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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (19 page)

Vega la interrumpió. ¿Había dicho el "asesinato» de su padre...? La mujer tragó saliva varias veces, como si se estuviese atragantando, y prorrumpió en un incontenible acceso de llanto. Al cabo de unos minutos, cuando logró calmarse un poco, inició el relato entrecortado del martirio y muerte de Roberto Bardasano.

Según dijo, el pasado 14 de febrero, por la tarde, se vio obligada a salir de casa. Había recibido una nota de un familiar suyo, una prima en segundo grado con la que mantenía cierto trato, citándola en su domicilio de Ciudad Lineal. Como aquello quedaba en el otro extremo de Madrid, Isabel dejó a su hijo Carlos con el abuelo y salió de casa a eso de las cuatro. Tardó más de dos horas en llegar a Ciudad Lineal, y cuando por fin se presentó en el piso de su prima, se encontró con la sorpresa de que ésta negaba rotundamente haberle mandado nota alguna. Desconcertada, Isabel regresó a su casa. Llegó, más o menos, a las ocho y media. La filatelia ya estaba cerrada, de modo que subió directamente al piso. Pero allí no había ni rastro de su familia. Supuso que debían de encontrarse en la tienda, así que bajó de nuevo y entró en la filatelia.

Allí, en medio de un desbarajuste de sellos revueltos y clasificadores volcados, encontró el cadáver de su padre, Roberto Bardasano, atado a una silla y absolutamente cubierto de sangre.

El niño había desaparecido.

Isabel creyó enloquecer. Los vecinos llamaron a la policía y, al cabo de una hora, se presentó un inspector acompañado por dos guardias de asalto. El policía examinó el cuerpo de Bardasano y afirmó que había muerto a causa de una brutal paliza. No fue una muerte rápida, no, sino una interminable tortura.

Llegado ese punto, Isabel interrumpió su relato. Con los ojos anegados de lágrimas, contempló fijamente a Vega.

—¿Quién puede ser tan desalmado como para matar a golpes a un pobre anciano...? —preguntó con voz temblorosa.

Vega asintió, poniendo cara de circunstancias, y preguntó si habían robado algo. La mujer dijo que no estaba segura, pero que creía que no, ya que el asesino no se había llevado ni una sola de las colecciones de monedas, lo más valioso que había en la filatelia. Vega le mostró a Isabel la foto de los sellos de Thule, pero ésta afirmó que jamás los había visto.

El policía, algo desalentado, volvió a guardar la foto.

—¿Y el niño? —preguntó—. ¿Apareció por fin?

Isabel asintió. La portera le encontró al día siguiente en la carbonera. Al parecer, en la filatelia existía una pequeña trampilla que daba directamente al depósito de carbón que había en el sótano. El niño debía de haberse deslizado por ella mientras su abuelo era asaltado.

Vega se puso repentinamente en estado de alerta. Era posible que aquel niño lo hubiese visto todo.

—Tengo que hablar con su hijo, señora Bardasano —dijo el policía.

—No puede ser, señor comisario —repuso tristemente la mujer—. Carlitos está enfermo...

—Es muy importante, señora. Le juro que no molestaré al niño. Sólo quiero hacerle un par de preguntas.

—Pero usted no lo entiende... No está mal del cuerpo, sino de aquí. —Señaló con un dedo su cabeza—. Desde que ocurrió lo de su abuelo, ni habla, ni entiende, ni apenas se mueve... Está como ido, el pobrecito...

Pero Vega Insistió en verlo, de modo que la mujer, un poco a regañadientes, le condujo a un pequeño dormitorio, apenas iluminado, donde se hallaba un muchachito de unos diez años que, sentado en la cama con los brazos rodeando sus piernas encogidas, mantenía la vista perdida y el rostro inexpresivo. Estaba completamente inmóvil.

Vega tomó asiento sobre la cama, a su lado. Permaneció un par de minutos en silencio y luego se inclinó hacía el niño.

