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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (23 page)

Sangraba mucho.

El policía se incorporó y rasgó una de las sábanas, fabricando una improvisada compresa con la que taponó la herida. A continuación, se aproximó al cadáver de Navarro y buscó en el bolsillo de su chaqueta, Cogió los sellos de Thule y los guardó en la cartera. Dirigió una última mirada a su amigo.

—Lo siento... —musitó.

Luego salió del dormitorio, bajó las escaleras con paso inseguro y cruzó el salón, pasando por entre los cuerpos exánimes de Abraham Lincoln Smith y Leonor Hidalgo.

Al llegar al recibidor, Vega tuvo la impresión de que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor. Se aferró a una de las columnas de mármol y aguardó a que el mareo pasase, luego abrió la puerta y salió al jardín. Se detuvo un instante en el porche, permitiendo que el frescor de la noche le acariciara el rostro.

El pecho le dolía endiabladamente y se sentía muy débil.

«Pero no puedo morirme ahora-pensó—. Todavía tengo algo que hacer...»

Encajó la mandíbula y echó a andar.

Había aproximadamente un kilómetro y medio de distancia entre el número 122 de la calle Serrano y la plaza de Olavide. Vega lo recorrió en un estado próximo al desfallecimiento. A veces, su mente se extraviaba e imaginaba que estaba en otro lugar, acompañado por fantasmas de rostros cambiantes. Por un momento pensó que Navarro se encontraba a su lado. Luego creyó que Manuela caminaba unos pasos por detrás de él, pero cuando se volvió a mirar descubrió que no era Manuela, sino Leonor Hidalgo, quien le seguía. Sin embargo, al cerrar los ojos y volver a abrirlos, comprobó que nadie había en la calle.

En ocasiones, Vega se sentía absolutamente lúcido. Entonces parecía como si todo lo que le rodeaba encajara a la perfección en una especie de orden universal. Los primeros brotes de la primavera, las ruinas, los adoquines, las farolas de cristales rotos, su propio cuerpo vacilante y maltrecho, todo, absolutamente todo, era correcto y armónico. No obstante, Vega sabía que, en el fondo, esa sensación de lucidez no era más que otra forma de delirio, así que procuraba mantener la mente en blanco y concentrarse en cada uno de los pasos que daba. Sólo eso era importante: seguir caminando.

Cuando se encontraba a un par de manzanas de su casa, Vega escuchó el sonido de unas voces exaltadas, ignoraba si se trataba de una alucinación o no, pero por precaución corrió a esconderse entre las sombras de un portal. Al poco, vio cómo un grupo de diez o doce personas doblaba la esquina y se encaminaba en su dirección. Todos eran hombres y todos iban armados; algunos llevaban camisas azules e insignias de la Falange. Ahora que las tropas de Franco se hallaban a las puertas de la ciudad, los quintacolumnistas abandonaban sus madrigueras y salían de cacería.

Vega se pegó al portal y buscó instintivamente su arma, pero la pistolera estaba vacía. Recordó que había dejado abandonada la pistola en el palacete de Serrano. Se apretó más contra la puerta, buscando refugio en las sombras.

Mientras los falangistas pasaban frente a él, Vega, completamente inmóvil y con el aliento contenido, experimentó la extraña sensación de haber vivido ya ese momento. Un hombre en un portal, de noche, ocultándose de un grupo de pistoleros... Estaba seguro de haber presenciado algo así, aunque no lograba recordar cuándo.

Finalmente, los quintacolumnistas se perdieron calle arriba y Vega pudo reemprender la marcha. Unos minutos más tarde llegó a su casa. Cruzó el portal y subió las escaleras. Tardó unos segundos en encontrar las llaves. Abrió la puerta con pulso tembloroso y entró en su piso.

Lo primero que hizo fue abrir el grifo del lavabo y mojarse la cara y la cabeza. El frescor del agua le espabiló. Se secó con una toalla y fue en busca de papel y pluma. Abrió el balcón de par en par y se acomodó frente a la mesa camilla. Comenzó a escribir, Durante más de una hora estuvo rellenando cuartilla tras cuartilla, poniendo cuidado en contener el temblor de su mano para evitar que la letra se tornara ilegible.

A las tres y media de la madrugada, Vega se desmayó. Estaba acabando de escribir una línea cuando sintió que la vista se le desenfocaba y la cabeza le daba vueltas. Unos instantes después, se derrumbaba inconsciente sobre la mesa.

Recuperó el conocimiento dos horas más tarde. Notaba un intenso sabor metálico en la boca y sentía los músculos entumecidos. Había perdido mucha sangre y estaba muy débil, la herida del pecho era como un hierro candente clavado en su carne.

Volvió a echarse agua por la cabeza. Se sentó de nuevo e intentó reanudar la escritura, pero le resultaba casi imposible sujetar la pluma. Consiguió añadir una frase más y luego desistió. Con eso debía bastar. Dobló las cuartillas y las introdujo en un sobre. Lo cerró y luego, tras sacarlos de la cartera, pegó los sellos de Thule en el dorso de la carta. Cogió la pluma de nuevo y escribió cuidadosamente un nombre y una fecha.

