M. Rodan se internó entre las sombras que el ordenador de la nave había reconocido como construcciones. Eran casas de piedra, silenciosas como sólo puede serlo un lugar en el que alguna vez se escuchara una voz humana o resonara el paso de un niño. Algunas estaban en ruinas, otras sólo avejentadas, y unas pocas habían aguantado con cierta dignidad los ataques del tiempo y el corrosivo clima de Klumte. El senador, como queda dicho, era persona poco proclive a los riesgos, y como todos los miembros de la inmortal sociedad de los Pantócratas, sentía terror, pánico ante la idea del menor riesgo físico. Antes de emprender su viaje había volcado sus recuerdos en los bancos de memoria, y por sí mismo había comprobado el satisfactorio estado de sus clones, pero nunca había pasado por el trauma de la muerte real y dudaba de que fuera tan inocuo como la Sociedad de Resurrección pretendía hacer creer.

No pasó mucho tiempo antes de que, a través de la esfera de luminosidad que creaba la linterna, se destacara una sombra por encima de las demás. Curioso e inquieto a la vez, M. Rodan desactivó el globo y dio unos segundos a su vista para que se adaptase de nuevo a la oscuridad. La sombra, un bulto confuso en primera impresión, tomó forma, y ésta, por más que le pareciera imposible de encajar en aquel planeta perdido hasta de la mano de su propio, Pantócrata, era la de una catedral gótica. Un relámpago violeta cruzó entre las nubes, y su luz fantasmal dibujó inconfundibles las torres, los chapiteles, los contrafuertes. «Me juego los clones de mi mujer a que ahí dentro está Vírgan», dijo entre dientes, y aquella broma privada le reconfortó un poco.

La calle que conducía a la catedral subía en una obstinada pendiente que se agarraba a las piernas de Rodan. La gravedad en la superficie de Klumte era un quince por ciento superior a la terrestre, y aún ésta se le hacía fastidiosa las raras veces que visitaba su mundo natal. Cuando llegó a la plaza de la catedral tuvo que detenerse a tomar aliento y masajear sus agarrotadas pantorrillas. Aquel momento fue oportuno para ordenar a la linterna que aumentara la potencia y recorriese la fachada principal.

No se confesaba amante del arte antiguo, pero le impresionaron la magnitud del conjunto y la rotundidad de la piedra, y no dejaron de estremecerle los siniestros juegos de sombras que huían por los relieves conforme el haz de luz barría la portada. Tan sólo dos días de recuerdos podía perder, se exhortó. Y los fantasmas no existían.

Sin embargo, por un momento casi lo creyó así cuando, al pasar bajo la ojiva central, sintió desde ambos lados la mirada de rostros familiares y hasta le pareció escuchar un susurro de llamada. Sobresaltado, ordenó luz en esfera y entonces comprendió la razón de esa familiaridad que, con el rabillo del ojo, no había sabido interpretar: las esculturas que adornaban el portal, aunque ataviadas con ropas diferentes, fueran masculinas o femeninas, le miraban con el mismo rostro, y éste no era otro que el de Rosaura, la desaparecida amante de Virgan. La novia que el Pantócrata había obtenido por el ancestral procedimiento del rapto. La causa de aquella cacería.

La puerta estaba entreabierta y M. Rodan la atravesó con reverente temor, a pesar de que, como el resto de los humanos de la era de los Pantócratas, carecía de otra creencia religiosa que no fuera la sumisión a ellos. Al ordenar máxima luz, quedó impresionado, como más tarde reconocería, pese a que había visto mil maravillas en otros tantos planetas. La catedral era aún más grandiosa en su interior. Las columnas subían hasta la bóveda nervada en un desafío para la vista, y Rodan aceptó el reto y sintió el vértigo de las alturas cuando sus ojos se clavaron en la crucería, a una altura sobrehumana. Fue entonces cuando escuchó la voz.

—¿QUIÉN ANDA POR AHÍ?

Las reverberaciones rebotaron retumbando por toda la nave, y si M. Rodan no hubiera reconocido la voz como la de su antiguo cliente y amigo, Virgan, a buen seguro hubiese huido despavorido.

—¡Soy yo, Rodan! —gritó, y los ecos convirtieron en ajenas sus palabras. Hubo un lapso de casi un minuto hasta que recibió la contestación de Virgan.

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