—Hola, Carlos —dijo—. Me llamo Telmo Vega y soy policía. Estoy investigando la muerte de tu abuelo y... ¿sabes?, si quisieras hablar conmigo podrías ayudarme mucho... —El niño no movió ni una pestaña. Vega insistió—: Carlos, por favor, tienes que decirme lo que viste...

—Es inútil, comisario —dijo Isabel Bardasano—. El pobre ni siquiera le oye.

Vega asintió con desánimo. Se incorporó.

—¿Lo ha llevado a un médico?

—Sí. El doctor dijo que el niño había sufrido una fuerte impresión, y que necesitaba tratamiento psiquiátrico. —Rió con amargura—. ¿Y de dónde voy a sacar yo un psiquiatra, en este Madrid destruido por la guerra? —Las lágrimas volvieron a sus ojos—. ¿Qué voy a hacer ahora, comisario...? Me he quedado sola en el mundo, viuda y con un hijo enfermo... ¿Qué va a ser de mí...?

Vega le aseguró a la mujer que haría todo lo posible por ayudarla, aunque no pudo evitar preguntarse en qué podía consistir esa ayuda, ya que su propio futuro no podía ser más incierto. Se disponía a salir del dormitorio, cuando una idea le cruzó la mente.

—¿Su hijo colecciona sellos? —preguntó.

—Sí... —contestó Isabel, extrañada—. Su abuelo le aficionó... ¿Porqué...?

—¿Le importaría dejarme ver su colección?

La mujer contempló a Vega con perplejidad. Se encogió levemente de hombros y, del interior de un cajón, sacó un álbum con tapas de cartón verde. Se lo entregó al policía.

Vega comenzó a pasar las hojas. Sus ojos recorrieron con detenimiento las filas de sellos, contemplando rostros de escritores y políticos, paisajes, edificios, enseñas y blasones, animales y plantas, reproducciones de cuadros... Pero no encontró ningún anciano alado con un libro en las manos. Allí no había ningún sello de Thule.

Decepcionado, le devolvió el álbum a la mujer y, tras asegurarle que volvería a visitarles pronto, abandonó el piso y salió a la calle. Encendió un cigarrillo y echó a andar en dirección a la Puerta del Sol.

A sus oídos llegaba el estruendo de los obuses que estallaban en el cercano frente oeste.

Los días transcurrieron lentamente, marcando la cuenta final de una guerra a la que sólo le restaba el protocolo último de la rendición. El Consejo de Defensa mantenía contactos con los militares facciosos a través de la
Quinta Columna.
Mientras, Casado y Miaja preparaban las condiciones de capitulación que pronto iban a presentar ante Franco. La ciudad, después de una semana de luchas internas, se mantenía expectante, con el oído pegado a la radio y la mirada puesta en la Moncloa, el lugar donde se concentraban las fuerzas franquistas a la espera de su entrada triunfal en Madrid.

Entre tanto, Vega había convertido el transcurso de sus días en una rutina dividida en tres actos. Por la mañana ayudaba a Navarro y Uribe, recorriendo Madrid en busca de algún chivatazo que pudiera ponerles sobre la pista de Yáñez-Borghese. Por la tarde, abandonaba la Dirección General de Seguridad y se dirigía a la casa de Isabel Bardasano, llevando siempre consigo algún obsequio, generalmente comida o ropa. Ante esas inesperadas muestras de generosidad, la pobre mujer se deshacía en agradecimientos, asegurando que la salud y la felicidad de Vega ocupaban el primer puesto en la lista de súplicas que siempre incluía en sus oraciones.

Pero no era el bienestar de Isabel Bardasano lo que realmente perseguía Vega, sino la oportunidad de llegar a comunicarse con su hijo, el único testigo del asesinato del hombre en cuyo poder habían estado los sellos de Thule. De modo que, cada tarde, Vega tomaba asiento frente a la cama de Carlitos y comenzaba a hablarle.