Contempló el sobre.

Los tres ancianos alados, rojo, verde y azul.

«Mobile quod movetur.»

Thule.

«Telmo Vega, 7 de enero de 1936.»

Se echó a reír. Estaba muriéndose, en medio de una guerra, y sólo pensaba en mandar una carta al pasado. Tenía gracia.

Guardó el sobre en el bolsillo y cogió una botella de ginebra. Dio un trago, directamente del gollete. El alcohol ardió en su estómago y le hizo toser, pero también le reanimó.

Tras dirigir una última mirada a las fotos que colgaban en la pared, salió del piso. Casi tropezó al bajar por las escaleras, pero en último momento logró agarrarse al pasamanos. Abrió el portal y salió a la calle. Se detuvo un instante. Recordó que al otro lado de la plaza había un buzón, así que empezó a rodear el mercado oscuro y vacío. Hacia el este, el cielo comenzaba a clarear, anunciando la proximidad del amanecer.

Vega llegó al lugar donde, en otro momento, se había alzado un buzón de correos. Ahora, sólo quedaban de él un montón de hierros retorcidos. Vega frunció el ceño y maldijo por lo bajo.

¿Dónde podía encontrar otro buzón...? No lo recordaba, pero suponía que en alguna de las calles cercanas debía de haber alguno. Comenzó a andar. Al cabo de unos minutos, notó cómo un líquido espeso le empapaba el pecho. Era sangre, la herida se había vuelto a abrir. Jadeó al notar una punzada en el corazón, pero se mordió los labios y siguió caminando.

Llegó a la calle Fuencarral y se detuvo. Intentó divisar algún buzón, pero tenía la vista nublada. Se frotó los ojos y miró de nuevo.

Y allí, delante de él, distinguió lo que andaba buscando: un buzón de correos en buen estado. Sólo tenía que caminar unos metros y echar la carta. Eso era todo.

Comenzó a cruzar la calle.

Entonces, una voz resonó a su espalda.

—¡Alto! ¡Deténgase!

Vega miró por encima del hombro y distinguió al grupo de falangistas con quienes se había cruzado unas horas antes. Aceleró el paso.

—¡Deténgase o disparamos! —gritó la voz.

Vega echó a correr. La cabeza le daba vueltas y sentía las piernas agarrotadas. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para lograr mantenerse en pie.

Escuchó un disparo y el silbido de una bala pasando a su lado.

Continuó corriendo hasta llegar a la altura del buzón. Sacó la carta del bolsillo y la llevó hacia la ranura...

Un disparo le alcanzó en el hombro. El sobre se le escapó de entre los dedos. Vega se dejó caer de rodillas y recogió la carta. Oía voces y ruido de pasos, pero apenas lograba enfocar la mirada. Jadeando, comenzó a introducir el sobre por la boca del buzón.

Un nuevo disparo resonó en la calle. En menos de una décima de segundo, una bala blindada del calibre siete recorrió los escasos cuarenta metros que le separaban del policía, reventándole el corazón.

Vega murió instantáneamente.

Pero, quizá por casualidad, o quizá porque así estaba escrito en el destino, su cuerpo sin vida empujó la carta al caer.

Y el sobre se precipitó en el seno de la saca de correos, para desvanecerse en el aire poco antes de alcanzar el fondo.

Y algo cambió.

TERCERA PARTE

EL POLICÍA ENAMORADO

Era el cadáver más pulcro y elegante que Telmo Vega hubiera visto lamas.

El policía encendió con un fósforo el cigarrillo que acababa de liar. Aspiró una bocanada de humo y maldijo para sus adentros el desagradable sabor de los Ideales. Señaló con un gesto el cadáver del anciano.

—¿Quién es? —preguntó.

—Luis Carlos de Andrade, conde de Lemos —contestó el inspector Uribe—. Y otro montón de títulos más. Vivía solo. Lo encontró su asistenta, esta mañana a primera hora.

—¿Se sabe ya cuál es el móvil del crimen?

—Coleccionaba sellos... —dijo Uribe, a modo de contestación.

Vega frunció el ceño.

—Así que tu amigo ha actuado de nuevo... —Se pasó una mano por la boca—. Todo este asunto del Coleccionista es muy extraño.

—Bueno, que alguien mate para robar sellos de correos resulta, por lo menos, original.

—Sí, rompe la monotonía... —Vega sonrió y dio una nueva calada a su cigarrillo—. Lamento no poder ayudarte, Uribe, pero...

—Lo sé, comisario, se marcha. Y hace bien; cuando las tropas franquistas entren en Madrid, su vida no valdrá un céntimo. Yo, en su lugar, también me iría.

Vega asintió, pensativo.

—Creí que Ángel estaba contigo... —comentó—. ¿Le has visto?

—Esta mañana, en la Central. Buscaba algo, no sé qué. Me dijo que le esperaría allí.

—Ya... —Hizo un gesto vago, señalando la habitación—. ¿Van a tomar la huellas?

—Lo dudo. Dicen que Ruíz se ha pasado al bando
nacional.
Ya no queda nadie en el laboratorio.

—Te lo están poniendo difícil, eh? —repuso Vega—. Al menos, vendrá el juez a levantar el cadáver...

—Eso espero.

—¿Tienes ya alguna pista? —Uribe negó con la cabeza. Vega suspiró—. Me gustaría ayudarte, en serio. Pero tengo que irme...

Se estrecharon la mano,

—Ha sido un honor trabajar a su lado, comisario —afirmó, seriamente, Uribe.

—Lo mismo digo, inspector. Espero que consigas cazar al Coleccionista.

—Y yo confío en que logre llegar felizmente a su destino. Buena suerte.

Vega separó su mano de la de Uribe y salió de la estancia. Al llegar a la puerta del piso vio que el guardia de asalto que supuestamente debía vigilar la entrada estaba recostado contra la pared, dormido.

Pasó a su lado en silencio, procurando no despertarle.

Al llegar a la Dirección General de Seguridad, Vega encontró sobre la mesa de su despacho una nota de Ángel Navarro explicando que había tenido que salir con el coche a buscar unos bidones de gasolina y que se encontraría con él, a mediodía, en su casa.

Vega arrugó la nota y la tiró a la papelera. Miró en derredor, con cierta tristeza. En realidad, ya no tenía nada más que hacer allí, salvo recoger sus objetos personales. Metió en un maletín de cuero el marco con la foto de Manuela y un sobre con los documentos necesarios para su huida de Madrid. Eso era todo.

Entonces sonó el teléfono. Vega descolgó el auricular: era Luisa, una de las operadoras de la centralita.

—Tengo una llamada para usted, comisario.

—¿Quién es...?

Unos instantes de silencio cuajado de estática.

—La señora Hidalgo —dijo la telefonista.

Vega se sobresaltó. Tragó saliva.

—Dile que no estoy.

—Pero, comisario... —La voz de la mujer vaciló—. Parece urgente. Dice que se trata de un caso de asesinato...

—Haz lo que te ordeno, Luisa —repuso Vega, quizá con demasiada brusquedad—. Dile a esa mujer que ya me he ido.

Colgó el auricular en la horquilla y se apoyó en la mesa, intentando serenarse.

Leonor Hidalgo... Finalmente, había entrado en escena.

Pero él no pensaba quedarse allí para ver el resto de la función. Cerró el maletín, cogió su abrigo y, sin dirigir una última mirada al lugar en que había trabajado durante tantos años, salió del despacho.

Quizá fue una corazonada, o un exceso de precaución, pero Vega abandonó el edificio de la Dirección General de Seguridad por la puerta trasera. Él nunca lo supo, pero eso le evitó un desagradable encuentro con el hombre que, sentado en el asiento trasero de un Renault blanco, le había estado siguiendo durante toda la mañana, un gigantesco negro de músculos de acero al que todo el mundo llamaba Abby, y cuya intención era secuestrar a comisario Vega para conducirlo a cierto palacete de la calle Serrano.

Afortunadamente para el policía, eso nunca llegó a ocurrir.

Vega abrió la puerta y entró en su piso. Dejó el maletín de cuero sobre la mesa camilla del salón. Mientras se quitaba el abrigo, su mirada se cruzó con la reproducción de la Última Cena de Da Vinci que colgaba en la pared situada frente al balcón. Era una copia al óleo, lamentablemente ejecutada por un pariente de Manuela al que, en su juventud, le dio por coquetear con el mundo del arte. Vega siempre había sostenido que aquello, más que un cuadro religioso, parecía una blasfemia.

—¿Eres tú, Telmo...? —dijo una voz de mujer desde el cuarto de baño.

—No. Soy el general Franco —bromeó Vega, aflautando la voz—. Acabo de tomar Madrid y venía a saludarla, señora.

Una risa, el sonido de unos pasos aproximándose. La puerta se abrió y entró en el salón una mujer joven, de cabello moreno y ojos muy grandes. Sólo llevaba puestos unos pantalones de pana y un sujetador de algodón. Tenía el pelo mojado y se lo secaba con una toalla. Sonrió,

—¿Qué haces aquí tan pronto...? —preguntó.

—Ángel no estaba en el despacho —contestó Vega—. Me dejó una nota diciendo que pasaría a buscarnos al mediodía. —Se cruzó de brazos—. Pero bueno, ¿es esa forma de recibir a tu marido?

Manuela dejó la toalla sobre la mesa y rodeó a Vega con sus brazos. Se puso de puntillas y le besó en los labios.

—Hola... —susurró.

—Hola... —respondió Vega, acariciando la espalda de su mujer—. ¿Sabes que estás muy guapa así...?

Manuela sonrió con picardía y se apartó de su marido. Cogió la toalla y continuó secándose el pelo.

—Estoy espantosa —dijorisueña—. Y si me encuentras con esta pinta es porque has llegado demasiado pronto. —Hizo un gesto impreciso—. El equipaje ya está hecho; una maleta para cada uno y nada más, pierde cuidado. Pero no he podido resistir la tentación de darme un baño. Quién sabe cuándo podré volver a hacerlo... ¿Cuánto tardaremos en llegar a Alicante?

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