Al principio le contaba aventuras policíacas, relatos de robos y pesquisas, de malhechores y detectives, pero cuando esta fuente de historias se secó, Vega comenzóa divagar sobre su propia vida, narrando su infancia en un pueblo de Segovia, su juventud en Madrid, su ingreso en la Guardia Civil, primero, y en la Dirección General de Seguridad después, su matrimonio con Manuela, una preciosa maestra quince años más joven que él... Pero, en realidad, era como hablar solo. Carlitos, siempre inmóvil, siempre inexpresivo, continuaba sumido en aquel estado autista, indiferente a todo lo que sucediese más allá de su cabeza.

Al caer la noche, Vega se levantaba de su asiento y, despidiéndose del niño con un «hasta mañana», salía a la calle. Entonces se iniciaba el tercer acto de su rutina, el más impreciso y, también, el más doloroso. Aquel acto tenía un nombre, Leonor Hidalgo, y un sentimiento, el deseo.

Porque, cada noche, Vega experimentaba la necesidad de volver a encontrarse con Leonor, explorar de nuevo la geografía de su piel, estrecharla entre sus brazos y paliar con sus caricias y besos siglos de soledad y vacío.

Pero, al mismo tiempo, Vega no quería acudir a aquellas citas nocturnas. De algún modo, sabía que ceder a ese impulso significaba fracasar un poco, someter su voluntad a la de Leonor, desprenderse de lo último que le quedaba, la dignidad de mantenerse fiel a sí mismo. Porque aquello no era amor, sino simple y puro deseo, atracción animal, sexo descarnado, carente de los adornos que usualmente engalanan esta clase de sentimientos. No obstante, lo cierto es que casi todas las noches Vega caía derrotado y se dirigía al palacete de la calle Serrano, atravesaba el jardín repleto de guardias armados, entraba en la mansión y se encontraba con Leonor. Luego, sin decirse nada, subían al dormitorio, se despojaban de la ropa y hacían el amor, en silencio, con la concentración e intensidad de quienes saben que el tiempo es limitado y que el fin se acerca. Apenas hablaban. En ocasiones, Leonor comentaba cuál iba a ser el curso de la Historia futura: Hitler provocando la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio, la bomba atómica...

Ocasionalmente, la voluntad de Vega salía triunfante, y el policía se dirigía a su piso, encerrándose en la soledad de aquellas paredes cargadas de recuerdos inoportunos. Entonces era peor, porque Vega no lograba conciliar el sueño y pasaba toda la noche en vela, pensando. A veces sintiéndose culpable por traicionar la memoria de Manuela, en ocasiones intentando dilucidar si algo de lo que había hecho en su vida tenía algún sentido... o, sencillamente, dándole vueltas en la cabeza a la historia de los sellos de Thule que le contara Leonor.

Ah, sí, aquella historia fantástica de hombres del futuro y de un correo en el tiempo. ¿Cómo podía tomar en serio todo aquello? La guerra civil ganada por la República, Franco muerto y un misterioso Yáñez-Borghese haciéndose con los sellos y... buen Dios, matándole a él, a Vega, para cambiar luego el devenir de los acontecimientos, invirtiendo así el resultado de la contienda... Era ridículo, absurdo... Pero, también, la única explicación con que contaba.

De modo que Vega intentaba de vez en cuando aceptar como cierto lo que le había contado Leonor. Pero le resultaba difícil abarcar todas las implicaciones de aquella historia; sus pensamientos se confundían y, al cabo de un rato, la cabeza comenzaba a darle vueltas, sin llegar jamás a ninguna conclusión. Por ejemplo, ¿por qué la gente de Thule no había avisado a Leonor acerca de los propósitos de su marido? Es cierto que la primera vez no sabían lo que iba a pasar; pero la segunda, cuando Yáñez-Borghese alteró la Historia, estaban sobre aviso. Podían haberle mandado una carta a Leonor diciéndole «cuidado con tu marido, no le cuentes nada», o algo por el estilo. Pero no lo habían hecho, y Yáñez-Borghese volvió a convertirse en el Coleccionista, complicándole así la vida a la gente del futuro.

¿Por qué habían permitido eso...?

Aquello no tenía sentido.

Entre tanto, los días fueron pasando. El jueves, 23 de marzo, el avión que transportaba a los representantes del Consejo de Defensa de Madrid tomó tierra en el aeropuerto de Gamonal, en Burgos. Los emisarios republicanos presentaron a Franco las condiciones que el Consejo proponía para la rendición de la capital. Pero el Generalísimo apenas se molestó en echarles un vistazo. Él era el vencedor, nadie podía exigirle nada. Su respuesta no se hizo esperar: o capitulaban sin condiciones, o Madrid se cubriría de sangre.

El Consejo de Defensa no podía hacer otra cosa más que aceptar.

El sábado, 25, entre las tres y las seis de la tarde, Vega escuchó el estruendo provocado por los numerosos aviones que sobrevolaban Madrid. Era lo que quedaba de la aviación republicana, volando en dirección a las bases aéreas
nacionalistas
para rendirse, tal y como había exigido Franco.

El domingo, Madrid se despertó en total silencio. No se oía ninguna explosión, ningún disparo. Hacía tres años que un fenómeno así no se producía, de modo que la población contuvo el aliento en espera del desenlace final.

El lunes, 27 de marzo, Vega acudió, como todos los días, a su despacho de la Dirección General de Seguridad. El edificio estaba prácticamente vacío, ya que la mayor parte de los funcionarios habían optado por quedarse en sus hogares, aguardando con calma el devenir de los acontecimientos.

Vega tomó asiento frente a su escritorio. Encendió un cigarrillo, el último que le quedaba, y contempló las polvorientas pilas de papeles que se acumulaban sobre la mesa. Frunció los labios y formó un anillo de humo en el aire. Observó cómo aquel pálido círculo se elevaba lentamente mientras comenzaba a difuminarse.

Y, ahora, ¿qué pensaba hacer...? El plazo se había cumplido, la guerra, como anunció Leonor Hidalgo, iba a finalizar en las próximas horas. Ya no quedaba tiempo para nada y Vega se sentía, una vez más, fracasado.

Sólo restaba morir. Esperar a que los fascistas entrasen en la ciudad, sacar la pistola y disparar contra el primer grupo armado que intentase entrar en la DGS. Una heroica forma de suicidio... o, quizá, la última estupidez que iba a cometer en su vida.

Ese era el negro discurrir de los pensamientos del comisario Vega, cuando sucedió algo que había de alterar por completo el curso de su vida.

El sonido de unos pasos apresurados resonó en el exterior. Al cabo de unos segundos, la puerta del despacho se abrió, dando paso al inspector Uribeque, visiblemente agitado, se plantó frente a Vega.

—¡Lo tengo, comisario! —dijo, con una amplia sonrisa en los labios y el aliento acelerado—. ¡He dado con el paradero de Mario Yáñez-Borghese!

Uribe tomó asiento frente a Vega. Tras recuperar mínimamente el resuello, inició su relato:

—Había algo en todo este asunto que no podía entender, comisario. ¿Cómo llegó Yáñez-Borghese a Madrid? Es decir, ese tipo estaba en Italia y el único camino lógico para llegar a España era, o bien a través de Francia, lo cual no resultaba ni seguro ni rápido, o desembarcando en algún puerco del Mediterráneo. Pero había una orden de busca y captura contra Yáñez-Borghese, y todos los puertos del Mediterráneo se encontraban en poder de la República. De modo que, ni siquiera bajo una identidad falsa era seguro para un fascista italiano entrar por barco en España. Salvo... —Hizo una pausa—. Salvo que hubiese desembarcado en el puerto de Barcelona después de que la ciudad cayese en poder de las fuerzas franquistas, es decir, a partir del 27 de enero. Así que, hace un par de semanas, me puse en contacto con un compañero de la DGS de Barcelona...

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